El Sudamericano
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El asalto de Hamás del 7 de octubre puede compararse a un terremoto que sacude un viejo edificio. Las grietas ya empezaban a aparecer, pero ahora son visibles en sus mismos cimientos.
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Más de 120 años después de su creación, ¿podría el proyecto sionista en Palestina –la idea de imponer un Estado judío en un país árabe, musulmán y de Oriente Medio– enfrentarse a la perspectiva del colapso? Históricamente, una plétora de factores puede hacer zozobrar a un Estado. Puede ser el resultado de constantes ataques de países vecinos o de una guerra civil crónica. Puede seguir al desmoronamiento de las instituciones públicas, que se vuelven incapaces de prestar servicios a los ciudadanos. A menudo comienza como un lento proceso de desintegración que cobra impulso y luego, en poco tiempo, derrumba estructuras que antes parecían sólidas y firmes.
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La dificultad reside en detectar los primeros indicadores. Aquí argumentaré que éstos son más claros que nunca en el caso de Israel. Estamos asistiendo a un proceso histórico –o, para ser más exactos, al comienzo de uno– que probablemente culminará con la caída del sionismo. Y, si mi diagnóstico es correcto, también estamos entrando en una coyuntura especialmente peligrosa. Porque una vez que Israel se dé cuenta de la magnitud de la crisis, desatará una fuerza feroz y desinhibida para intentar contenerla, como hizo el régimen del apartheid sudafricano durante sus últimos días.
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1. Un primer indicador es la fractura de la sociedad judía israelí. En la actualidad se compone de dos campos rivales incapaces de encontrar un terreno común. La fractura tiene su origen en las anomalías de la definición del judaísmo como nacionalismo. Mientras que la identidad judía en Israel ha parecido a veces poco más que un tema de debate teórico entre facciones religiosas y laicas, ahora se ha convertido en una lucha por el carácter de la esfera pública y del propio Estado. Esta lucha no sólo se libra en los medios de comunicación, sino también en las calles.
Un bando puede denominarse el «Estado de Israel». Está formado por judíos europeos y sus descendientes, más laicos, liberales y, en su mayoría, aunque no exclusivamente, de clase media, que contribuyeron decisivamente a la creación del Estado en 1948 y siguieron siendo hegemónicos en él hasta finales del siglo pasado. No se equivoquen, su defensa de los «valores democráticos liberales» no afecta a su compromiso con el sistema de apartheid que se impone, de diversas formas, a todos los palestinos que viven entre el río Jordán y el mar Mediterráneo. Su deseo básico es que los ciudadanos judíos vivan en una sociedad democrática y pluralista de la que estén excluidos los árabes.
El otro bando es el «Estado de Judea», que se desarrolló entre los colonos de la Cisjordania ocupada. Goza de crecientes niveles de apoyo dentro del país y constituye la base electoral que aseguró la victoria de Netanyahu en las elecciones de noviembre de 2022. Su influencia en las altas esferas del ejército y los servicios de seguridad israelíes crece exponencialmente. El Estado de Judea quiere que Israel se convierta en una teocracia que se extienda por toda la Palestina histórica. Para lograrlo, está decidido a reducir el número de palestinos al mínimo y contempla la construcción de un Tercer Templo en lugar de al-Aqsa. Sus miembros creen que esto les permitirá renovar la era dorada de los Reinos Bíblicos. Para ellos, los judíos laicos son tan herejes como los palestinos si se niegan a unirse a este empeño.
Los dos bandos habían empezado a enfrentarse violentamente antes del 7 de octubre. Durante las primeras semanas tras el asalto, parecieron dejar de lado sus diferencias frente a un enemigo común. Pero esto era una ilusión. Los enfrentamientos callejeros se han reavivado, y es difícil ver qué podría propiciar la reconciliación. El resultado más probable ya se está produciendo ante nuestros ojos. Más de medio millón de israelíes, adscritos al «Estado de Israel», han abandonado el país desde octubre, lo que indica que el país está siendo engullido por el Estado de Judea. Se trata de un proyecto político que el mundo árabe, y tal vez incluso el mundo en general, no tolerarán a largo plazo.
