El «No a la guerra», ha de ser un no a la guerra, no una excusa para..

Fuente: https://www.grupotortuga.com/El-No-a-la-guerra-ha-de-ser-un-no                                                                                    Pablo San José Alonso                                                              Lunes.7 de marzo de 2022

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El «No a la guerra», ha de ser un no a la guerra, no una excusa para enviar armas a una guerra

Guerras, destrucción a causa de las guerras, víctimas de las guerras, personas desplazadas por las guerras, desgraciadamente, las hay todos los días del calendario y en diferentes puntos del planeta. Sin embargo, cuando una de dichas guerras, por la razón que sea y, obviamente, con ayuda de los medios de comunicación, traspasa las fronteras que separan los sucesos lejanos intrascendentes, de los acontecimientos que precisan nuestra atención preferencial y deben preocuparnos, es cuando se alzan las voces del «No a la guerra».
Y es bueno que sea así, siempre que ese «No a la guerra»  constituya realmente un alegato en pro del cese del conflicto en cuestión. Porque estamos demasiado acostumbrados, también por desgracia, a contemplar cómo, en dichos contextos, muchas de esas expresiones de supuesta solidaridad pacifista, en realidad, más que paz, piden más guerra.

Estos días hemos escuchado cómo el presidente de España, Pedro Sánchez, afirmaba que entregar armamento bélico a las fuerzas armadas de Ucrania es una forma de compromiso con la paz. Todavía más contundente, Josep Borrell, otro histórico del PSOE, quien, desde su alto cargo europeo, justificaba la participación bélica de la UE en el conflicto de Ucrania porque «nadie puede invocar la resolución pacífica de los conflictos; … Las fuerzas del mal … siguen vivas». Brutal. Desgraciadamente hay muchísima gente que piensa así; que es imperioso intervenir militarmente en una guerra más o menos lejana y ajena para desequilibrar la relación de fuerzas y otorgar la victoria en el campo de batalla a las víctimas, que vienen a ser «los buenos», y parar los pies, así como castigar, a la parte agresora, esto es, «los malos». Quiero suponer que no es necesario ahondar en lo mucho que los diversos medios de comunicación tienen que ver con la generación de estos estados de opinión simplistas, duales y maniqueos. Vistas así las cosas, la postura pacifista, que reniega de cualquier tipo de solución militar y quiere apostar por medios exclusivamente pacíficos para abordar ese tipo de escenarios, es vista, en el mejor de los casos, como una suerte de inútil brindis al sol y, en el peor, como una forma de colaborar con los agresores y, por lo tanto, de contraer responsabilidad con todo lo que pueda sucederle a la parte agredida.

Esta forma de aproximarse a la realidad, hay que reconocerlo, puede tener su parte de lógica y no todo el mundo que la suscribe es necesariamente un halcón belicista; un Von Bismark o un Clausewitz. No obstante, conviene hacer un repaso histórico y de hemeroteca y recordar que esa misma argumentación, sin irnos demasiado atrás en el tiempo, se esgrimió en su día, por ejemplo, para justificar terribles bombardeos sobre la población civil de Serbia: había que socorrer a los separatistas de Kosovo. O para desencadenar una apocalíptica guerra en Iraq que a día de hoy perdura: era preciso defender a la población civil de los arbitrios de Sadam Hussein, así como prevenir un hipotético uso de sus no menos hipotéticas armas de destrucción masiva. O para suprimir la ventaja militar del gobierno de Gadafi sobre la oposición insurgente que le disputaba el poder. Sin, entre más conflictos que pudiéramos citar, olvidar una guerra de varias décadas de duración en Afganistán que tenía como razón o pretexto fundamental acabar con la opresión de las mujeres por el régimen talibán y con el «terrorismo internacional». En todos los casos aquellas cruentas operaciones bélicas, sobre cuyas causas mucho podría hablarse, y que se legitimaron ante la opinión pública con argumentos similares a los que hoy se emplean para defender diferentes tipos de implicación militar en la crisis de Ucrania, nunca fueron definidas como agresiones bélicas o guerra: fueron «intervenciones humanitarias» o «de mantenimiento de la paz». Hoy, ironías de la vida, Vladímir Putin utiliza el mismo lenguaje. Sólo que él está al otro lado del espejo.

