Editorial de la Unión Palestina de América Latina – UPAL
Hay pueblos que se visten de memoria, y Palestina es uno de ellos.
En cada hilo del kufiyeh, en la sombra perenne del olivo, en cada llave del retorno que cuelga en las paredes del exilio, y en cada trazo rojo y verde de una sandía, late una historia que el olvido no ha podido vencer.
Son símbolos que no son meros adornos: son el idioma silencioso de la resistencia, la identidad y la esperanza.
El kufiyeh —blanco y negro como la tierra y la sombra, como la vida y la muerte— es más que un pañuelo.
Es la bandera que cubre los hombros de quienes se niegan a rendirse.
Lo llevaba el campesino que labraba su tierra en Beit Jala, el guerrillero que la defendía en las colinas de Galilea, el joven que hoy marcha con ella en las calles del mundo.
Es el tejido de una memoria colectiva que se niega a desaparecer, incluso cuando las balas intentan perforarla.
El kufiyeh dice, sin palabras: “Aquí estoy. No me he ido. No me olvides.”
El olivo es la paciencia hecha árbol.
Sus raíces sostienen la tierra y su copa guarda generaciones de historias: bodas, cosechas, entierros y pactos.
Cuando un olivo cae, no cae solo la madera: cae un pedazo de historia familiar, una página del libro de la tierra.
Por eso cuidarlo es cuidar la memoria; por eso recuperarlo es volver a plantar el pasado en el porvenir.
El olivo nos recuerda que la pertenencia no es instantánea, sino lenta y profunda, como la savia que sostiene su vida.
La llave del retorno es el metal sagrado de nuestra esperanza.
Es la promesa heredada de los abuelos, la que colgó durante décadas en las casas del exilio esperando volver a abrir la puerta que el despojo cerró.
No hay símbolo más puro que esa llave oxidada: es la fe de que toda injusticia tiene su final, y que toda casa expulsada volverá a oír la risa de sus hijos.
Cada palestino, en cualquier rincón del mundo, lleva en su corazón una llave invisible que abre la memoria y cierra el paso al olvido.
Y está la sandía, humilde y rebelde, que resurgió cuando prohibieron mostrar nuestra bandera.
Sus colores —rojo, verde, blanco y negro— se convirtieron en un grito mudo, en una forma de decir “Palestina vive” sin pronunciarlo.
La sandía fue el símbolo de quienes no podían hablar pero tampoco callar.
Fue y sigue siendo el fruto del desafío, la dulzura en medio del dolor, la sonrisa que vence la censura.
Hoy, cuando muchos intentan reducir Palestina a un conflicto o a una geografía, estos cuatro símbolos —el kufiyeh, el olivo, la llave y la sandía— nos recuerdan que Palestina es una identidad viva, una herencia espiritual que ningún muro ni ocupación puede sepultar.
Ellos son la prueba de que el alma palestina no se rinde, que el amor a la tierra sobrevive a los exilios, y que el retorno no es solo un derecho, sino una certeza que florece en cada generación.
Porque mientras haya un kufiyeh ondeando, un olivo enraizando, una llave guardada y una sandía compartida, Palestina seguirá viva en la memoria, en el corazón y en la lucha de su pueblo.
Unión Palestina de América Latina – UPAL
Por la memoria, por la identidad, por el retorno.
12 de noviembre de 2025