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2. El segundo indicador es la crisis económica de Israel. La clase política no parece tener ningún plan para equilibrar las finanzas públicas en medio de perpetuos conflictos armados, más allá de depender cada vez más de la ayuda financiera estadounidense. En el último trimestre del año pasado, la economía se desplomó casi un 20%; desde entonces, la recuperación ha sido frágil. Es poco probable que la promesa de Washington de 14.000 millones de dólares revierta esta situación. Por el contrario, la carga económica no hará sino empeorar si Israel sigue adelante con su intención de entrar en guerra con Hezbolá, al tiempo que incrementa la actividad militar en Cisjordania, en un momento en que algunos países –entre ellos Turquía y Colombia– han empezado a aplicar sanciones económicas.
La crisis se agrava aún más por la incompetencia del ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich, que canaliza constantemente dinero hacia los asentamientos judíos de Cisjordania, pero que por lo demás parece incapaz de dirigir su departamento. El conflicto entre el Estado de Israel y el Estado de Judea, junto con los acontecimientos del 7 de octubre, está provocando entretanto que parte de la élite económica y financiera traslade su capital fuera del Estado. Los que se plantean trasladar sus inversiones constituyen un parte significativa del 20% de israelíes que pagan el 80% de los impuestos.
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3. El tercer indicador es el creciente aislamiento internacional de Israel, a medida que se convierte gradualmente en un Estado paria. Este proceso comenzó antes del 7 de octubre, pero se ha intensificado desde el inicio del genocidio. Se refleja en las posiciones sin precedentes adoptadas por la Corte Internacional de Justicia y el Tribunal Penal Internacional. Anteriormente, el movimiento mundial de solidaridad con Palestina fue capaz de galvanizar a la gente para que participara en iniciativas de boicot, pero no consiguió avanzar en la perspectiva de sanciones internacionales. En la mayoría de los países, el apoyo a Israel seguía siendo inquebrantable entre la clase dirigente política y económica.
En este contexto, las recientes decisiones de la CIJ y la CPI –que Israel puede estar cometiendo genocidio, que debe detener su ofensiva en Rafah, que sus dirigentes deben ser detenidos por crímenes de guerra– deben verse como un intento de tener en cuenta las opiniones de la sociedad civil mundial, en lugar de un mero reflejo de la opinión de las élites. Los tribunales no han aliviado los brutales ataques contra la población de Gaza y Cisjordania. Pero han contribuido al creciente coro de críticas al Estado israelí, que cada vez proceden más de arriba y de abajo.
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4. El cuarto indicador, interconectado, es el cambio radical que se ha producido entre los jóvenes judíos de todo el mundo. Tras los acontecimientos de los últimos nueve meses, muchos parecen ahora dispuestos a deshacerse de su conexión con Israel y el sionismo y participar activamente en el movimiento de solidaridad con Palestina. Las comunidades judías, especialmente en Estados Unidos, proporcionaron en su día a Israel una inmunidad efectiva frente a las críticas. La pérdida, o al menos la pérdida parcial, de este apoyo tiene importantes implicaciones para la posición mundial del país. El AIPAC puede seguir contando con la ayuda de los sionistas cristianos y con el apoyo de sus miembros, pero no será la misma organización formidable sin un importante electorado judío. El poder del lobby se está erosionando.
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5. El quinto indicador es la debilidad del ejército israelí. No cabe duda de que las IDF siguen siendo una fuerza poderosa con armamento de vanguardia a su disposición. Sin embargo, sus limitaciones quedaron al descubierto el 7 de octubre. Muchos israelíes consideran que el ejército tuvo mucha suerte, ya que la situación podría haber sido mucho peor si Hezbolá se hubiera unido en un asalto coordinado. Desde entonces, Israel ha demostrado que depende desesperadamente de una coalición regional, liderada por Estados Unidos, para defenderse de Irán, cuyo ataque de advertencia en abril supuso el despliegue de unos 170 aviones no tripulados, además de misiles balísticos y guiados. Más que nunca, el proyecto sionista depende de la rápida entrega de enormes cantidades de suministros por parte de los estadounidenses, sin los cuales ni siquiera podría luchar contra un pequeño ejército guerrillero en el sur.