Causas y consecuencias de las guerras

En cambio, poco se habla de lo que sucede a medio y largo plazo tras esas intervenciones militares «humanitarias» y «pacifistas». Suele ocurrir que los estados atacantes, en reparto más o menos ajustado a la implicación bélica de cada uno, reciben jugosas contraprestaciones. El independiente Kosovo hoy, por citar un ejemplo, más que un estado, es una gigantesca base militar norteamericana, una especie de Guantánamo en el centro de Europa, que permite a la gran potencia el control militar de todo el área. Compañías norteamericanas y británicas gestionan la parte del león de la producción de hidrocarburos de Iraqrusas y estadounidenses las de Siria, etc. Por no hablar de los jugosos negocios para el sector empresarial de infraestructuras de dichos países en la fase de «reconstrucción».

Menos eco se hacen los medios aún, si cabe, de cómo quedan las cosas en los lugares referidos tras la intervención «humanitaria» o «de paz» en cuestión. Iraq y Libia, por poner un ejemplo, de ser en su día, con todos los peros que se les quiera poner, estados más o menos funcionales y homologables a sus vecinos, son a día de hoy lugares del mundo caóticos en los que impera la criminalidad, la pobreza extrema y la guerra de más o menos baja intensidad. En su día alertábamos las organizaciones antimilitaristas de que ese pudiera ser un previsible resultado de la acción de inundar dichos países de tropas, armas y financiación a unos y otros actores bélicos. Quien siembra vientos, recoge tempestades. Nuestra voz, entonces, como ahora, se juzgó improcedente, y quienes aplicaron sus decisiones militaristas con las consecuencias que después han podido constatarse, hoy, lejos de asumir sus responsabilidades, no solo se ponen de perfil, sino que pretenden convencernos de la necesidad de repetir la misma estrategia armamentística en nuevos escenarios.

Otro tema en el que se prefiere no ahondar es en la causalidad de dichos conflictos. Toda guerra, además de su durante y su después, tiene también un antes; una conjunción de hechos y circunstancias que han operado en el tiempo y que la han hecho posible. Las guerras no suceden porque sí, por la pura y simple maldad de alguno de sus protagonistas, como tanto gusta simplificar a muchos, Borrell inlcuido, o por alguna suerte de atraso civilizatorio de determinadas sociedades, argumento éste de corte racista. Sin pretender exculpar los actos de ninguna parte y menos los del gobierno ruso —cada palo que aguante su vela— mucho ha tenido que ver el expansionismo militarista (y nuclear) de la OTAN hacia el Este de Europa con lo que hoy sucede en Ucrania. De hecho, no suele ser difícil encontrar en el origen y activación de las guerras la huella de los estados occidentales que luego acuden autoerigidos en pacificadores. En la mayoría de los casos basta con averiguar qué gobiernos y qué entidades empresariales han financiado a las diversas facciones que se oponen en la génesis de cada conflicto. Quién les ha armado durante años. Resulta increíble que haya que esforzarse en argumentar algo tan obvio como que la fabricación y el comercio de armamento bélico, una industria copada por los «civilizados» países occidentales, España incluída, es el principal combustible que alimenta el motor cada guerra. Se hace necesario el negacionismo de esa clara relación causa-efecto para poder proponer el envío de todavía más armamento como solución para detener un conflicto armado en curso. Imaginemos cual sería la posible evolución de nuestro planeta si aplicásemos la misma receta a cada guerra: decididos a armar la resistencia ucraniana, enviemos también armamento suficiente —¿por qué no nuclear, ya puestos?— a la insurgencia palestina, kurda, saharaui, siria, yemení, birmana. A las facciones que podamos determinar como «los buenos» en los conflictos de Somalia, Malí, Etiopía… Vistas así las cosas, las enormes manifestaciones contra la guerra de Iraq en 2003, más que al «no a la guerra» deberían haberse enfocado a la petición de suministro de armas al régimen iraquí, a fin de que éste pudiese defenderse convenientemente de sus invasores. Es obvio, o debería serlo, que esta lógica macabra, más allá de los intereses económicos del complejo militar-armamentístico, es insostenible.

Una cultura y una opinión pública tendente al belicismo

Sin embargo, podemos constatar cómo, lejos de considerar ese amplio conjunto de factores que se dan en relación a un conflicto determinado, el análisis hoy ampliamente predominante es de un atroz simplismo y, como no puede ser de otra manera, las soluciones que se proponen solo contemplan escenarios cortoplacistas que prescinden casi por completo de una proyección de futuro. Además constituyen visiones y propuestas que adolecen, por lo general, de un profundo eurocentrismo, cuando no de un descarado cinismo: Se solicita solidaridad bélica (o sanciones económicas y ostracismo) cuando el agresor es Rusia, pero no cuando lo son los países de la OTAN o sus aliados. Recordemos lo que decíamos en el párrafo de arriba sobre Palestina, Yemen, Sahara, Kurdistán, etc. Incluso en la cuestión de las personas refugiadas sucede lo mismo: Europa recibe con los brazos abiertos a quienes huyen de la guerra de Ucrania, al tiempo que mantiene indefinidamente retenidos ante sus fronteras a quienes lo hacen escapando de los conflictos de Próximo Oriente o apalea bajo sus muros fronterizos a quienes tratan de acceder a la seguridad europea desde el Norte de África.

