Fuente: https://www.wsws.org/es/articles/2023/02/18/per1-f18.html?pk_campaign=newsletter&pk_kwd=wsws Tom Hall 19.02.23
El descarrilamiento y enorme derrame tóxico en East Palestine, Ohio, son el tipo de catástrofe que pone al descubierto ciertos aspectos fundamentales de la sociedad que la produjo.
La magnitud del desastre y los niveles temerarios de indiferencia por parte de Norfolk Southern y los oficiales gubernamentales que permitieron que ocurriera son asombrosos. Pero a la vez no lo son.
Se producen más de 1.000 descarrilamientos en EE.UU. cada año, un promedio de tres por día. Poco después del desastre en East Palestine, se descarriló un tren en Houston, Texas, causando una muerte, y otro en Van Buren Township, Míchigan, involucrando otro vagón con químicos.
Las razones para una tasa tan alta de accidentes son bien conocidas entre los 120.000 trabajadores ferroviarios en EE.UU. Las locomotoras, los ferrocarriles y la fuerza laboral han sido deteriorados terminalmente por los años de recortes de costos por parte de la gerencia. Los trenes han sido extendidos a casi 5 km de longitud y los controlan apenas dos personas. Debido al Horario Ferroviario de Precisión y otras políticas similares de asistencia, los trabajadores se ven obligados frecuentemente a operar estas maquinarias enormes con solo un par de horas de sueño.
El tren involucrado en el descarrilamiento en East Palestine, apodado “32N” o “El 32 Nauseabundo” ( Nasty ) por sus tripulantes, era un peligro conocido por mucho tiempo.
Esto no solo ha puesto en peligro a los propios trabajadores ferroviarios, sino al público general. Pero cuánto más se empuja a los ferrocarriles al borde del colapso y cuántas más comunidades se ven en peligro, tanto más elevadas son las ganancias de las empresas ferroviarias.
La industria ferroviaria es la más rentable de Estados Unidos. El año pasado, Norfolk Southern declaró unos beneficios de $3.200 millones, un récord para la empresa. En lugar de invertir en infraestructuras, por no hablar de mejorar las condiciones de los trabajadores, la empresa ha gastado $18.000 millones en los últimos cinco años en recompra de acciones y dividendos, es decir, dádivas a los inversores. El mismo patrón está presente en todas las grandes empresas ferroviarias.
Mientras tanto, se dedican vastos recursos al proyecto de dominio global de la burguesía, privando de recursos la infraestructura social básica al punto de engendrar catástrofes. El ejército y las agencias de inteligencia de EE.UU. reciben aproximadamente $1 billón por año y, sin pensarlo dos veces, el Congreso asigna decenas de miles de millones de dólares prácticamente mensuales al conflicto cada vez más intenso con Rusia.
No se escatiman recursos para desarrollar la manera más efectiva para matar a grandes cantidades de personas, pero no disponen dinero para garantizar un transporte seguro y prevenir catástrofes evitables.
Una realidad fundamental de la sociedad capitalista yace al desnudo: el antagonismo entre las necesidades públicas y las ganancias privadas.
Y los trabajadores son cada vez más conscientes del antagonismo fundamental entre sus intereses y el lucro empresarial. “No soy senador ni diputado, trabajo para vivir”, declaró un trabajador en una reunión pública en East Palestine la semana pasada. Un residente dijo al WSWS: “Sabían lo que había en esos coches y no les importó. No les importaba la gente, todo era cuestión de dinero”. Otro añadió: “Nos sentimos como si hubieran bombardeado una ciudad entera para poner en marcha el ferrocarril”.
A pesar de los avances significativos en la ciencia de la preparación ante catástrofes, simplemente se ha permitido que ocurra una catástrofe tras otra, sin preparación previa ni una adecuada respuesta organizada después.
Los residentes de East Palestine han comparado sus condiciones con el envenenamiento de Flint, Míchigan, con agua contaminada con plomo. A esto se pueden añadir innumerables casos más, como el desastre del Love Canal en el norte del estado de Nueva York, el vertido de petróleo de BP en 2010 y, por supuesto, la pandemia de coronavirus.
La misma dinámica esencial se repite en todo el mundo. El número de víctimas mortales del terremoto en Turquía y Siria ya supera la escalofriante cifra de 45.000. Miles de hombres, mujeres y niños fueron sepultados bajo edificios que se desintegraron por el impacto de un suceso tan previsible como pronosticado.
