El humanismo marxiano y la crisis de la ética socialista por Eugene Kamenka

El Sudaméricano

(1965)1

marxist.org

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I

“El hombre nace libre; y en todas partes está encadenado. Uno se cree el amo de los demás, y aún así sigue siendo más esclavo que ellos.”2 Marx se convirtió en un crítico radical de la sociedad para liberar a los hombres de esas cadenas (cadenas que Rousseau pensaba que podía hacer “legítimas”); Marx se volvió comunista en nombre de la libertad y no de la seguridad. La visión que tuvo ante sus ojos, desde su juventud, fue la del hombre creador, autodeterminado, dueño de su entorno, del universo y de sí mismo, cooperando, espontánea y armoniosamente, con todos los demás hombres como “aspectos” del espíritu humano liberado en su interior. “La dignidad”, escribe el joven Marx en un ensayo de secundaria, “sólo puede proporcionarla aquella posición en la que no aparecemos como instrumentos serviles”; “la crítica de la religión”, escribe en el Deutsch-französische Jahrbücher nueve años más tarde, “termina en la enseñanza de que el hombre es el ser más elevado para el hombre, termina, es decir, con el imperativo categórico de derrocar todas las condiciones en las que el hombre es un ser degradado, abandonado, despreciable, forzado a la servidumbre.”

El comunismo, para Marx, no significaba ni la mera abolición de la pobreza ni esa aplicación abstracta de la equidad que rechazó tan mordazmente en su Crítica del Programa de Gotha: el triunfo de la justicia distributiva en los asuntos sociales. Menos aún veía Marx el comunismo como una forma de socialismo de Estado en el que el poder y la autoridad gubernamentales o “representativos” sustituían al poder y la autoridad individuales sobre los hombres. En última instancia, más coherente que Rousseau, Marx rechazó implícitamente cualquier posible justificación de las “cadenas” que unen a los hombres; en la creencia de que la voluntad general y universal de Rousseau podía florecer y florecería en la historia, Marx predijo con confianza que todas las cadenas sociales se marchitarían. El comunismo sería la sociedad de la libertad, en la que el hombre se convertiría en sujeto y dejaría de ser objeto de poder. La naturaleza y las acciones del hombre ya no estarían determinadas por algo exterior a él, ni por el Estado, ni por la sociedad, ni por la situación social del hombre, ni por sus necesidades animales, ni por otros hombres. Los semejantes del hombre ya no se enfrentarían a él como competidores, esclavizándolo y esclavizándose a sí mismos a las exigencias inexorables de la vida económica competitiva. Por primera vez en la historia de la humanidad, la sociedad, la tecnología y toda la gama de conductas y relaciones humanas se convertirían en expresiones del verdadero ser del hombre y dejarían de ser limitaciones de ese ser. En su propia vida, el hombre encontraría esa libertad verdadera y última que es el destino necesario del hombre; en otros hombres encontraría socios en esa creatividad espontánea pero cooperativa que distingue al hombre como ser universal y social del animal como ser limitado y particular. El hombre se convertiría en praxis, en sujeto y no en objeto de la historia.

“La crítica de la sociedad que constituye la sustancia de la obra de Marx”, nos recuerda acertadamente el Dr. Maximilien Rubel3, “tiene, esencialmente, dos objetivos: el Estado y el Dinero”. El Estado, para Marx, era la expresión visible e institucionalizada del poder político sobre los hombres; el dinero, tanto el medio visible como la base secreta pero indispensable del poder económico más fundamental y omnipresente sobre los hombres. Si Marx se preocupó por la crítica de la política y la economía, fue porque vio en estas críticas la clave para entender la condición humana y comprender los fundamentos necesarios para la eliminación de la opresión sobre los hombres.