En tal contexto el discurso pacifista, antimilitarista y noviolento, por desgracia, recibe una escasa acogida. Como nos recuerda el compañero Josemi Lorenzo Arribas, «son decenios de películas de guerra, de juguetes bélicos, y siglos de literatura y arte, y esa épica nos ha colonizado». No parece que la ciudadanía de Occidente, por otra parte, haya aprovechado las contundentes lecciones que la Historia ha proporcionado acerca de los efectos siempre destructivos, devastadores, del militarismo. En una secuencia que tiende a ser infinita, el complejo militar-industrial mundial, una y otra vez, como un déjà vu, alimenta los distintos conflictos planetarios mediante la producción y el comercio de armas y, cuando estalla cada conflagración, con todas su consecuencias funestas, aprovecha la coyuntura bélica y la emocionalidad de los estados de opinión pública, para redoblar sus mortíferas ventas. Tristemente, nuestras sociedades se han acostumbrado a esta lógica armamentística que apela a una falacia de utilidad y que se esfuerza en negar, denostar, ridiculizar cualquier tipo de alternativa que se le opone. De tal forma, podría decirse que se ha desandado y casi ha caído en el olvido la memoria de los potentes movimientos pacifistas, de desarme, antinucleares de décadas atrás que tanto habían aprendido de los horrores de las grandes guerras.

La propuesta antimilitarista

Por todo ello se hace necesario, más que nunca, decir que no tenemos porqué plegarnos a esa forma de comprender las relaciones entre seres humanos, resignarnos a que las cosas tengan que ser así y sólo puedan ser así. Los ejércitos, las armas y las guerras, afirmémoslo alto y claro, no deben ni pueden ser la solución a los conflictos de nuestras sociedades. Aunque la noviolencia activa propone para ello herramientas concretas —también aplicables a la situación de Ucrania y, por cierto, que están siendo empleadas estos días allí por la población civil— que renuncian a la defensa armada, bien es cierto que ante una guerra en curso, más allá de la no colaboración con su desarrollo y la solidaridad con los damnificados y las organizaciones pacifistas locales, suele ser difícil (no imposible) la acción desde el exterior y resulta muy recomendable la prudencia y el respeto a la hora de prescribir recetas a las poblaciones afectadas. Así, lo más importante que está en nuestras manos y lo que más debe implicar a quienes no estamos inmersos en conflictos armados de forma directa es la prevención. Recordemos que el argumento de la urgencia cortoplacista suele emplearse en forma de chantaje discursivo para satisfacer las necesidades del militarismo y mantener permanentemente encendida la antorcha de la guerra. Para que ello no ocurra hay que dejar claro, asimismo, que es posible y necesario apostar por nuevas formas de relación —entre personas, entre pueblos— lejos de la espiral de la violencia. La Paz, en lugar de una utopía, ha de ser un camino a recorrer. Por tal motivo, lejos de apostar por instalaciones, cuerpos militares y dotaciones de armamento, hay que iniciar verdaderos procesos de desarme y transarme. Recordemos que España ni siquiera ha firmado el Tratado de Prohibición de Armas Nucleares (TPAN). Desmilitarizar, desarmar; no hablamos de imposibles. A día de hoy existen estados en el planeta que han renunciado a tener fuerzas armadas. El caso de Costa Rica es el que, a pesar de sus imperfecciones, nos parece más interesante. Apostar por la neutralidad bélica, por la no participación en bloques o alianzas militares. También hay muchos países que se ubican de esa forma en la esfera internacional. ¿Por qué no el nuestro? Por el respeto a las convenciones internacionales de carácter antibélico, por el apoyo y acogida a las personas que desertan de cada ejército y que huyen de cada guerra, procedan de Ucrania o lo hagan de Mali, por la acción diplomática y el boicot comercial hacia los estados belicistas, sea Rusia, sea Israel o EEUU. Dado que las relaciones económicas injustas son también un factor causal de primer orden, es preciso desarrollar verdaderos mecanismos de solidaridad y cooperación internacional con las naciones empobrecidas. Esta es la verdadera forma de responder ante las guerras, las injusticias y de solidarizarse con sus víctimas, contribuyendo así a la construcción de un mundo mejor; no enviando bombas, no echando más leña al fuego.

Acción en Burgos contra la fabricación y comercio de armas.

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