Fuente: Iniciativa Debate/Jaime Richart
Ahora no me refiero al catalán, que también. Ahora me refiero al nacional. Es mi obsesión, lo reconozco. Ya no me interesa en absoluto ese sinfín de pormenores deprimentes de todo cuanto viene sucediendo desde 1978. Todos responden al mismo o parecido patrón. Después de salir a la luz décadas de expolio de las arcas públicas acompañadas de toda clase de maquinaciones, de insidias y de maniobras miserables, no hemos ido viendo en los políticos más que una sucesión de bellaquerías, de cinismo, de mentiras, de plagios, de falseamientos académicos, de intolerancia, de libelos de periodistas sin escrúpulos, de humillaciones a diestro y siniestro, de insultos a quienes reclamaban sepultura digna de osamentas familiares todavía en las cunetas, de hoy decir una cosa y mañana la contraria, de afrentas al pueblo catalán y de un trato judicial ignominioso a sus representantes…
Todo ello propio de un país atrasado, dado a la mojigatería, a la superchería, al maltrato, a la picaresca, al nepotismo, al embuste, al enchufe y a la trampa. Cuya causa, aparte el lado sombrío del carácter español, volviendo la vista atrás, en buena medida sólo puede localizarse en el punto de partida. En aquel montaje político que cocinaron los maquinadores de una Constitución que venimos sufriendo desde hace cuarenta años después de otros cuarenta políticamente insoportables; blindada, además, después, por la catadura de los miembros de un poder judicial que en su seno quedó albergado el auténtico espíritu de la ideología franquista que ha llegado hasta hoy. No en balde aquel siniestro Tribunal de Orden Público se disolvió al día siguiente de la muerte del dictador pero, de sus 16 miembros 10 pasaron a la Audiencia Nacional y 6 al Tribunal Supremo. No son naturalmente ahora los mismos, pero quienes les han ido sucediendo siguen siendo más o menos hijos ideológicos de aquellos. Los que no lo eran fueron depurados, y los que ahora no lo son se difuminan por el escalafón juzgando casos en general irrelevantes…
Hace tiempo, pues, que limito mi atención a la evidencia y desdeño toda clase de vaticinios y pronósticos acerca del futuro, sea a corto, a medio o a largo plazo. Por ejemplo, sé que el gobierno es una coalición de izquierdas. Vale. Pero no espero nada significativo de él. Y, como suelo decir, si me equivoco, lo celebraré. Ahí acaba mi curiosidad y mi actitud frente a lo que vivo. Porque, como al astrónomo sólo atento a visualizar un planeta que sabe que existe por cálculo matemático pero todavía no ha visto a través del telescopio, sólo, y cada vez más débilmente, me interesa el hecho indubitado. Estoy harto de lo que solemos llamar expectativa. Sólo estoy susceptible a alguna posible señal conducente a un Estado nuevo, que sólo puede salir de un referéndum monarquía-república cuyo propósito hasta ahora no atisbo en ningún partido. Por eso me resultan indiferentes los retoques, los maquillajes y los chismes de corrala, las intenciones y proyectos de este gobierno de coalición. Podrán interesar, y con razón, a distintos colectivos porque alimentan esperanzas relacionadas con su específico interés, pero también contribuyen a difuminar o a disipar la importancia que, para mí, es ese referéndum sobre la forma de Estado que nunca acaba nadie hablando acerca de él. Pues, en mi consideración, sólo un acuerdo firme, sentido, de verdad, consensuado por una amplia mayoría que supere el complejo que muchos padecemos al habernos engañado con este “reino” deslizado en la Constitución como la droga camuflada en un alijo de cosméticos, nos puede proporcionar la solución. Una monarquía que, aunque por comodidad, por pereza o por cobardía ya ni siquiera cuestionan los líderes de los partidos, tan domesticados están por los poderes económicos, espera la inmensa mayoría de quienes les votaron. Sin embargo, en el referéndum, sea cual fuese el resultado, estriba la única esperanza de una España normalizada. Y con mayor motivo si se vertebra la nación en un modelo federal. Mientras persista esta obstinada “unidad” territorial forzada por la dictadura y los franquistas y ahora por los ultrafranquistas, España vivirá en una sostenida o creciente inestabilidad; en un declive y una decadencia que sólo el paso de los siglos podría eventualmente superar. Y si no nos queda a los ciudadanos otra cosa que tragar el sapo, mal asunto, pues eso nos devuelve de uno u otro modo a muchos al estado psicológico que padecimos a lo largo de la dictadura. Eso, si es que muchos, como la mayoría de los catalanes, no lo viven ya…