En las primeras obras de Marx, especialmente en sus contribuciones al “Deutsch-französische Jahrbücher”, en sus Manuscritos económicos y filosóficos de 1844 y en La Ideología alemana que escribió con Engels en 1845-46, se nos presenta un análisis de la naturaleza y los fundamentos de la dependencia humana más sutil y menos anticuado que la burda teoría clasista de la dependencia humana que los discípulos vulgarizadores de Marx han extraído de sus populares panfletos políticos. En estas primeras obras, Marx deja claro que no ve al hombre esclavizado simplemente por otros hombres: el ciudadano por un estado policial dictatorial, el trabajador por un capitalista codicioso y avaricioso. Todos los sistemas sociales pasados y presentes pueden resolverse, desde un punto de vista, en sistemas formados por amos y esclavos –pero los amos no son más libres que los esclavos, ambos viven en una relación de hostilidad mutua y de dependencia mutua insuperable, ambos están gobernados por el sistema que les obliga a desempeñar los papeles que les han sido asignados, quieran o no. Marx considera que esta dependencia surge “naturalmente” de la división del trabajo y de la consiguiente introducción de la propiedad privada. Pero las posibilidades de intensificar la dependencia, de alienar al hombre de su trabajo, de sus productos y de sus semejantes, aumentan enormemente con el surgimiento del dinero como medio universal de intercambio. El dinero –en el que todo puede convertirse– hace que todo sea vendible, y permite al hombre separar de sí mismo no sólo sus bienes, el producto de su trabajo, sino incluso su propio trabajo, que ahora puede vender a otro.

“El dinero rebaja a todos los dioses de la humanidad y los transforma en mercancía. El dinero es el valor universal y autoconstitutivo de todas las cosas. Por tanto, ha despojado al mundo entero, tanto al mundo humano como a la naturaleza, de su valor peculiar. El dinero es la esencia del trabajo y de la existencia del hombre, alienada del hombre, y esta esencia ajena lo domina y le adora”4.

La alienación del hombre, para Marx, se expresa en el hecho de que las fuerzas, los productos y las creaciones del hombre –todas aquellas cosas que son extensiones de la personalidad del hombre y que deberían servir directamente para enriquecerla– se escinden del hombre; adquieren un estatus y un poder independientes y se vuelven contra el hombre para dominarlo como su amo. Es él quien se convierte en su siervo. A medida que aumentan la división del trabajo, el uso del dinero y el crecimiento de la propiedad privada, la alienación del hombre se agudiza, alcanzando su punto más alto en la sociedad capitalista moderna. Aquí el trabajador está alienado de su producto, del trabajo que vende en el mercado laboral”, de otros hombres que se enfrentan a él como capitalistas que explotan su trabajo o como trabajadores que compiten por un puesto de trabajo, y de la naturaleza y la sociedad que se enfrentan a él como limitaciones y no como realizaciones de su personalidad. Es esta alienación –expresada en el campo intelectual por la compartimentación de la ciencia del hombre y la sociedad en el estudio “abstracto” del hombre económico, el hombre jurídico, el hombre ético, etc.– la que Marx retrata vívidamente en sus Manuscritos económicos y filosóficos:

“Cuantas más riquezas produce el trabajador, cuanto más aumenta el poder y el alcance de su producción, más se empobrece. Cuantas más mercancías produce un trabajador, más barata se convierte en mercancía. La devaluación del mundo de los hombres procede en proporción directa a la explotación de los valores del mundo de las cosas. El trabajo no sólo produce mercancías, sino que se convierte a sí mismo y al trabajador en mercancías…”5

No sólo los productos del trabajo del hombre, sino la propia actividad de este trabajo están alienados del hombre. La alienación dentro de la actividad del trabajador consiste:

“En primer lugar, en el hecho de que el trabajo es exterior al trabajador, es decir, no pertenece a su ser esencial, en el hecho de que, por lo tanto, no se afirma en su trabajo, sino que se niega en él, de que no se siente contento, sino infeliz en él, de que no desarrolla ninguna energía física y mental libre, sino que mortifica su cuerpo y arruina su mente. Por lo tanto, el trabajador se siente a sí mismo sólo fuera de su trabajo, mientras que en su trabajo se siente fuera de sí mismo. Está en casa cuando no trabaja y cuando trabaja no está en casa. Su trabajo, por lo tanto, no es voluntario sino coaccionado; es trabajo forzado. No es, pues, la satisfacción de una necesidad, sino sólo un medio para satisfacer necesidades externas a él…

El resultado, pues, es que el hombre (el trabajador) ya no se siente actuando libremente más que en sus funciones animales, comiendo, bebiendo, procreando, o a lo sumo en su vivienda, ornamentos, etc., mientras que en sus funciones humanas se siente cada vez más animal. Lo que es animal se convierte en humano y lo que es humano se convierte en animal.

