

Hay una frase que escucho cada vez con más frecuencia en tertulias, columnas y redes en España, siempre que alguien cuestiona el racismo o la LGTBIfobia: «lo digo desde el sentido común«. Cuando oigo esa coartada, sé que lo que viene detrás suele abrir la puerta a discursos que señalan como problema a las personas migrantes, a las personas trans, a las mujeres que se organizan y denuncian la violencia.
Cuando un columnista como Juan Soto Ivars decide construir su figura pública en torno a esta idea de sentido común, se coloca en un lugar muy concreto del tablero político, por más que insista en presentarse como alguien «crítico con todos» o «cansado de polarizaciones». En su columna en El Confidencial y en sus intervenciones públicas en medios, vemos una técnica ya muy antigua: tomar lo que los miedos y partidos de la extrema derecha llevan años sembrando y envolverlos en un tono aparentemente moderado, irónico, incluso empático con «la gente de los barrios que sufre la delincuencia». Ese envoltorio es lo que le permite ser invitado a espacios televisivos, incluso algunos de medios que se consideran progresistas, mientras legitima marcos que tratan la migración como una amenaza, la ley contra la violencia de género un problema y los derechos trans en una monstruosidad.
Cuando se afirma que «la inmigración es un problema» y se anima a la audiencia a no tener miedo de admitirlo, no se está describiendo una realidad objetiva, se está decidiendo desde dónde se mira. Yo vivo en un país donde muchas personas migrantes, y especialmente mujeres negras y racializadas, sostenemos trabajos de cuidados, limpieza, agricultura y servicios en condiciones tremendamente precarias que garantizan el bienestar de quienes luego nos señalan como un peligro. Sin embargo, el sentido común mediático sitúa el foco en la inseguridad, en los supuestos abusos de ayudas sociales, en el «descontrol» de las fronteras, y le pone rostro a esa alarma con cuerpos concretos: árabes, africanos, latinoamericanos, jóvenes de barrios empobrecidos.
Este giro no lo protagoniza solo la extrema derecha parlamentaria; necesita voceros en periódicos, radios y canales que se autoubican en un centro desencantado. Voces que presumen de incomodar a todos los bandos mientras reciclan narrativas de peligro sobre la migración y ridiculizan cualquier crítica antirracista como exageración identitaria o censura moral. Cuando gente así habla, lo que se normaliza es la idea de que las personas migrantes son un problema a gestionar, nunca sujetos con derechos y dignidad plena.
Desde un cuerpo negro y desde la experiencia en diásporas, este sentido común no es anecdótico ni banal, sino como controles aleatorios, alquileres denegados, insultos en el supermercado, miedo a la policía y miedo a quedarse sin papeles. Cuando una mujer negra migrante se encuentra a gritos racistas, amenazas de denuncia y cuestionamiento constante de su derecho a estar en la calle, quien habla a través de esa agresión es también ese relato mediático que lleva años asociando migración, delincuencia y desorden social. Los datos y los informes muestran cómo las mujeres migrantes y racializadas en España sufren discriminación laboral, violencia de género invisibilizada y una xenofobia que se alimenta de mitos repetidos como verdades absolutas.
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Algo similar ocurre cuando se introduce en la conversación la cuestión de los derechos trans y la Ley 4/2023, conocida como Ley Trans. Esta norma reconoce la autodeterminación de género y busca garantizar el acceso a derechos básicos sin patologizar a las personas trans, siguiendo estándares internacionales de derechos humanos. Sin embargo, el sentido común que se construye en determinados espacios mediáticos presenta la ley como una amenaza para las mujeres, para la infancia y para la propia idea de realidad, alimentando el miedo a un supuesto coladero legal que permitiría a agresores eludir responsabilidades, a pesar de que la propia norma y la interpretación jurídica mantienen el marco de protección frente a la violencia de género.
