¿Enciclopedismo o sabiduría?

Fuente: Iniciativa Debate/Jaime Richart                                                             

Que el saber y la sabiduría nada tienen que ver entre sí y hasta se oponen, y que un pastor puede ser más sabio que un premio Nobel es algo de dominio univer­sal… Clara Obli­gado, en su obra La sonrisa de la Gio­conda dice algo tan asombroso como obvio. Dice la autora que si leemos un li­bro a la semana desde los 10 años hasta los 80, al final sólo habre­mos leído unos 3.600. Bueno, pues suponga­mos que dupli­camos el número de libros, habre­mos leído 7.200. Su­pon­gamos que lo triplicamos, habre­mos leído 10.800. ¿Cuánto es eso?: una gota, dos gotas, tres gotas de lluvia en el oc­éano… Por otro lado, si hemos leído con atención a lo largo de la vida 3.600, 7.200 ó 10.800 libros, sin que hayan tenido que ser necesa­ria­mente libros de caba­llería lo más seguro es que mucho antes de llegar a la cuota haya­mos enloquecido.

Pero siendo malo, quizá lo peor no es eso. Es que, pa­ra­dójicamente, si la lectura semanal no nos ha dejado pen­sar, tampoco nos ha permitido propiamente vivir. Salvo que sea a ráfagas, no es posible leer, pensar y vivir, y todo al mismo tiempo y leerse un libro a la se­mana. Yo in­vierto a veces dos horas en leer tres pági­nas, pues medito lo que leo. Y es que si no debe­mos –para no pasar por locos- medirnos pú­blicamente con los grandes pensadores de la historia, te­nemos la obliga­ción de intentarlo a solas…

Luego viene lo de «tener razón» por el hecho de ser más o menos leída o ilustrada una persona: he cono­cido, y cono­cemos todos, a muchos con carreras académi­cas que son auténti­cos patanes del pensamiento o tienen el pensa­miento pervertido. Y ahí es­tán profesio­nales de todas clases con títulos de todas clases que viven exclusiva­mente de las corrientes de opi­nión… de otros, del tópico y de corrup­telas intelectuales in­capaces de pensar por su cuenta.

Un artículo puede ser un acontecimiento y un libro “el más vendido” y muy celebrados en Occidente, y sin em­bargo ser ambos una aberración para la cultura orien­tal y vice­versa. Y esto sucede porque las distintas claves de cada cultura no permiten entre ellas una fácil ósmosis. Lo que sí es común, aunque en Occidente se olvide constante­mente de propó­sito, es que no hay verda­des defini­tivas ni razón universal que no traten de conciliar la individuación (el ego­ísmo per­sonal) que no precisa de retórica de refuerzo, y el bien de «toda» la co­lectividad. Y esto es porque el espíritu del re­baño lo nece­sita pues es débil y se va debilitando si no hay quien se en­cargue de mantener su cohesión: los lobos ace­chan in­ce­santemente el aprisco. Y esto está en el cristia­nismo, en el budismo, en el taoísmo, en el confucio­nismo y en el huma­nismo; en toda reli­gión que no sea espúrea, eco­nomicista, improvi­sada o cir­cunstan­cial. Por eso digo que esas “verda­des” y esa razón que se preocupan de aportar la argamasa correspon­diente, podríamos decir que son las únicas váli­damente universales.

Salvo los de puro recreo, lo que más importa de un li­bro es que punce el intelecto o el sentimiento o ambos. Pues cada libro, cada escrito es (debiera ser) un compen­dio de arte más o menos atractivo y valioso. Teniendo en cuenta que el arte es unitario o puede conside­rarse como un todo unitario; es decir, que la música es también pintura, que la pintura es también música y ambas poesía, que la poesía es también música y pintura, que cada catedral es pintura, poesía, mú­sica y arquitectura, cada libro o cada escrito pueden ser poema, partitura y lienzo a la vez. Todo de­pende de que eduquemos los sentidos para percibirlo así y de que sepa­mos implicar a todos los sentidos en la contempla­ción, en la audición o en el intelecto. A fin de cuentas ni los cua­dros de Claudio Lorena o de Watteau están hechos propia­mente para los ojos del cuerpo, ni la música de amplias es­paciosi­dades, desde Bach, está hecha para los oídos del cuerpo. El arte de Giotto o de Mantegna y el de Vermeer o Van Go­yen no tienen ape­nas relación, pues los unos crean con la pincelada una especie de re­lieve y los otros evocan una a modo de música en la superfi­cie cromática. De la misma manera nada tiene que ver un aguafuerte con el arte de Fra Angé­lico, ni un re­lieve egipcio con otro del Parte­nón…