Es cierto que beber, comer y procrear son también funciones genuinamente humanas. Pero en su abstracción, que las separa del resto de las funciones humanas y las convierte en fines únicos y últimos, son animales.6

La fuente de todas las distinciones entre el salvaje y el hombre civilizado, escribe Rousseau, “es que el salvaje vive en sí mismo, mientras que el hombre social vive constantemente fuera de sí, y sólo sabe vivir en la opinión de los demás, de modo que parece recibir la conciencia de su propia existencia del juicio de los demás acerca de él”.7 Marx, en su obra temprana (y, debería argumentar, en su obra posterior) trata de mostrar el fundamento necesario de esta alienación en la vida económica, en una división del trabajo organizada sobre la base de la propiedad privada, en el uso del dinero que hace posible convertir todas las cosas, incluso el trabajo y el cuidado y el afecto y el amor, en mercancías que se compran y se venden. Para Marx, la división del trabajo y la propiedad privada son, por supuesto, inevitables, incluso necesarias, en un determinado período de la historia: sólo a través de ellas puede el hombre desarrollar sus capacidades y realizar sus ilimitadas potencialidades. El salvaje aún no ha separado su trabajo de sí mismo, aún no ha aprendido a producir para otro fin que no sea el uso; pero en su lucha desesperada por satisfacer sus necesidades básicas (animales), en su lamentable dependencia de la naturaleza, también es un hombre esclavizado. Dominar la naturaleza y superar la alienación humana: en estos logros reside la clave de la libertad del hombre. El capitalismo ha logrado lo primero; el socialismo, creía Marx, lograría lo segundo.

Al final de sus Manuscritos Económicos y Filosóficos de 1844, Marx pintó un cuadro de la sociedad comunista, la sociedad de la verdadera y última libertad humana. Críticos comprensivos lo han llamado el cuadro de una sociedad de artistas, creando libre y conscientemente, trabajando juntos en espontánea y perfecta armonía. En una sociedad así, creía Marx, no habría Estado, ni criminales, ni conflictos, ni necesidad de autoridad punitiva y normas coercitivas. Cada hombre estaría “atrapado” en el trabajo productivo con otros hombres, realizándose en la creación social y cooperativa. La lucha sería una lucha común: en su trabajo, y en otros hombres, el hombre no encontraría dependencia y malestar, sino libertad y satisfacción, del mismo modo que los artistas encuentran inspiración y satisfacción en su propio trabajo y en el trabajo de otros artistas. Los hombres verdaderamente libres que superen la concepción misma de la propiedad no necesitarán, pues, reglas impuestas desde arriba, ni exhortaciones morales a cumplir con su deber, ni “autoridades” que establezcan lo que hay que hacer. El arte no puede ser creado por planes impuestos desde fuera; no conoce autoridades ni disciplina, excepto la autoridad y la disciplina del propio arte. Lo que es cierto para el arte, creía Marx, es cierto para todo el trabajo libre y productivo. Así como el verdadero comunismo, para Marx, no es ese “comunismo” burdo que “está tan bajo el dominio de la propiedad material, que quiere destruir todo lo que no puede ser propiedad de todos como propiedad privada; quiere cortar por la fuerza el talento, etc.”8; así el “trabajo libre”, para Marx, no es “mera diversión, mero entretenimiento, como piensa Fourier con toda la ingenuidad de una grisette. El trabajo verdaderamente libre, por ejemplo, la composición, es al mismo tiempo condenadamente serio, es el esfuerzo más intenso”9.

La visión del comunismo esbozada aquí, creo, permaneció con Marx toda su vida. Aparece claramente en La Ideología Alemana de 1845-46, en las notas y borradores que hizo entre 1850 y 1859, en su Crítica del Programa de Gotha en 1875. Está presente en los tres volúmenes de El Capital. Es una visión de la libertad, de la cooperación espontánea, de la autodeterminación consciente de los hombres una vez liberados de la dependencia y la necesidad. No es simplemente una visión de la abundancia económica o de la seguridad social. Engels pudo haber visto el comunismo de esa manera; Marx no. Hasta el final de su vida, a través de la “inmundicia económica” que vadeó tan concienzuda e involuntariamente, Marx siguió siendo el filósofo, el apóstol y el predicador de la libertad.

