Vijay Prashad |
Queridas amigas y amigos,
Saludos desde las oficinas del Instituto Tricontinental de Investigación Social.
El octavo continente es el Continente de la Sordidez. Nunca hemos estado allí, sólo hemos escuchado rumores sobre él. En aquel continente hay ríos de dinero donde se bañan lxs ejecutivxs corporativxs y de los cuales extraen lo que desean para aumentar su poder, sus privilegios y sus propiedades. Estas corporaciones se atreven a apoderarse de la riqueza del mundo y llevársela a su Continente de la Sordidez. Sólo queda polvo y sombras, apenas lo suficiente para que las personas sobrevivan y puedan seguir trabajando y produciendo más riqueza social para el Continente de la Sordidez. Todo el mundo es testigo del desvío de esta riqueza al otro continente, pero pocos quieren reconocerlo. La mayoría se culpa a sí misma de su pobreza y no a la estructura de corrupción y saqueo inherente al sistema capitalista neocolonial. Desconectarse de la lucha social, hace que sea mucho más fácil vivir inocentemente, sin ese peligroso conocimiento, sin ese escandaloso fuego prometeico.
La corrupción es como el óxido, que corroe el metal de la sociedad. Cuanto mayor es la corrupción, más profundo es el colapso de las instituciones y la cohesión sociales. El incentivo para seguir las reglas se desvanece a medida que más y más personas de la élite y sus allegados se benefician al violarlas. El soborno y el nepotismo son los contornos de la corrupción moderna. Los pecados capitales de la avaricia y la soberbia se ven recompensados, mientras que las virtudes de la honradez y la decencia se tildan de “ingenuas”. Hace 100 años, Mahatma Gandhi dijo que “la prueba del orden en un país no es el número de personas millonarias que posee, sino la ausencia de hambre entre sus masas”. Según esa medida, la prueba del orden en el mundo actual muestra un caos absoluto, gobernado por la ambición entre las clases adineradas de convertirse en las primeras multimillonarias del mundo, mientras las tasas globales de hambre aumentan astronómicamente. A estas personas se les permite seguir siendo ricas y, de hecho, enriquecerse más por cualquier medio y han institucionalizado la corrupción para favorecer sus ambiciones.
En nuestro dossier n° 82, Cómo el neoliberalismo utilizó la “corrupción” para privatizar la vida en África, examinamos el problema de la corrupción, que ha amenazado no sólo la integridad de las instituciones públicas, sino también de la sociedad en general. La principal tesis es que, desde el inicio de la era neoliberal en la década de 1980-1990, el concepto de corrupción se ha circunscrito para describir únicamente la corrupción del sector público. Uno de los principales agentes de esta idea reducida de la corrupción es Transparency International (TI), fundada en 1993 en Alemania, que ejerció una gran influencia en la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción (2003). Desde entonces, los gobiernos del Norte Global han utilizado los datos de TI para presionar a los organismos multilaterales (como el Fondo Monetario Internacional, FMI) para que esta idea de “corrupción” sea central en sus operaciones en el mundo en desarrollo. Si se demuestra que un país tiene una puntuación de corrupción alta, le resultará más costoso acceder a fondos a través de los mercados crediticios, otorgando a estos organismos más influencia sobre sus políticas y su gobernabilidad en general. Estos organismos indican al país en desarrollo que, para mejorar su puntuación de corrupción, debe reformar sus instituciones públicas, por ejemplo, reduciendo el tamaño de la burocracia pública e incluso, curiosamente, de los organismos reguladores del Estado y el número total de empleadxs estatales. En la década de 1990, el FMI comenzó a exigir a los países en desarrollo que recortaran la masa salarial de lxs funcionarixs del sector público como condición clave para concederles préstamos y ayuda financiera. Ante la necesidad imperiosa de fondos para cubrir sus deudas externas, muchos países accedieron a esta condición y redujeron drásticamente su sector público. En la actualidad, un promedio del 21% de la mano de obra europea está empleada en el sector público. Contrariamente, esa cifra es de apenas un 2,38% en Malí, un 3,6% en Nigeria y un 6,7% en Zambia, lo que a su vez limita la capacidad de estos Estados para gestionar y regular las grandes empresas multinacionales en el continente africano. Este marcado contraste es la razón por la que este dossier se centra en el continente africano.
