El racismo sutil: cuando convivir es callar

Vivo en un edificio donde todos se saludan. Buenos días en el portal, buenas tardes en el ascensor. Una sonrisa aquí, un comentario sobre el tiempo allá. Desde fuera, mi vecindario parece el modelo de la convivencia multicultural. Hay familias de distintos orígenes, profesionales de diversos sectores, niños que juegan juntos en el parque. Cuando alguien me pregunta cómo es mi barrio, podría decir que es un lugar acogedor. Pero sería mentira omitir lo otro, lo que ocurre en los silencios, en los gestos mínimos, en esas conversaciones que se cortan cuando entro al ascensor.

El racismo en los vecindarios españoles rara vez se manifiesta con insultos directos. No hay carteles que digan «no se admiten negros» ni prohibiciones explícitas. Las microagresiones se manifiestan como miradas despectivas, actitudes y comentarios que tienen un carácter menos explícito, donde la intencionalidad no es clara, y que pasan más desapercibidas. Esto es lo que llamamos racismo sutil, una forma de discriminación que no se reconoce como tal porque está envuelta en normas de cortesía, porque se expresa en códigos que la sociedad blanca no identifica como violentos.

Recuerdo la primera vez que mi vecina del tercero me dijo «qué bien hablas español». Llevaba viviendo en España toda mi vida. Nací aquí, estudié aquí, trabajo aquí. Pero para ella, mi piel dictaba que debía venir de otro lugar. No lo dijo con maldad. Lo dijo como un cumplido. Ahí está el problema. Una microagresión es una humillación breve y cotidiana verbal, conductual o ambiental, ya sea voluntaria o involuntaria, que expresa desprecios e insultos raciales hostiles hacia las personas racializadas. Son palabras que hieren precisamente porque quien las pronuncia no cree estar haciendo nada malo.

He aprendido a anticipar estos momentos. Cuando subo al ascensor, calculo si la persona que está dentro mantendrá la conversación que llevaba por teléfono o la cortará hasta que yo salga. Cuando bajo la basura por la noche, sé que algún vecino apretará el paso al verme. No es paranoia. Las personas racializadas han sido aculturadas para anticiparse a las microagresiones de los blancos porque no se ven a sí mismas como racistas o capaces de incurrir en un comportamiento racista. Es supervivencia. Es saber leer los códigos de un espacio que, aunque habitas, nunca termina de reconocerte como propia.

En las reuniones de la comunidad de vecinos sucede algo particular. Cuando hablo, hay una fracción de segundo de sorpresa. Como si no esperaran que tuviera algo que decir, o que lo dijera con propiedad. Puedo proponer la misma idea que otro vecino y ser ignorada. Él la repite cinco minutos después y es aplaudida. No se trata de sexismo solamente. Es la combinación de ser mujer y negra, lo que nuestras teóricas llaman interseccionalidad. Mi voz tiene menos peso porque mi cuerpo ocupa un lugar jerárquicamente inferior en el imaginario de ese espacio compartido.

El 14,2% de las personas encuestadas en un estudio del Ministerio de Igualdad afirma haber sentido rechazo del vecindario. Ese rechazo no viene en forma de agresión frontal. Viene como quejas veladas sobre ruidos que otros vecinos también hacen pero que en mi caso se convierten en motivo de conversación en el grupo de WhatsApp. Viene como comentarios sobre «olores extraños» cuando cocino, aunque la vecina del segundo haga paella todos los domingos y nadie diga nada. Viene como ese «pero tú eres diferente» cuando alguien critica a «los inmigrantes» delante de mí, como si yo no formara parte del grupo que están atacando.

El parque infantil es otro territorio de marcación sutil. Cuando mi hija juega con otros niños, hay madres que se acercan discretamente a supervisar, como si su presencia requiriera vigilancia especial. Hay otras que evitan que sus hijos jueguen con ella sin decirlo abiertamente. Simplemente inventan que «ya es hora de irse» cada vez que mi hija se aproxima. Ella lo nota. Me pregunta por qué algunos niños no pueden jugar con ella. No sé qué responderle. ¿Cómo explicas el racismo a una niña de seis años sin destrozarle la inocencia? ¿Cómo le dices que algunos adultos temen que su negritud sea una enfermedad contagiosa?

La piscina comunitaria en verano se convierte en un mapa racial. Hay zonas donde las pocas familias racializadas que vivimos en el edificio tendemos a concentrarnos, no por elección, sino porque es donde menos miradas de sospecha recibimos. He visto cómo algunas vecinas cuentan a sus hijos antes y después de nadar, como si alguien pudiera robarlos. Una vez, una mujer me pidió que vigilara su bolso mientras se metía al agua. Luego descubrí que lo había hecho para asegurarse de que yo no se lo llevara. Me había convertido en vigilante para ser vigilada.