La población judía del país percibe ahora de forma generalizada la falta de preparación y la incapacidad de Israel para defenderse. Esto ha provocado una gran presión para que se elimine la exención militar de los judíos ultraortodoxos, en vigor desde 1948, y se empiece a reclutar a miles de ellos. Esto apenas cambiará las cosas en el campo de batalla, pero refleja la magnitud del pesimismo sobre el ejército, que, a su vez, ha profundizado las divisiones políticas dentro de Israel.
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6. El último indicador es la renovación de la energía entre la generación más joven de palestinos. Está mucho más unida, orgánicamente conectada y tiene más claras sus perspectivas que la élite política palestina. Dado que la población de Gaza y Cisjordania es una de las más jóvenes del mundo, esta nueva cohorte tendrá una inmensa influencia en el curso de la lucha de liberación. Los debates que están teniendo lugar entre los grupos de jóvenes palestinos muestran que están preocupados por establecer una organización genuinamente democrática –ya sea una OLP renovada o una nueva– que persiga una visión de la emancipación que sea antitética a la campaña de la Autoridad Palestina por el reconocimiento como Estado. Parecen preferir la solución de un Estado al desacreditado modelo de dos Estados.
¿Serán capaces de dar una respuesta eficaz al declive del sionismo? Es una pregunta difícil de responder. El colapso de un proyecto de Estado no siempre va seguido de una alternativa más brillante. En otros lugares de Oriente Próximo –en Siria, Yemen y Libia– hemos visto lo sangrientos y prolongados que pueden ser los resultados. En este caso, se trataría de una descolonización, y el siglo pasado ha demostrado que las realidades poscoloniales no siempre mejoran la condición colonial. Sólo la solidez y entidad de los palestinos puede hacernos avanzar en la dirección correcta. Creo que, tarde o temprano, una fusión explosiva de estos indicadores tendrá como resultado la destrucción del proyecto sionista en Palestina. Cuando esto ocurra, debemos esperar que un robusto movimiento de liberación llene el vacío.
Durante más de 56 años, lo que se denominó «proceso de paz» –un proceso que no llevaba a ninguna parte– fue en realidad una serie de iniciativas estadounidense-israelíes a las que se pedía a los palestinos que reaccionaran. Hoy, «paz» debe sustituirse por descolonización, y los palestinos deben poder articular su visión de la región, y a los israelíes se les debe pedir que reaccionen. Sería la primera vez, al menos en muchas décadas, que el movimiento palestino tomara la iniciativa de exponer sus propuestas para una Palestina poscolonial y no sionista (o como quiera que se llame la nueva entidad). Al hacerlo, probablemente mirará a Europa (quizás a los cantones suizos y al modelo belga) o, más acertadamente, a las antiguas estructuras del Mediterráneo oriental, donde los grupos religiosos secularizados se transformaron gradualmente en grupos etnoculturales que convivían en el mismo territorio.
Tanto si a la gente le agrada la idea como si le aterra, el colapso de Israel se ha convertido en algo previsible. Esta posibilidad debería influir en el debate a largo plazo sobre el futuro de la región. Se impondrá en la agenda a medida que la gente se dé cuenta de que el intento de un siglo, liderado por Gran Bretaña y luego por Estados Unidos, de imponer un Estado judío en un país árabe está llegando lentamente a su fin. Tuvo el éxito suficiente para crear una sociedad de millones de colonos, muchos de ellos ahora de segunda y tercera generación. Pero su presencia sigue dependiendo, como cuando llegaron, de su capacidad para imponer violentamente su voluntad a millones de indígenas, que nunca han renunciado a su lucha por la autodeterminación y la libertad en su tierra natal. En las próximas décadas, los colonos tendrán que abandonar este planteamiento y mostrar su voluntad de vivir como ciudadanos iguales en una Palestina liberada y descolonizada.