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II

La crisis intelectual del movimiento socialista democrático actual es una crisis de la ética socialista: una crisis que surge de la tensión entre el énfasis de Marx en el racionalismo económico y la suficiencia material, su interés por lo que él consideraba las condiciones económicas previas de la libertad y su énfasis en una moral verdaderamente humana que superara la concepción misma de la propiedad y el divorcio entre medios y fines. Georges Sorel dramatizó este conflicto en el pensamiento marxiano en su descripción del conflicto histórico entre la ética del consumidor, interesado en los beneficios y las ganancias, que busca la seguridad, que ve todas las cosas como medios para un fin comercial, y la ética del productor, basada en los valores “heroicos” de la creatividad desinteresada, la cooperación, la emulación y la indiferencia ante la recompensa. El sociólogo alemán Ferdinand Tönnies, en parte influido conscientemente por Marx, desarrolló sorprendentemente el contraste de Marx entre la sociedad comercial y divisiva del capitalismo y la sociedad no alienada del comunismo en una categoría sociológica, el contraste entre la Gesellschaft comercial y divisiva y la comunidad orgánica de la GemeinschaftGesellschaft es la sociedad mercantil burguesa en la que el nexo del dinero en efectivo tiende a expulsar todos los demás lazos y relaciones sociales, en la que los hombres se vinculan sólo por contrato e intercambio comercial, en la que la ciudad domina el campo y la clase comerciante convierte toda la tierra en un mercado, en la que la “esfera común, social” se basa en el momento fugaz en que los hombres se encuentran en el trueque, cuando tienen lo que la ley del contrato llama “un encuentro [transitorio] de mentes”. La “esfera común” de la Gemeinschaft, por otra parte, descansa en una armonía natural, en los lazos de la tradición, la amistad y la aceptación común de un orden religioso; la producción es principalmente agrícola y de uso, la sociedad se basa en relaciones de estatus que impiden a cualquier hombre tratar a otro “abstractamente”. En la Gemeinschaft los hombres están esencialmente unidos a pesar de todos los factores de separación; actúan unos en favor de otros. En la Gesellschaft están esencialmente separados a pesar de todos los factores de unión; aquí cada hombre está aislado y por sí mismo, los demás hombres se enfrentan a él como competidores e intrusos extraños. La distinción entre Gemeinschaft y Gesellschaft, para Tönnies, está íntimamente asociada a la distinción entre dos clases de voluntad, cada una de ellas característica de una de las dos sociedades. La Gemeinschaft se basa en la Wesenwille, la voluntad natural o integral en la que el hombre expresa toda su personalidad y en la que no existe una diferenciación desarrollada entre medios y fines. Frente a ella está la Kürwille, la voluntad racional pero en cierto sentido caprichosa característica de la Gesellschaft, la voluntad en la que los medios y los fines han sido claramente diferenciados y en la que prevalece lo que Max Weber denomina zweckrationale (intencionadamente racional). En su folleto sobre la propiedad, publicado en 1926, Tönnies ilustra la diferencia. La propiedad que es objeto de la voluntad natural está tan estrechamente ligada a la naturaleza de la persona que cualquier separación de ella produce necesariamente infelicidad: el propietario y su propiedad se funden, la propiedad se convierte en parte del propietario, amada y apreciada como su propia creación. Esta es la forma en que los hombres tienden a comportarse con los seres vivos que poseen, con su casa y su jardín, y con el “césped” que ellos y sus antepasados han trabajado durante generaciones. En las relaciones que resultan de la voluntad natural no hay una diferenciación tajante de placer y dolor, satisfacción e insatisfacción: el agricultor encuentra en su tierra tanto dolor como alegría, deber y placer, obligación y privilegio. La voluntad racional, en cambio, encuentra su expresión paradigmática en la relación con el dinero, con la propiedad que se expresa como crédito o débito en un libro de contabilidad, con las “manos” que cuestan tal o cual salario. La consumación última de la propiedad de la voluntad racional es la acción comercial, en poder de un propietario que ni siquiera ha visto la propiedad que le confiere. Es en estas relaciones donde se diferencian nítidamente la alegría y la tristeza, la satisfacción y la insatisfacción: el beneficio es más, alegría, satisfacción; la pérdida es menos, tristeza, insatisfacción. He aquí la consumación de la moral utilitarista: todo es abstraído, sacado de su contexto vital, subsumido bajo un fin alienado.

