
Hay un recuerdo que muchas compartimos, una especie de memoria colectiva grabada a fuego lento durante las noches de Fin de Año de nuestra infancia y adolescencia. Es el sonido de la televisión en el salón, con toda la familia reunida, esperando las campanadas entre sketches de humoristas que eran, en aquel entonces, auténticos ídolos nacionales. Figuras como Martes y Trece o Paco Arévalo marcaban el ritmo de la celebración, y sus chistes se repetían en patios de colegio y oficinas durante semanas. Hoy, sin embargo, ese recuerdo está teñido de una profunda incomodidad. Aquellas mismas bromas, vistas con los ojos del presente, resultan hirientes, violentas. Serían impensables en la televisión de máxima audiencia.
¿Qué ha cambiado en el humor español para que esto suceda? La respuesta fácil, la que resuena en tertulias y redes sociales, habla de una supuesta «cultura de la cancelación», de una «dictadura de lo políticamente correcto» que ha coartado la libertad de los cómicos. Se nos presenta un falso dilema entre la libertad de expresión sin límites y una censura impuesta por «ofendiditos». Pero este discurso es una trampa. La profunda modificación del paisaje humorístico en España no es una derrota de la libertad, sino una victoria rotunda de la dignidad. No se trata de censura, se trata de humanización. El cambio no ha venido de despachos de directivos ni de leyes restrictivas; ha surgido desde abajo, del clamor de las comunidades que, durante décadas, fueron el objeto pasivo de la burla y que hoy, por fin, han encontrado la voz para decir «basta». La idea de que «antes nos reíamos de todo» es una falacia nostálgica construida desde el privilegio. Los colectivos ridiculizados nunca se rieron; simplemente, su dolor y su protesta eran inaudibles en el monólogo cultural de la época. Lo que ha cambiado no es que la gente se ofenda más, es que ahora la ofensa de quienes históricamente fueron oprimidos tiene un altavoz.
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