Fuente:Iniciativa Debate/ Juan Carlos González Caldito
La “nueva normalidad” generada por la COVID-19 ha generado una situación inédita en la historia de la humanidad, no solo a nivel sanitario por el alcance mundial del virus, sino también a nivel económico por las terribles consecuencias que ya está teniendo a escala global. Si bien han existido otros momentos de salud graves que han afectado a la población a lo largo de la historia, desde las pestes a la mal llamada “gripe española”, lo cierto es que la COVID-19 se ha desarrollado en un mundo globalizado que ha permitido que la pandemia se haya extendido por todo el mundo a una velocidad incontrolable. Los últimos meses han sido inéditos para el mundo, pues hemos visto como las calles se han vaciado, la producción se ha reducido drásticamente y los ciudadanos, en mayor medida, hemos aceptado limitar temporalmente nuestras libertades con el objetivo de asegurar nuestras vidas.
No obstante, las medidas políticas de confinamiento han dejado paso a la responsabilidad ética de los ciudadanos, situación que nos puede llevar a una no tan nueva normalidad. Durante meses el problema de salud era, principalmente, una cuestión política acompañada de la actitud ética de los ciudadanos, pero en la actualidad se han girado las tornas para que sea la responsabilidad ética, y no la política, la principal medida contra la propagación del coronavirus. Así lo explica, por ejemplo, el ministro de Sanidad, Salvador Illa, el cual ha apelado a la responsabilidad de los ciudadanos en el cumplimiento de las medidas de higiene y distanciamiento físico para evitar que el Gobierno tenga que tomar medidas “más drásticas”.
Sin embargo, más allá de cuestiones políticas e ideológicas, la COVID-19 está planteando dilemas éticos, e incluso en algunos casos está recuperando postulados morales en principio ya denostados. Hay quien sostiene que el gesto irresponsable de una sola persona tiene enormes consecuencias en toda la comunidad porque puede ayudar a la propagación del virus. Así, por ejemplo, los jóvenes y las terrazas de bares y transportes públicas están en el blanco de todas las críticas políticas y sociales, no sólo por la falta del uso de las mascarillas, sino por el volumen de gente que las ocupa, achacando la propagación del virus a la falta de responsabilidad ciudadana. En este sentido, hay quien empieza a resucitar la vieja relación entre enfermedad y castigo divino, como si el enfermar pudiera ser a causa de las irresponsabilidades y, por lo tanto, como un castigo merecido.
Es cierto que la relación entre la enfermedad y el pecado nunca se borró del todo de nuestra genética cultural – de hecho Jesucristo eliminaba la enfermedad de la gente que la había contraído por ser pecador –, y con la apelación a la responsabilidad ética el viejo dogma religioso puede devenir el nuevo dogma social y político. La recuperación de este dogma empieza por la despolitización de la gestión de la COVID-19 y la individualización de los casos reduciendolos a una falta de responsabilidad ciudadana, algo muy incoherente y peligroso. En primer lugar, es incoherente porque si no existen medidas políticas para restringir la movilidad, no es responsabilidad de los individuos el no concentrarse en los lugares más concurridos. Y en segundo lugar, es peligroso porque abre la posibilidad a la limitación no temporal de libertades individuales y colectivas, como ha ocurrido en algunos pueblos de Galicia y Euskadi al no dejarles participar de las últimas elecciones.
Con todo esto no estoy diciendo que la gestión del problema actual sea fácil, ni tampoco que no salvar la economía pueda significar salvar a la ciudadanía, especialmente porque las economías que más padecen son las familiares y locales. Nos encontramos en la trágica encrucijada de salvar la economía o la ciudadanía, motivo por el cual sólo pretendo apuntar que no podemos reducir la propagación del coronavirus a la irresponsabilidad de la ciudadanía cuando las medidas políticas se han relajado tanto o más que las ciudadanas. En este sentido, se hace necesario iniciar una reflexión entorno a la cuestión de la despolitización de la gestión, porque si nos centramos en la cuestión ética nos olvidamos de que este problema es principalmente político: o lo solucionamos colectivamente o, simplemente, nunca lo resolveremos.