En la sociedad occidental avanzada del industrialismo, donde la movilidad social y la redistribución de los salarios, el estatus y las oportunidades han difuminado y difuminado sin remedio las simples divisiones de los conflictos de clase tradicionales y donde la creciente riqueza ha destruido la plausibilidad de vincular el concepto de alienación con el de pobreza, algunos de los pensadores socialistas más hábiles han vuelto al joven Marx leído a la luz de Tönnies. La crítica socialista contemporánea del capitalismo, dicen, ya no puede basarse en las acusaciones de empobrecimiento y explotación material del trabajador: debe centrarse, en cambio, en el fracaso del capitalismo a la hora de proporcionar una Gemeinschaft, un sentido de comunidad, y en la manipulación de los seres humanos en aras de fines comerciales, en la forma en que el capitalismo moldea al hombre para que busque satisfacciones materiales transitorias. En las sociedades que pretenden marchar hacia el comunismo, por otra parte, los más hábiles de los críticos sociales –hombres como Ernst Bloch y Leszek Kolakowski, apoyados por una serie de filósofos yugoslavos– han utilizado la visión de Marx del comunismo como una verdadera fraternidad en la que se habría superado la oposición entre individuo y sociedad como forma de criticar los conceptos autoritarios de Gemeinschaft y el énfasis en la obediencia y el servilismo predicados por los teólogos del Partido. Es en el humanismo marxiano, y no en la moral comercial del fabianismo y de los sindicatos “avanzados”, donde los socialistas no burocráticos ven las mayores posibilidades de una renovación ética. Es cierto que en Portugal, en gran parte de Italia y en los países “subdesarrollados” de fuera de Europa, el marxismo clásico sigue siendo atractivo porque la situación en sus países no es una “situación del siglo XX”; porque, como los hombres a los que se dirigía el Manifiesto Comunista, siguen luchando por la democracia política, la abolición de los privilegios señoriales y la liberación del desarrollo económico de las restricciones, no del capitalismo, sino de la sociedad tradicional. La paradoja es que para la mayoría de estas personas el marxismo es sólo una forma de destruir las condiciones que se interponen entre ellos y el siglo XX. En lugar de conducir al hombre de la Gesellschaft del capitalismo a la Gemeinschaft libre y fraternal del comunismo, la lucha de clases en sus manos se convierte, en el mejor de los casos, en un medio para conducir al hombre de la Gemeinschaft opresiva de la sociedad precapitalista a la Gesellschaft de la era industrial moderna. Es profundamente significativo que nuestras esperanzas más realistas de una auténtica liberalización política en la Unión Soviética y –en última instancia– en la China comunista, descansen en el crecimiento de la especialización, la superación comparativa de la escasez crónica y el auge de un mercado de consumidores: en resumen, en la creciente permeabilización de algunos de los valores que distinguen a la sociedad capitalista de la sociedad tradicional y autoritaria.

He aquí, pues, el problema fundamental para los socialistas humanistas. El marxismo clásico unió, en un tremendo acto de fuerza y fe, la afirmación del desarrollo industrial y la añoranza de la hermandad y la comunidad de la aldea feudal-agraria. Las máquinas que despojaban al hombre de su individualidad, enseñaba, tenían una misión histórica: aunque parecían apoyar y extender la división desnuda de la sociedad comercial, acabarían derrocándola y conduciendo al Reino del Hombre. Los caminos hacia la democracia política y económica, hacia la satisfacción material y hacia la libertad en el sentido más pleno posible, eran todos un mismo camino. Hoy, los caminos se han dividido, no en dos ni en tres, sino en cien direcciones, y el mundo exige un nuevo mapa a quienes desean erigir un nuevo mapa de direcciones.

A partir de la obra de Marx y Tönnies, de los conceptos de alienación y Gemeinschaft, es posible, creo, construir una ética radical: una ética vinculada a la adquisición de conocimientos, a las tradiciones de producción espiritual y material y de empresa política y democracia. Pero será una ética de lucha y crítica, que no lleva consigo ninguna garantía de éxito. La historia no es ni el relato del despliegue progresivo de una esencia humana espontáneamente cooperativa ni la marcha inevitable hacia una sociedad verdaderamente justa y humana. La historia es el campo de batalla de tradiciones, movimientos y formas de vida que compiten entre sí: no nos presenta una historia total ni un final definitivo. Y lo que es cierto de la historia lo es también de la sociedad. El humanista socialista, como el exiliado Trotsky, tendrá que reconocer que la “historia” y la “sociedad” pueden enfrentarnos a un atropello tras otro; cuando lo hagan, tendrá, como Trotsky, que contraatacar con los puños.

