

La voz de Adèle Haenel acompaña décadas de imágenes de archivo en Regreso a Reims, el documental de Jean-Gabriel Périot que adapta el ensayo del sociólogo Didier Eribon. Las imágenes muestran una Francia que raramente aparece en pantalla. Obreros saliendo de fábricas en los años sesenta, mujeres limpiando escaleras, niños trabajando antes de cumplir los catorce. Esta es la Francia que la burguesía borró del imaginario colectivo, la que nunca tuvo cabida en la narrativa oficial de un país culto, sofisticado, moderno.
Périot construye su relato desde la biografía de Eribon, un intelectual gay que regresa a su ciudad natal, Reims, tras años de distanciamiento con su familia obrera. Lo que descubre es una fractura política devastadora. Su madre, que votó comunista durante décadas, ahora vota a Marine Le Pen. Familias enteras que defendían los derechos laborales, que participaban en huelgas, que confiaban en la solidaridad de clase, han depositado su voto en la ultraderecha. La pregunta recorre el film de principio a fin. ¿Cómo fue posible? ¿Qué ocurrió para que los trabajadores franceses abandonaran el rojo y abrazaran el azul oscuro del lepenismo?
El llamado «fachapobre» vota contra sus propios intereses porque ha perdido la conciencia de clase. Cree que tener un coche, un móvil de última generación o una suscripción a Netflix lo convierte en clase media. Confunde consumo con ascenso social. Piensa que es dueño de su destino cuando sigue siendo parte del mismo engranaje que lo explota.
¿Cómo se llegó hasta aquí? Périot muestra con crudeza el proceso. La desindustrialización destruyó comunidades enteras. Fábricas que cerraron sin alternativas dignas. Barrios que se degradaron mientras el Estado miraba hacia otro lado. Hijos que viven peor que sus padres. En ese contexto de humillación constante, la ultraderecha ocupa el vacío que las fuerzas progresistas dejaron abierto. No ofrece soluciones, ofrece culpables concretos: migrantes, feministas, «la élite progre». Respuestas simples para problemas complejos.
Este mecanismo no es exclusivo de Francia. VOX ha calado en Vallecas, en Nou Barris, en zonas industriales de Cataluña donde antes se votaba al PSOE o a Izquierda Unida. Barrios obreros que ahora escuchan discursos sobre la «invasión migratoria» o la «dictadura de género». La promesa de protección frente a un mundo que cambia demasiado rápido encuentra eco en quienes se sienten abandonados por los partidos que supuestamente los representaban.
La conciencia de clase en Francia se construyó históricamente desde la violencia, el despojo, la comparación constante con quienes tenían poder. Pero esa misma conciencia, en lugar de cuestionar la jerarquía, aspiró a reproducirla. Cuando llegaron los migrantes argelinos en los años sesenta, los trabajadores franceses hicieron con ellos lo mismo que el poder había hecho con ella. Los marginó, los culpó, los excluyó.
Périot muestra esta realidad sin moralismo. Las imágenes de archivo hablan por sí solas. Manifestaciones de trabajadores que exigen derechos mientras rechazan a los trabajadores extranjeros. Una contradicción brutal, pero profundamente humana. El sufrimiento no garantiza la empatía. Los oprimidos también pueden convertirse en opresores cuando pierden la memoria de su propia historia.

La memoria española refleja esta misma contradicción. Hay personas que recuerdan la emigración española a Europa en los años sesenta, que tienen familiares que trabajaron en Alemania o Francia limpiando escaleras y recogiendo fruta, y que ahora votan a un partido que criminaliza la migración. La falta de educación política, de herramientas culturales para analizar el poder, hace que sectores enteros reproduzcan las jerarquías que los aplastan.
El documental señala con precisión las causas de este desplazamiento político. Las fuerzas progresistas francesas, como las españolas, han perdido conexión con la clase trabajadora. Han priorizado batallas culturales importantes —feminismo, ecologismo, derechos LGTBI— desde un lenguaje académico y unas formas de militancia que excluyen a quienes trabajan doce horas al día. Una persona que no llega a fin de mes difícilmente puede pensar en el cambio climático cuando su horizonte es sobrevivir hasta la próxima nómina. Se ha dejado de estar en los territorios. Se ha dejado de hablar el lenguaje de la precariedad. Se ha dejado de ofrecer alternativas materiales concretas. Mientras tanto, la ultraderecha ha ocupado ese vacío con promesas de orden, de vuelta a una estabilidad imaginaria, de recuperación de una dignidad perdida.
Aquí, mientras tanto, los partidos de izquierda celebran victorias simbólicas mientras barrios enteros se hunden en la precariedad. Aprueba leyes progresistas que no llegan a cambiar la vida de quien limpia oficinas por 900 euros al mes o de quien trabaja en un almacén de Amazon sin contrato fijo. La distancia entre el discurso político y la realidad cotidiana de quienes trabajan se ha convertido en un abismo.
El documental ofrece una vía de esperanza en sus tramos finales. Aparecen colectivos de mujeres negras, jóvenes migrantes, ecologistas de barrio. Voces que reclaman el diálogo entre los oprimidos, que entienden que las luchas feministas, antirracistas y de clase deben converger. Esta perspectiva interseccional es la única alternativa posible frente al avance de la extrema derecha.
Périot sugiere que los trabajadores del siglo XXI no pueden pensarse como un bloque homogéneo. Está atravesada por el género, la raza, la orientación sexual, la nacionalidad. Construir comunidad entre estas experiencias diversas de opresión requiere pedagogía política, presencia constante en los territorios y voluntad de escucha. Requiere reconocer que la precariedad económica afecta de manera diferencial según quién la sufra.
En España, los colectivos antirracistas, feministas y ecologistas de base están haciendo ese trabajo. Construyen redes de apoyo mutuo, comedores comunitarios, bancos de tiempo, cooperativas. Están en los barrios, conocen los nombres de las vecinas, hablan desde la experiencia compartida. Ese es el terreno donde se disputa la hegemonía cultural. Donde se decide si la clase trabajadora abraza proyectos emancipadores o se entrega al resentimiento organizado de la extrema derecha.
Regreso a Reims funciona como espejo incómodo. Muestra una realidad que las fuerzas progresistas prefieren no ver. Obliga a preguntarnos qué hemos hecho mal, qué abandonamos, qué dejamos de entender. Périot no juzga a la madre de Eribon por votar a Le Pen. Busca comprender las causas estructurales que llevaron a esa decisión. En esa comprensión hay una enseñanza política crucial. La ultraderecha avanza donde hemos dejado de estar. Si no recuperamos la capacidad de ofrecer dignidad material, si no reconstruimos comunidad en los territorios devastados por el neoliberalismo, seguiremos perdiendo. Y perder aquí significa algo más que elecciones. Significa renunciar a la posibilidad de un mundo donde los oprimidos se reconozcan entre sí y construyan juntos su liberación.
Afroféminas
