El crepúsculo de las democracias liberales

La distancia nos ofrece perspectiva, salirnos del foco y mirar como observador, analizar y sacar conclusiones. La distancia igual nos diría que estamos viviendo la decadencia de un imperio. Una decadencia lenta, gradual pero irreversible. Una decadencia en un contexto de dominio, de amplia hegemonía. La paradoja de morir dominando el mundo. Igual esto es lo que está ocurriendo con Estados Unidos. La política estadounidense actual no es muy diferente a la desplegada a partir de la 2ª Guerra Mundial. Solo que hay un presidente ególatra e histriónico. Un presidente que caricaturiza los rasgos que han tenido otros presidentes, que los lleva al extremo y que ha decidido no aparentar ni resolver los negocios en privado.

Trump muestra a los ojos del mundo cómo funciona un imperio. Humilla, amenaza y coacciona en directo a presidentes de otros países, en esa sala hortera de la Casa Blanca rodeado de aplaudidores y pelotas. Intimida, amonesta y señala a quiénes se interponen entre sus órdenes y la realidad. Barack Obama tenía más clase y utilizaba otras estrategias menos burdas para hacer que los demás hicieran lo que el imperio ordenaba. Pero que el imperio manda, eso no hay presidente que no lo haya dejado claro.

Trump es un símbolo de la deriva de los imperios matonescos. Una consecuencia de un estilo de gobernanza, de una forma de relacionarse con los otros. La amenaza, la fuerza bruta y la coacción no favorece la aparición de dirigentes respetuosos, dialogantes y justos. Favorece la aparición de dirigentes que ejercen el gobierno con mano de hierro. Esto no lo inventó Trump. Esto es la herencia que recibió, que ejecuta en base a una personalidad extravagante, y el contexto en el que se construyó como hombre de negocios. Estados Unidos ha traspasado de forma recurrente todas las líneas rojas de la diplomacia, de la relación entre países y de las leyes internacionales y Trump hace los mismo con las propias líneas rojas del imperio. Saltarse las normas es una característica intrínseca. Hablar de Trump es una manera de no hablar de Estados Unidos. Se considera que es una rara avis y se le compara con anteriores presidentes más diplomáticos. Se intenta remarcar la excepcionalidad de su presidencia, una piedra en el camino, mientras se obvia que Estados Unidos ha estado tradicionalmente detrás de golpes de estados, ha creado y apoyado guerras en diferentes partes del mundo, ha manipulado elecciones y elegido a presidentes títeres y ha impuesto reglas que han generado miseria y pobreza en otros países. No es Trump. Es Estados Unidos.

El genocidio en Palestina es un ejemplo de cómo funciona Estados Unidos. Durante décadas ha permitido y estimulado la persecución, la discriminación, la intimidación y la agresión. Ha tolerado el sistema de apartheid, los secuestros, las torturas y la ocupación de territorio palestino. Ha aglutinado al resto de naciones alrededor de Israel promocionando a este estado como la salvaguarda de la paz y la democracia en oriente próximo, armando al ejército israelí hasta los dientes y permitiendo sistemáticamente la violación de derechos humanos. La presidencia de Trump, en virtud de la transparencia en la gobernanza, ha mostrado al mundo que el interés estadounidense radica en hacer negocios, convirtiendo Palestina en la nueva riviera francesa, con memes incluidos. Y además diseña un plan de paz, cuando arrecian las manifestaciones en contra del genocidio y cada vez más países muestran su disconformidad con lo que está sucediendo, apareciendo ante el mundo como el hacedor de la paz. Esta paradoja entre lo que se hace -la guerra- y lo que se dice -la paz- produce confusión y aturdimiento. Así ante el hecho de una democracia que comete un genocidio, algunas personas justifican la acción, convierten la agresión en la defensa de la democracia. Entonces ¿qué es la democracia? Esta inversión de los valores que se supone que tiene una democracia, y que Estados Unidos ha abonado tradicionalmente, ahondando en la contradicción entre las palabras y los hechos, lleva al descreimiento, a la perdida de confianza en la democracia. Un sistema de valores que con los hechos se desvaloriza.

El auge de la extrema derecha se alimenta de esta confusión. Pone en relieve las contradicciones del sistema y se presenta como honesta, realista y sincera. La extrema derecha se describe como aquella que dice la verdad, la que nos cuenta las cosas como son, la que no se anda con remilgos, ni presume de valores que no cumple. La Unión Europea predica los derechos humanos mientras susurra, con voz queda, la masacre en Palestina o aprueba políticas contra la inmigración. La extrema derecha es clara en este sentido. Y simple. Identifica al enemigo: musulmán, migrante y lo combate: pogromos, discriminación, persecución. Los análisis de la extrema derecha están profundamente equivocados pero en un contexto de confusión ofrece respuestas, aunque sean mentira. Estados Unidos y sus aliados han pervertido los valores que supuestamente sostenían las democracias liberales, y en su caída arrastran las pocas seguridades que en el mundo occidental existían. Ahora se ha desvelado lo que ya se sabía, pero no se quería aceptar. Las democracias [liberales] matan lo cual implica la muerte de la democracia [liberal]. Habría que repensar la democracia pero hasta que esto se produzca, si se produce, surgen los monstruos.

 

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