Pese a haber leído 3.600 libros a lo largo de la vida o pre­ci­samente por ello, sólo podemos llegar a la conclu­sión de que no sabemos más que una brizna de saber que además es pasajero, inestable, fugaz y caduco. ¿Ex­traña que Einstein dijese en una ocasión a un compa­ñero de paseo: “¿existirá la luna cuando dejemos de mi­rarla?”. Sólo podemos tener por ciertos los hechos físi­cos que vemos: un terremoto o una in­vasión o una gue­rra, pero no cómo se gestaron, ni cómo se prepararon ni cómo se desarro­llan mientras sobrevienen. Porque todo lo demás y a partir del hecho visible y cierto, es conje­tura. Pero ni un banco de datos milmillonarios como el buscador de goo­gle o la Bi­blioteca Británica, puede hacer de alguien un sabio. A propósito de esto quiero recordar lo que decía Ana­tole France: «Entonces, como no estudiaba, aprendía mu­cho…»

Nos falta más que humildad sensatez para recono­cerlo. Creer que tenemos razón y no tener consciencia de que, dentro de la realidad poliédrica, hemos ele­gido simple­mente un emplazamiento para entendernos pero habiendo tenido para ello que aban­donar otros también posibles es el primer indicio de ig­norancia o más bien de necedad. Pero si nos percata­mos de ello, si relativiza­mos todo, sur­girá la res­puesta para nosotros que calme nuestras ansias de saber; cual es, que no preten­der tener las claves del pen­samiento nos puede proporcionar las claves del nues­tro personal, como de­cía Cioran. No hay mejor mejor receta para lograr una cierta sensación de se­guridad inter­ior y psí­quica aunque los de­más nos tengan por locos. Como por loco sigue teniendo a Cioran un puñado de deficientes mentales, eruditos y clínicamente cuer­dos pero filisteos, es decir, espíritus vulgares.

Una de las cosas que caracterizan a la postmodernidad situada en los Centros de Investigación y de Saber es que presume de saberlo todo. De sa­ber cómo actúan los hura­canes, los ciclones, los maremotos, lo que hay en Marte o en la galaxia M51; cómo funciona un agujero negro o cómo actúan las células cancerígenas. Pero ¿cómo y para qué aplica todo su saber aparte de fabri­car armas, electro­do­mésticos y coches o penes con célu­las de conejo para im­plartarlos en humanos? ¿acaso con tanto saber esos Centros evitan cata­clismos o curan enfermedades morta­les de necesidad? ¿De qué nos sirven los bancos de datos equivalentes a la biblio­teca de Alejandría si nada de lo que “nos importa” verdade­ramente lo podemos re­mediar? ¿Acaso saber nos cura de la estupidez, de la cruel­dad, de la degenera­ción, de la depra­vación, del infantilismo patoló­gico que hay en el ansia de poder, de poseer y de energía prescindi­ble?

Se­guimos, sobre todo, sin saber la dirección ni a dónde se han propuesto llevarnos las sociedades prime­ras, aun­que lo sospechamos. Y mucho menos sabemos a dónde vamos a parar después de muertos…

Cuanto más saber, más aflicción, dice el Eclesiastés. En Occidente convendría reconocer que en materia de saber ha tocado fondo; que ha llegado al límite de la incom­peten­cia, que no puede pasar de donde está, que será inútil por infructuoso todo adelanto que equivalga a más saber; que, como decía Groucho Marx, desde la nada hemos al­can­zado las más altas cotas de la miseria. Aceptemos que ya lo sabe­mos todo: ahí están las atrocida­des de Abu Grahib, las ma­tanzas de civiles co­mo la de Haditha, las bar­barida­des que se cocinan un día tras otro para nada, sólo para gozar por anti­cipado o cuando se pergeñan o se co­meten de la imagen mental trucu­lenta del sufrimiento y de las torturas los que las proyecta­ron. Pero por saber, sabe­mos hasta que lo que no consta en esta materia, que esas «no­ticias» son sólo la punta de un ice­berg…

Lo sabemos todo sobre atmósfera y clima, pero el pla­neta se muere por el clima. Lo sabemos todo sobre el ser humano, conocemos al dedillo su fisiología, cómo mante­ner artifi­cialmente meses a un pobre moribundo. Pero no sabe­mos o no queremos saber que estamos cavando para to­dos, incluídos los que tienen la culpa de nada, nuestra propia tumba. Sabe­mos demasiado sobre la desgracia humana y nada sobre su felicidad quizá porque no existe ya o está confundida o mezclada con la alucinación. Lo sabemos todo, pero ya es hora de que empe­cemos a transfor­mar tanto saber en sabi­duría… si es que la sabi­duría no empezaría por exigirnos que aban­donásemos justamente el saber, como Cristo pidió a sus apóstoles que lo abando­naran todo para seguirle a él. Lo sabemos todo, pero no sabemos cómo coordinar y re­partir armónica­mente las aplicaciones de lo que sabemos. Y hay algo que además de lo que está mu­riendo mata también, y es que vemos palpablemente que ya nadie es capaz de hacernos renacer a la espe­ranza y a la ilu­sión por un fu­turo al que no «el hombre» sino el hombre occi­dental ha re­nunciado ya, y por eso parece vivir deses­peradamente al día.

30 de mayo de 2006

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