Actualmente, la academia africana rara vez define los términos de la realidad africana. Los conceptos del neocolonialismo, como “ajuste estructural”, “liberalización del mercado”, “corrupción” y “buena gobernanza”, se imponen por la fuerza al continente y a sus intelectuales. Eluden ahistóricamente toda mención seria al legado del colonialismo, las luchas por establecer la soberanía estatal y reclamar la dignidad de los pueblos, y las teorías del desarrollo que surgen a partir de estas historias y luchas. La creencia racista a priori es que los Estados africanos son corruptos y que la ausencia de instituciones estatales permitirá de algún modo el crecimiento y el desarrollo. Sin embargo, cuando se erosionan las instituciones reguladoras, son las empresas multinacionales extranjeras las que más se benefician.
África es un continente rico en recursos, que alberga alrededor del 30% de las reservas mundiales de minerales (entre ellos el 40% del oro mundial, el 90% del cromo y el platino, y las mayores reservas de cobalto, diamantes, platino y uranio), el 8% del gas natural y el 12% del petróleo. También posee el 65% de la tierra cultivable del mundo y el 10% de las fuentes internas de agua dulce renovable del planeta. No obstante, debido en gran parte a las políticas del periodo colonial y su continuidad en el periodo neocolonial, los Estados africanos han sido incapaces de aprovechar esos recursos para su propio desarrollo. Las élites gobernantes de estos Estados-nación han entregado su soberanía a empresas multinacionales (EMN) enormemente poderosas cuyos beneficios superan con creces el Producto Interno Bruto de estos Estados. Las multinacionales sólo declaran una parte de sus ganancias, dos tercios de las cuales están “manipuladas” y gran parte son enviadas a paraísos fiscales. Por ejemplo, en un informe, se mostró que la fuga de capitales de 30 países africanos entre los años 1970 y 2018 ascendió a un total de 2 billones de dólares (en dólares estadounidenses de 2018), mientras que el Banco Africano de Desarrollo estableció que las salidas financieras ilícitas de África aumentaron de 1,22 a 1,35 billones de dólares entre los años 1980 y 2009. En la actualidad, se calcula que los flujos financieros ilegales que salen de África llegan a 88.600 millones de dólares al año.
A menudo, las élites gobernantes de estos Estados africanos permiten estas empresas, porque se les soborna para que hagan la vista gorda ante la corrupción de las corporaciones. En 2016, la Comisión Económica de las Naciones Unidas para África informó que el 99,5 % de los sobornos a autoridades africanas son pagados por empresas no africanas y sugirió que los grandes conglomerados mineros están involucrados de lleno en la industria del cohecho. Sin duda, el soborno corporativo es rentable. Las empresas occidentales de extracción de recursos obtienen considerables ganancias y ahorran a las multinacionales cientos de miles de millones en impuestos no pagados. En otras palabras, las élites gobernantes de África están vendiendo sus países a bajo precio, mientras a las niñas y niños que viven sobre un suelo colmado de cobre y oro no les queda nada. No pueden leer los acuerdos que sus gobiernos firman con las empresas mineras. Tampoco pueden hacerlo muchos de sus padres.
En el Continente de la Sordidez, no existe inquietud alguna por la marea de corrupción que recorre el mundo. No hay preocupación por el robo indiscriminado de cientos de miles de millones de dólares a través de mecanismos legitimados por las empresas de contabilidad y normalizados por los organismos multilaterales que, sin embargo, olfatean la más mínima infracción en el sector público del Sur Global. No se piensa en el colonialismo y el neocolonialismo, palabras que carecen de significado en el Continente de la Sordidez.
En su extraordinario libro Sonidos de un tambor de piel de vaca (1971), el poeta sudafricano Oswald Mbuyiseni Mtshali publicó “Siempre un sospechoso”. Este poema aborda uno de los aspectos más ubicuos del racismo: la presunción que un negro es un ladrón. Nunca se acusa de robo al saqueador colonial, sino a los colonizados, que a su vez son víctimas del hurto de sus tierras y riquezas. El poema de Mtshali ilustra cómo la presunción racista de la corrupción africana se filtra incluso en la vida cotidiana:
Me levanto por la mañana
y me visto como un caballero:
camisa blanca, corbata y traje.
Camino a la calle
y me encuentro con un hombre
que me dice “presentar”.
Le muestro
el documento de mi existencia
para que lo escudriñe y le dé el visto bueno.
Luego entro al vestíbulo del edificio
para que un portero me cierre el paso
“¿Qué quieres?”
Camino con dificultad por las aceras de la ciudad
al lado de una “señora”
que cambia su bolso
de un lado a otro
y me mira con ojos que dicen
“¡Ja! ¡Ja! Sé quién eres;
Debajo de esas finas ropas
se esconde el corazón de un ladrón”.
Cordialmente,
Vijay