Como en casos anteriores, hay un encubrimiento gubernamental en marcha. El gobernador republicano Mike DeWine tuiteó el miércoles por la mañana que “es seguro beber” el agua en East Palestine. Pero vídeos de la zona muestran arroyos con capas de petróleo en la superficie que incluso burbujean literalmente después de que se arrojaran piedras.
El secretario federal de Transporte, Pete Buttigieg, trató de restar importancia al desastre en una entrevista reciente, declarando con desprecio: “Aunque esta horrible situación ha recibido una atención particularmente alta, hay aproximadamente 1.000 casos al año de descarrilamiento ferroviario”. Estas y otras declaraciones equivalen a afirmar que el Gobierno ha dejado de fingir que se preocupa, y que los residentes del este de Ohio están solos.
La prensa corporativa también participa activamente en el encubrimiento. Los principales periódicos tachan ahora todo cuestionamiento de la versión oficial como una ilusión de la extrema derecha o como “teorías conspirativas” surgidas de las redes sociales. Un reciente artículo del New York Times, titulado “’¿Chernóbil 2.0′? El descarrilamiento del tren de Ohio desata especulaciones descabelladas”, declara: “Para muchas personas influyentes de todo el espectro político, las afirmaciones sobre los efectos medioambientales del descarrilamiento del tren han ido mucho más allá de los hechos conocidos”.
Estos medios, que también afirman falsamente que la pandemia de coronavirus “ha terminado”, esperan que la narrativa del Gobierno sea aceptada sin cuestionamientos.
Es inevitable que ocurran más desastres y encubrimientos mientras las decisiones sociales sean tomadas por un puñado de oligarcas capitalistas. Los egoístas intereses lucrativos de esta capa han demostrado una y otra vez ser incompatibles con el funcionamiento de una sociedad moderna, al ser una fuente constante de caos, desorganización y criminalidad descarada.
La alternativa a esto es la organización y movilización de la clase obrera. Las mismas condiciones que desencadenaron la explosión en East Palestine también han provocado una importante oposición entre los ferroviarios. El año pasado, los trabajadores votaron por más del 99 por ciento a favor de autorizar una huelga. Los trabajadores están decididos a luchar por unas condiciones de trabajo dignas y seguras, tanto para ellos como para las comunidades en las que trabajan.
Se lo impidió una conspiración corporativista, en la que participaron las empresas ferroviarias, los demócratas, los republicanos y la burocracia sindical, que retrasó la huelga todo lo posible para intentar imponer el contrato a la fuerza y darle tiempo al Congreso hasta después de las elecciones de mitad de término de noviembre para actuar.
Solo unos días después de la votación del Congreso, tres compañías ferroviarias, entre ellas Norfolk Southern, presentaron programas piloto para reducir el tamaño de las tripulaciones de dos personas a una, un viejo objetivo de las compañías que solo empeoraría la posibilidad de desastres como el ocurrido en East Palestine.
Ahora, más que nunca, una huelga para imponer los niveles seguros de personal y mantenimiento, desafiando a los conspiradores del Gobierno, encontraría un apoyo público abrumador.
Sin embargo, lo que está en juego aquí es mucho más que una simple lucha contractual, sino una lucha por el control obrero de la producción. Los especuladores de Wall Street que poseen los ferrocarriles han demostrado con sus propias acciones que no se les pueden confiar los ferrocarriles ni ninguna otra infraestructura crítica.
El Partido Socialista por la Igualdad insiste en que los responsables de la catástrofe en East Palestine, incluidos los ejecutivos de la compañía ferroviaria, deben rendir cuentas. A los afectados por el descarrilamiento se les debe proporcionar un alojamiento seguro hasta que las condiciones en la ciudad y la región circundante sean realmente seguras, y deben ser plenamente compensados por los impactos económicos y de otro tipo de la catástrofe.
Las propias empresas deben pasar a ser propiedad social como empresas públicas sujetas al control democrático y a la supervisión de la clase trabajadora.
Las masivas ganancias empresariales y la riqueza de los oligarcas capitalistas deben ser confiscadas y utilizadas para la reconstrucción de la infraestructura social, garantizando viviendas de alta calidad y condiciones dignas para todos los trabajadores como un derecho social básico.
En última instancia, la lucha por condiciones seguras en los ferrocarriles está íntimamente relacionada con la organización socialista de la sociedad. Plantea la interrogante: ¿cuál clase debe gobernar? La clase capitalista que subordina toda la sociedad a las ganancias y la guerra o la clase trabajadora, reorganizando la vida económica sobre la base de satisfacer las necesidades sociales.
(Publicado originalmente en inglés el 17 de febrero de 2023)