El método satírico es la única herramienta para entrar en las mentes cerradas

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Si bien España nunca fue tierra de filosofía profunda, el período pandémico y post pandémico inmunizó a la población de cualquier clase de evidencia, ya sea pandémica, social o económica. Las afirmaciones más carentes de lógica, no solamente sanitarias, como que nos invaden los okupas o que la distancia cada vez mayor entre ricos y pobres es culpa del cambio climático, están en boca incluso de los más reputados periodistas.

La población ha incorporado a su ADN el miedo. Al igual que los animales de laboratorio aterrorizados a los que se les administran sustancias químicas para huir, luchar o excitarse, la mayor parte de la población no puede desligarse de la última etapa de subyugación vivida durante el trieno 2020/2022.

Al igual que un veterano de guerra que se sobresalta ante una alarma de un coche, porque asocia la sirena a los sonidos de una guerra, lo cierto es que la población vive el mismo estrés postraumático y ha desarrollado los mismos miedos, que si bien venían inoculándose a través de los discursos de cualquier lado del arco parlamentario, el período citado fue la puntilla.

El miedo al vecino que no puede pagar su casa o el miedo a involucrarnos para defender a la víctima de una agresión callejera, que era una constante de los últimos años, se redobló en positivo: ahora es el propio vecino quien denuncia al inquilino, y cuando un empleado explotado de Lidl o Mercadona ve a alguien meterse algo al bolsillo, es el propio trabajador quien toma parte activa por la empresa.

La progresía es colaborar con las fuerzas de seguridad que nos vigilan, integrarnos con ellas, pagar los impuestos abusivos «en beneficio de todos», y lo fascista es desobedecer al poder que establece tales normas, como llegó a ocurrir durante el período pandémico, donde era la izquierda quien hizo causa común con los Estados y corporaciones farmacéuticas con el lema: «la salud ante todo».

Llegados a este punto y abordando la naturaleza poco reflexiva que ha ido anudada a la historia de España, hay que partir que los hechos nunca funcionaron con esa multitud enfurecida que aplaudía desde sus ventanas a coches policiales y sanitarios que hacían la vista gorda. Sobre ese tema o cualquier otro se puede remitir cualquier artículo, documental o libro que no quedarán convencidos; ni siquiera lo leerán. Sus mentes han sido cerradas y sus puertas están cerradas con llave.

Sin embargo, y es que España es tierra de sátira, particularmente efectiva porque primero atrae a lectores con el cerebro lavado al reconstruir la realidad sesgada a la que están acostumbrados y luego introduce lentamente algunos detalles que pueden disipar la ilusión.

Por eso, en pleno confinamiento físico e intelectual, eran completamente exitosas todas las series televisivas relacionadas con el control social (El colapso), con una dictadura fascista basada en los fármacos (La valla, versión española) o con una trama de poder mediático dispuesta a matar a quien haga falta (Los favoritos de Midas, homónima de la novela de Jack London, muy propia para este artículo).

Inconscientemente, las mentes buscaban en la ficción lo que no se atrevían a expresar racionalmente, hasta el punto de que se sentían identificados con los personajes, pero luego vino el «fin de la pandemia» y todo eso terminó.

Por poner un ejemplo más pegado a la historia española, la película Bienvenido Mr. Marshall hizo más por el antiamericanismo que años de publicaciones clandestinas, en una sociedad neutralizada y paralizada por el fascismo; hoy ninguna campaña política contra la OTAN podría decir lo mismo. Historias de la puta mili nos metió en la retina al cruel y estúpido Sargento Arensibia, digno representante de los ejércitos españoles, y tan alejado de la imagen actual del soldado que emula a Rocky Balboa. Incluso la dramática historia de Muerte accidental de un anarquista, de Darío Fo, permite entrar en las vísceras del espectador y explicarle que el Estado capitalista mata a quienes piensan en un mundo mejor.

Otro ejemplo, más profundo y alejado del pensamiento mediterráneo lo encontramos con Mark Twain, quien nos puso en la cabeza de Huckleberry Finn para enseñarnos una lección que de otro modo no hubiéramos aprendido. Cuando Huck se pregunta si debería o no entregar a su amigo Jim, un esclavo fugitivo, se siente profundamente en conflicto. La buena sociedad cristiana de la época le había enseñado que la esclavitud está sancionada por Dios. Huck vacila pensando que ayudar a Jim a escapar sería inmoral. Pero él decide: «Está bien, entonces me iré al infierno«.

La literatura y la sátira sirven a la población en su progreso, a menudo vacilante, hacia la tolerancia y la paz. A lo largo de la historia, las personas buenas y decentes toleran habitualmente la opresión, la venganza, la segregación, la codicia, el fascismo y la guerra, simplemente porque siguen a aquellos en quienes confían. Esto ocurre con mayor frecuencia todavía en las campañas electorales.

Cada época tiene su propia ceguera peculiar, e ir en contra de la complacencia y la conformidad de los vecinos puede ser más difícil que enfrentarse directamente a un tirano. A menudo es una voz privada de derechos, como la del personaje de Twain, la que despierta la capacidad de reflexión de una población entera.

Hoy en día no tenemos suficientes autorías de ficción en el lado correcto de la historia, puesto que la multitud está plegada a clichés sobre política de identidad: propaganda, no ficción ingeniosa. Y es hora de que abordemos a la masa que objetivamente está enfurecida, a explorar muy adentro de su ser y a invertir el proceso: cuando la distopía está en la calle, en la televisión ponen documentales de animales, y viceversa.

Bonus track: Julieta Cardinali y Diego Peretti acaban de estrenar la película argentina «Doble discurso», del escritor Hernán Guerschuny que, en forma de comedia, narra la historia de un candidato a las elecciones presidenciales cuya campaña es necesario remontar tras varios traspiés y que enfrenta a un candidato «progresista» con buen pronóstico. De fondo, una empresa minera que trabajará para que prevalezcan sus intereses y un sistema que explota por los aires.

 

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