Ahí entra en juego otra trampa, muy peligrosa para quienes vivimos en cuerpos que ya están bajo sospecha. Algunas voces que se declaran feministas han reclamado la derogación total de la ley, y lo han hecho invocando la defensa de las mujeres como colectivo abstracto, borrando deliberadamente a las mujeres trans, muchas de ellas migrantes y racializadas, que sufren violencia y discriminación a varios niveles. Mientras tanto, informes y organismos internacionales insisten en que los derechos trans forman parte de los derechos humanos básicos y que la negación de estos derechos alimenta contextos de violencia y exclusión. El sentido común que las rechaza, bebe de un largo historial de pánicos morales sobre los cuerpos que no encajan en la norma de género.
En este clima, cualquier análisis matizado se vuelve sospechoso si no se alinea con el miedo dominante. Si planteo que la violencia machista no se entiende sin mirar la raza, la clase, la situación administrativa y la transfobia, enseguida aparece quien me acusa de dividir el feminismo o de complicar lo que debería ser simple. Pero la realidad es compleja para quienes viven la intersección de todas estas violencias: una mujer migrante sin papeles puede no denunciar a su agresor por miedo a la expulsión, y una mujer trans racializada puede quedar fuera de los circuitos de protección por la forma en que se interpreta quién cuenta como víctima «legítima».

Lo más cómodo para quienes ocupan el centro del relato es reducir estas tensiones a una guerra cultural entre extremos. Desde ahí, personajes que se presentan como moderados se dedican a arbitrar quién está exagerando, quién victimiza de más, quién censura a quién, y en ese juego desplazan el foco de la violencia real que cae sobre cuerpos concretos. Cuando se habla de migración, pocas veces invitan a mujeres negras trabajadoras del hogar, jornaleras, manteras, cuidadoras; cuando se habla de derechos trans, raras veces se escucha a mujeres trans migrantes que han tenido que huir de sus países para seguir vivas.
Ese reparto de voces en los medios es estructural. Se permite que algunos hombres blancos se conviertan en mediadores supuestamente valientes de temas que afectan de forma directa a otras vidas, mientras se silencia o ridiculiza a quienes hablan desde la carne, desde la precariedad y desde la marginación. Cuando un escritor construye su prestigio defendiendo que por fin alguien se atreve a hablar de las supuestas denuncias falsas de violencia machista, está ocupando un lugar que la extrema derecha llevaba años reclamando, pero con un barniz de sentido común que le abre puertas y aplausos en espacios que se autoproclaman moderados. En los autodenominados medios serios.
Ante este panorama, la pregunta no es si se puede hablar de migración, de derechos trans o de violencia de género, sino quién habla y con qué consecuencias. Las vidas de mujeres negras, migrantes y trans ya están llenas de riesgos antes de que nadie escriba una columna; los artículos que blanquean el discurso del miedo añaden capas de legitimidad a políticas que recortan derechos, endurecen fronteras y cuestionan leyes que protegen frente a la violencia machista. Cada vez que una opinadora o un opinador usa su altavoz para asociar migración con inseguridad o para presentar la Ley Trans como una amenaza, está empujando el sentido común un poco más hacia el lado en el que nuestras vidas valen menos.
Lo que está en juego es si aceptamos que ese sentido común sea el centro o si empezamos a colocar en el centro otras voces. Voces que hablen desde los cuerpos negros, migrantes, trans, precarizados, y que se atrevan a nombrar la responsabilidad de los medios, de los partidos y de quienes hacen carrera alimentando el miedo. Quien llegue a este texto quizá se pregunte si de verdad la migración, los derechos trans o las leyes de violencia de género son el problema o si el verdadero problema son los privilegios que sienten amenazada su comodidad en cuanto se amplía el círculo de quienes pueden vivir con dignidad. La próxima vez que alguien invoque el sentido común para justificar que se cierren fronteras, se recorten derechos o se sospeche de nuestras vidas, la cuestión será de qué lado queremos estar.
Tania Castro
Historiadora
Santander (España)

