El escandalo del control reproductivo de las mujeres etíopes en Israel

Entre 2012 y 2013, el mundo descubrió algo que las mujeres judías etíopes en Israel ya sabían. Se trata de una de las historias que no transcendió demasiado y que ya nos permitía ver la verdadera cara del etnoestado israelí. La entidad sionista había administrado de forma sistemática y sin consentimiento informado inyecciones de Depo-Provera, un anticonceptivo de larga duración, a mujeres de la comunidad Beta Israel. Estas mujeres fueron sometidas a un control reproductivo racializado que buscaba limitar su capacidad de tener hijos en territorio israelí. Es decir, hijos negros.

El documental de la periodista israelí Gal Gabai, titulado «¿Adónde desaparecieron los niños?», destapó los testimonios de decenas de mujeres etíopes que afirmaban haber recibido inyecciones sin comprender qué se les estaba administrando. Muchas relataron que las presionaron con el argumento de que el anticonceptivo era necesario para poder inmigrar o para facilitar su integración en Israel. Otras fueron advertidas de que tener muchos hijos complicaría su vida en el país. La coerción adoptó múltiples formas pero el resultado fue el mismo. El Estado israelí ejerció un control directo sobre los cuerpos y la reproducción de mujeres negras.

En un momento determinado, el 57% de las mujeres que recibían Depo-Provera en Israel eran de origen etíope, a pesar de que esta comunidad representa apenas el 1,7% de la población total. La desproporción es abrumadora y estadísticamente imposible de explicar sin reconocer la existencia de una política dirigida específicamente hacia estas mujeres. Además, desde la llegada masiva de judíos etíopes a Israel, su tasa de natalidad cayó casi un 50% en una década. Los estudios del parlamento israelí mostraron que las mujeres etíopes tenían significativamente menos hijos que el promedio de mujeres judías israelíes.

Después de años de presión pública y activismo de organizaciones de derechos reproductivos, el gobierno israelí admitió en 2013 que se habían administrado inyecciones anticonceptivas sin el consentimiento adecuado de las mujeres etíopes. El entonces viceministro de Salud, Yaakov Litzman, reconoció los hechos y el Ministerio de Salud emitió una directiva a todos los ginecólogos del país ordenando que no renovaran automáticamente las prescripciones de Depo-Provera a mujeres de origen etíope si había dudas sobre su comprensión completa del tratamiento. Esta instrucción, que debería haber sido la norma desde el principio para cualquier paciente, llegó demasiado tarde para miles de mujeres cuya autonomía reproductiva ya había sido violada.

Esta violencia forma parte de una estructura más amplia de racismo institucional que atraviesa la experiencia de la comunidad etíope en Israel desde su llegada. Desde finales del siglo XX, el Estado israelí promovió activamente la inmigración de judíos etíopes bajo la Ley del Retorno, presentándose como su patria legítima. Pero al llegar, estas personas se encontraron con un país que cuestionaba su judaísmo, que segregaba su sangre en los bancos de donación y que los confinaba a los márgenes sociales y económicos. La discriminación laboral, residencial y educativa ha sido constante. El establishment religioso israelí incluso llegó a dudar de la autenticidad de su identidad judía.

Este trato diferencial tiene que ver con algo fundamental en la construcción del Estado israelí. Israel se concibe a sí mismo como una nación blanca, europea y occidental. El poder político, económico y cultural está concentrado en manos de judíos asquenazíes, de origen europeo, que han establecido sus normas y estética como el estándar de lo israelí. Los judíos mizrajíes, sefardíes y especialmente los etíopes quedan fuera de ese ideal hegemónico. La blanquitud opera como un privilegio estructural dentro del Estado, y los cuerpos negros de las mujeres etíopes representan una amenaza demográfica para ese ideal.

El caso de las inyecciones de Depo-Provera debe leerse en este contexto. Se trataba de una práctica sistemática que refleja cómo el racismo opera a través del control de la reproducción. Cuando un Estado decide quiénes pueden y quiénes no pueden reproducirse libremente, cuando determina qué poblaciones son deseables y cuáles deben ser contenidas, estamos ante una forma de violencia biopolítica. El cuerpo de las mujeres negras se convierte en un territorio de dominación, en un espacio donde el Estado ejerce su poder de manera directa y brutal.

Este patrón no es exclusivo de Israel. La esterilización forzada y el control reproductivo coercitivo de mujeres racializadas tienen una larga historia global. En Estados Unidos, miles de mujeres negras, latinas y nativas fueron esterilizadas sin su consentimiento durante el siglo XX. En Perú, más de 270.000 mujeres indígenas fueron esterilizadas forzosamente en los años noventa bajo el gobierno de Alberto Fujimori. En Suecia, el Estado esterilizó a mujeres sami, romaníes y con discapacidades. Estos casos forman una genealogía de violencia eugenésica que atraviesa continentes y décadas. El caso israelí se inscribe en esta historia de control reproductivo racista ejercido por Estados que buscan modelar su demografía según criterios de pureza racial o nacional.

Lo que ocurrió en Israel con las mujeres etíopes tiene, además, una conexión directa con las lógicas del apartheid. El sistema israelí de dominación sobre el pueblo palestino no puede separarse de su estructura interna de jerarquización racial. El control demográfico de poblaciones consideradas no deseables, la segregación espacial, la desigualdad estructural en el acceso a derechos y recursos, la negación de autonomía sobre los propios cuerpos y vidas: todas estas características están presentes tanto en el trato a las mujeres etíopes como en las políticas hacia los palestinos. El apartheid no opera solo hacia fuera, también organiza internamente quiénes cuentan como ciudadanos plenos y quiénes son tolerados bajo condiciones de control y vigilancia.

Los testimonios de las mujeres etíopes son la prueba de una violencia estructural que el Estado sionista intentó ocultar. La falta de consentimiento informado es el núcleo de la violación. Miles de mujeres fueron privadas de su capacidad de decidir libremente sobre su reproducción, tratadas como objetos de una política poblacional donde el Estado médico decide por encima de las mujeres racializadas. Esta asimetría de poder es la esencia del racismo reproductivo.

Más de una década después, no ha habido rendición real de cuentas ni reparaciones materiales. La investigación del contralor israelí en 2016 minimizó los testimonios y las cifras estadísticas, permitiendo que el Estado se exima de responsabilidad. Las mujeres etíopes que denunciaron esta violencia hicieron visible algo que el Estado quería mantener oculto. Su valentía debe traducirse en un compromiso antirracista que nombre la violencia por lo que es y que se niegue a aceptar cualquier forma de control estatal sobre los cuerpos de las mujeres negras.

Redacción Afroféminas

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