Juan Torres López
En muchos de mis artículos y libros he mostrado que la independencia de los bancos centrales que estos reclaman como algo fundamental para las economías es un mito. O, mejor dicho, un fraude que nos cuesta mucho dinero a los contribuyentes.
Hoy voy a poner un nuevo y reciente ejemplo que lo demuestra.
El verano pasado, la Reserva Federal, el banco central de Estados Unidos, anunció que era necesario aprobar nuevas garantías de capital para los bancos. Para que se me entienda bien, esas garantías son como el «colchón» que puede protegerlos en casos de pérdidas, shocks o crisis inesperados. Sin suficiente protección, cualquier incidencia los puede llevar a la quiebra y volvería a ocurrir lo que pasó a partir de 2007 o, en menor escala, el año pasado, dentro y fuera de Estados Unidos.
Pues bien, la Reserva Federal dijo entonces que establecería un aumento total del 16% de los requisitos de capital para los 37 bancos con más de 100.000 millones en activos (y para los que, teniendo menos, realicen una actividad comercial significativa). Trataba así de evitar que se produzcan nuevos episodios de falta de liquidez o solvencia bancaria que generen problemas letales al conjunto de la economía. Algo que es seguro que terminará ocurriendo una vez más, dada la acumulación exagerada de activos financieramente explosivos en los balances de los grandes bancos. Sólo los cuatro mayores de Estados Unidos (Goldman Sachs, JPMorgan, Citibank y Bank of America) poseían a finales de 2023 un total de 168,26 billones de dólares en productos financieros derivados, los calificados por Warren Buffet como «armas de destrucción masiva para la economía».
En cuanto se anunció, los grandes bancos se opusieron a esa medida y llevaron a cabo una ingente campaña de publicidad en los programas de mayor audiencia de televisión, con anuncios en los demás medios y en redes sociales, y con una web llena de afirmaciones falsas, como se ha demostrado aquí. Finalmente, amenazaron con demandar a la Reserva Federal si se aplicaba.
Ante la ofensiva de los bancos, esta última cedió y finalmente aprobó en agosto pasado una subida mínima y, según sus propio análisis previos, insuficiente en los requisitos de capital. La gran banca privada ha vuelto a ganar, imponiendo su voluntad a la banca central «independiente».
Como he dicho, la Reserva Federal consideraba necesario establecer más garantías de capital para dar seguridad al sistema financiero y evitar crisis bancarias, de las que se han producido 151 en todo el mundo de 1970 a 2018. Y el argumento en contra que da la banca (tanto en Estados Unidos como en Europa) para oponerse al incremento de las garantías de capital es muy simple: con más garantías para asegurar al sistema, habría menos flujo de crédito a la economía y disminuirían sus beneficios.
Se trata, pues, de una auténtica y clara confesión, de una sorprendente autoinculpación de la banca privada.
Sus directivos reconocen que, para obtener los beneficios extraordinarios que obtienen, o incrementan sin cesar la inseguridad que pone en peligro cierto al conjunto de la economía, o dejan de proporcionarle crédito. No se puede expresar de una forma más transparente y sincera que la gran banca privada de nuestro tiempo es una bomba de relojería que, antes o después, como en realidad ya ha pasado varias veces, explotará llevándose consigo al conjunto de la economía. Son sus propios dirigentes y analistas quienes reconocen implícitamente que se trata de una institución mal diseñada, muy peligrosa e ineficiente. Ellos mismos están diciendo a gritos que lo coherente es acabar con ella.
Y llevan razón. La única alternativa posible para garantizar que la economía internacional funcione con seguridad y que empresas y hogares dispongan del crédito que necesitan para generar riqueza productiva e ingresos es desmantelar a los grandes bancos. Las consecuencias de no hacerlo las hemos visto ya varias veces y volveremos a verlas de nuevo, más pronto que tarde y con peores daños.