En mi edificio existe la figura de la «buena vecina racializada». Esa persona siempre amable, siempre sonriente, que nunca se queja, que agradece cualquier gesto, que hace el esfuerzo constante de demostrar que merece estar ahí. Yo he sido esa vecina. Porque cuando eres racializada, sabes que cualquier error tuyo se convertirá en una característica de todo tu grupo. Si un día bajo tarde la basura, no soy yo quien ha tenido un mal día. Son «ellos» los que no respetan las normas. Si mi hija llora en el ascensor, no es una niña cansada. Es una familia ruidosa que molesta a los demás.

El pacto tácito del silencio rige estos espacios. Nadie quiere conflictos. Todos queremos convivir en paz. Entonces, cuando señalo un comentario racista, cuando digo «eso que has dicho me ha molestado», cuando me niego a reírme de un chiste sobre personas negras, me convierto en la problemática. Rompo el acuerdo implícito que dice que podemos llevarnos bien siempre y cuando yo no mencione el elefante en la habitación. La normalización del racismo lleva a asumir que estos hechos son inevitables, representa pagar un precio por estar aquí.

La administración del espacio también es simbólica. Quién decora el hall de entrada, quién propone actividades, quién decide qué plantas se ponen en el jardín comunitario. Son decisiones pequeñas que marcan quién pertenece realmente a ese lugar. Mi opinión sobre el color de la pared del portal fue ignorada tres veces. No hubo discusión. Simplemente no se tuvo en cuenta. Cuando pregunté por qué no se había considerado mi propuesta, me dijeron que «ya habían decidido entre todos». Todos eran los vecinos de siempre, los que llevan aquí desde antes, los que tienen el derecho tácito de decidir.

La violencia de todo esto es que es acumulativa. No es un incidente que puedas señalar como racista de manera incontestable. Es la suma de cientos de gestos pequeños, de miradas, de silencios, de exclusiones suaves. Estas escenas cotidianas tienen consecuencias psicosociales; todas las participantes mencionan algún tipo de impacto en su día a día, en el acceso a derechos, en el ámbito laboral y el académico, en sus relaciones familiares, en los espacios públicos, así como efectos en la identidad, el sentido de pertenencia y los efectos emocionales. Es un desgaste constante que me obliga a estar siempre alerta, a interpretar cada gesto, a decidir qué batallas vale la pena pelear.

Hay días en que estoy cansada. Cansada de ser amable con quien no me saluda. Cansada de sonreír cuando me preguntan «¿de dónde eres realmente?». Cansada de tener que educar a adultos sobre por qué sus palabras duelen. Cansada de ser la embajadora de mi raza en un edificio donde solo quiero vivir en paz. Pero sé que si bajo la guardia, si un día respondo con la misma frialdad que recibo, si me permito estar de mal humor como cualquier vecino tiene derecho a estarlo, se confirmarán todos los prejuicios que pesan sobre mí.

El límite de esta supuesta convivencia aparece cuando dejo de complacer. Cuando me niego a aceptar un comentario, cuando defiendo a mi hija de un trato injusto, cuando exijo el mismo respeto que se dan entre ellos. Ahí es cuando el vecindario muestra su verdadera estructura. Ahí es cuando descubres que la cordialidad dependía de tu silencio. Que la armonía era posible mientras tú no nombraras el racismo que todos sabían que existía.

Me pregunto qué tipo de convivencia es esta, donde solo uno de los lados tiene que hacer el esfuerzo. Donde la paz depende de que yo trague mi incomodidad, de que acepte mi lugar en la jerarquía invisible, de que agradezca que me toleren. Porque eso es lo que es. Tolerancia, no respeto. Tolerancia que puede retirarse en cualquier momento si me salgo del papel que me han asignado.

¿Convive quien no puede nombrar lo que vive? La pregunta me acompaña cada vez que bajo al portal. Veo a los vecinos charlando y sé que hay conversaciones en las que nunca seré incluida. Veo a mi hija jugando y sé que crecerá aprendiendo los mismos códigos que yo. Veo el edificio donde vivo y me pregunto si alguna vez será realmente mi hogar o si siempre seré la invitada que debe demostrar que merece quedarse.

La verdadera convivencia exigiría que pudiéramos hablar de estas cosas. Que yo pudiera decir «esto que has dicho me ha dolido» sin que me convirtiera en la exagerada, en la que ve racismo en todo, en la que arruina el buen ambiente. Exigiría que los demás vecinos cuestionaran sus propios prejuicios, que reconocieran que este edificio está construido sobre jerarquías raciales que benefician a unos y perjudican a otros. Pero mientras el racismo sutil siga siendo el lubricante social del vecindario, la convivencia seguirá siendo una ficción que mantenemos para que nadie se incomode. Una ficción que solo sostiene quien no tiene que pagar el precio emocional de vivirla.

Marián Cortés Owusu


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