Incluso en la formulación de un programa crítico, hay problemas que deben afrontarse de frente. La obra de Tönnies, al elaborar el concepto de Gemeinschaft, hace confluir la fraternidad de un equipo de trabajo de iguales y el paternalismo de una comunidad feudal en la que cada uno conoce y acepta su lugar. La visión socialista prometeica de la sociedad no mercantil se distingue de la visión conservadora romántica por su rechazo de la jerarquía y sólo por eso; sin embargo, es precisamente en este punto en el que la práctica colectivista socialista ha fracasado cuando se trabaja a cualquier escala que no sea la infinitesimal. Gran parte de la herencia del socialismo democrático, y del concepto socialista de libertad, descansa en la “sociedad abierta” creada por el desarrollo capitalista: la Gesellschaft que liberó a los hombres de las ataduras de la autoridad religiosa y feudal, creó el ideal del individualismo, cortó la opresión de la familia extensa y aumentó enormemente el ámbito de lo “privado” frente a lo “público”. El divorcio de los medios y los fines ha multiplicado hasta un punto increíble el alcance y el poder de la producción humana; el mercado capitalista, según han subrayado Hayek y von Mises, «ha creado un modelo por el cual los hombres encuentran posible ponerse de acuerdo sobre medios comunes al tiempo que sienten que pueden mantener sus diversos fines individuales…»

Ese sentimiento es sin duda ilusorio. Los medios capitalistas dan forma a los fines que persiguen las personas y dichos fines no adquieren una “santidad” ética especial por el mero hecho de ser perseguidos. Pero al desarrollar una teoría de la libertad ya no podemos seguir a Marx en su confianza tácita en la naturaleza esencialmente cooperativa del espíritu humano, liberado de las ataduras económicas. Tampoco podemos confiar simplemente en la fábrica como escuela de la revolución: si el desarrollo industrial moderno ha enseñado nuevas formas de cooperación, también ha suscitado nuevas y más poderosas formas de burocratización. Si el crecimiento de la ciencia y la tecnología libera cada vez más al hombre del trabajo físicamente desagradable y tiende cada vez más a eliminar el uso directo del poder en la asignación de los recursos materiales, también aumenta constantemente la necesidad de gestión y dirección y la dependencia económica y social más sutil del hombre. Si tenemos que revisar, en cierta medida, el concepto de hombre de Marx, debemos revisar, de forma mucho más radical, la visión de Marx de la sociedad industrial. A esta tarea, espero, se dedicarán algunos de mis colegas colaboradores.

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NOTAS:

1Socialist Humanism, edited by Erich Fromm, Doubleday & Co., 1965. Traducción del inglés: El Sudamericano, Mayo de 2025

2. J.-J. Rousseau, El contrato social, Libro I, capítulo. 1.

3. Maximilien Rubel, “Le Concept de democratie chez Marx”, in Contrat Social, Vol. VI, n.° 4.

4. Karl Marx, “On the Jewish Question”; [La Cuestión JudíaMarx-Engels Gesamtausgabe (MEGA; Frankfurt am Main: Marx-Engels-Lenin Institute, 1927 f.), Section I, Vol. I-i, p. 603.

5MEGA, Section I, Vol. 3, p. 82.

6Ibid., pp. 85-86.

7A Discourse on the Origin of Inequality, in J.-J. Rousseau, The Social Contract and Discourses (London: J. M. Dent & Sons [Everyman’s Library], 1913), p. 237. My colleague, Mr. S. I. Benn, kindly drew my attention to the passage.

8. Economic and Philosophical Manuscripts, MEGA, Section 1, Vol. 3, pp. 111-112.

9. Del “Cuaderno de notas” o “Grundrisse” (1857-58) previo a la Contribución a la Critica de la Economía política, publicados en 1939; citado de la edición alemana: Karl Marx, Grundrisse der Kritik der politischen Oekonomie (Berlin: Dietz Verlag, 1953), p. 505.

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