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El doble filo de la protesta social para la izquierda latinoamericana: ¿termómetro o polvorín?
Las recientes protestas que se han prolongado durante varias semanas en Panamá, así como las ocurridas en Ecuador en junio y en Perú en abril, son nuevos signos de la crisis estructural que vive América Latina y que se ha venido manifestando desde antes de la pandemia.
Basta recordar las formas que tomó la protesta en el segundo semestre de 2019, incluido su disruptivo octubre, en el que desde Puerto Rico hasta Chile, pasando por Ecuador, Colombia y Haití, el continente se vio embestido por una alta conflictividad social exteriorizada en duras protestas de diversos sectores sociales, especialmente populares.
Las causas y los modos de la protesta social, salvo excepciones, son muy similares: incrementos en los precios de los combustibles y el transporte, aunque también la carestía de alimentos, que producen estallidos localizados que se van expandiendo hasta formar grandes movimientos populares, muy espontáneos al principio pero que han impactado tremendamente en las esferas políticas y han hecho posible transformaciones inéditas. Los mejores ejemplos, sin duda paradigmáticos, son Colombia y Chile con sus respectivos estallidos de 2019, que se replicaron los años subsiguientes.
Los posteriores cambios de gobierno en ambos países, aunque aumentan la diatriba mediática y pública, logran bajar la presión social y hacen menos conflictiva la cotidianidad debido a las altas expectativas de cambio pacífico que generan en las mayorías, que se han movilizado por la vía del voto.
Todo parece indicar que Panamá va en ese camino. No solo por la contundencia que hemos visto de las protestas, sino por la capacidad de sus actores para mantenerse en la lucha pero abriendo canales políticos de negociación con el gobierno, lo que proyecta el conflicto hacia el largo plazo y prepara el escenario político electoral para fórmulas progresistas incipientes o aún inexistentes. Las presidenciales serán en 2024.
La situación mundial y el encarecimiento de combustibles, así como la carestía e inflación, traen incertidumbre sobre el futuro y, aunque las previsiones de crecimiento económico mejoran, provocan un clima propicio para el aumento de la conflictividad.
En lugares como Ecuador, donde principalmente las instituciones indígenas han promovido las manifestaciones, arrinconando una y otra vez a los diferentes gobiernos liberales de derecha pero sin producir cambio político, la conflictividad permanece latente y el Estado tiene poco margen de maniobra para imponer sus medidas económicas.
Seguramente la pandemia ha sido un catalizador, sobre todo lanzando al desempleo y la informalidad a millones de trabajadores. Pero estos procesos ya venían desarrollándose antes de esta.
Incluso, el crecimiento económico pospandémico, como en el caso panameño, uno de los mayores de la región con 12,4 % en 2021 –cifras de la Comisión Económica para América latina de la ONU–, no ha amortiguado la crisis social. Pareciera que las cifras positivas hacen mención a un «crecimiento simulado» que solo es capitalizado por algunas capas altas y medio-altas que no incluyen, ni siquiera, a los sectores universitarios, fuertes impulsores de la protesta.
Mientras tanto, Brasil y Argentina concentran su mirada en los venideros comicios presidenciales, lo que le quita presión a las protestas de calle, a pesar de la crisis económica que vive el segundo y el malestar social que quedó de la pandemia en el primero.
El escenario electoral ha sido el privilegiado para que las fórmulas izquierdistas se hagan con el poder político, especialmente desde el 2020, cuando comenzó un nuevo ciclo progresista en la región y las derechas comenzaron un franco retroceso. Es notable que sus gobiernos han logrado disminuir la protesta social, que se dispara sobre todo en los gobiernos de derecha.
En cambio, cuando no hay perspectivas de cambio político, como sucedía en Chile y Colombia en 2019 y en Panamá o Ecuador en 2022, entonces son las calles las que hablan y a menudo con violencia, disturbios, saqueos y bloqueos de carreteras.
En este marco vale preguntarse qué sucederá a partir de ahora en América Latina: ¿vendrá una estabilidad social debido al auge de gobiernos de izquierda o la protesta seguirá irrumpiendo sin importar el signo ideológico del gobierno?
La situación mundial y el encarecimiento de combustibles y derivados, así como la carestía e inflación, traen incertidumbre sobre el futuro y, aunque las previsiones de crecimiento económico mejoran, esta incertidumbre parece traer un clima propicio para el aumento de la conflictividad.
¿Más protesta?
Nada hace visualizar que la conflictividad ceda, debido a la agudización de la crisis económica mundial. Panamá es un excelente ejemplo de cómo un país con tanto crecimiento económico puede sucumbir de manera tan profunda al alza de los combustibles.
El Fondo Monetario Internacional (FMI) acaba de actualizar sus proyecciones, del 2,5 % al 3 % de crecimiento para América Latina. El aumento de las materias primas parece ser un factor que repercutirá positivamente.
Los gobiernos progresistas corren el riesgo de estancarse, no poder cumplir sus ofertas y, por consiguiente, perder legitimidad para posteriormente permitir la llegada de nuevos ciclos derechistas, como ocurrió en el lustro anterior.
Sin embargo, el aumento de los precios de los combustibles y alimentos genera crispación en amplios sectores sociales que no parecen ir a la par: no se sienten incluidos en el crecimiento registrado por los organismos multilaterales.
Ecuador es también ejemplo de esto. Tuvo un crecimiento de 4,2 % en 2021 y del 3,8 % en el primer trimestre de 2022. Sin embargo, en junio, los indígenas nuevamente pusieron contra la pared al Gobierno de Guillermo Lasso, quien tuvo que decretar medidas de excepción para mantener el control.
Los combustibles también fueron la principal causa del levantamiento indígena y el presidente tuvo que ceder ante la demanda de su abaratamiento, así como lo ha tenido que hacer el presidente panameño, Laurentino Cortizo.
Si nos fiamos del guión, es lógico prever que aumenten las protestas debido a la profundización de la crisis mundial y las incidencias en los precios, pero ¿cómo ocurriría esta situación en los países donde gobierna la izquierda?
La izquierda en el poder
Las fórmulas progresistas han ganado mucho terreno los últimos dos años y han logrado la victoria electoral en varios países, incluso algunos que se consideraban bastiones derechistas. No obstante, estas fórmulas también tienen mucho que perder, ya que gobiernan en medio de una situación de desestabilización económica que no parece tocar fondo.
Además, la oposición derechista tiene mucho poder en diferentes esferas, como la mediática y financiera, que obstaculizan cualquier intento de avance. Así, los gobiernos progresistas corren el riesgo de estancarse, no poder cumplir sus ofertas y, por consiguiente, perder legitimidad para posteriormente permitir la llegada de nuevos ciclos derechistas, como ocurrió en el lustro anterior.
Aún no hemos visto protestas sociales considerables contra los gobiernos izquierdistas, varios de ellos apenas comenzando, pero el riesgo generalizado y el impacto de la nueva situación mundial después del conflicto en Ucrania hace imprevisible su desenvolvimiento.
Por ello, no se trata ya de ganar las presidenciales ni de producir actos simbólicos de empoderamiento popular, sino de arreciar políticas contra la desigualdad que, según vemos en Ecuador y Panamá, es de las principales causas estructurales que está produciendo el aumento de la conflictividad social.
Si la izquierda en el poder puede crear mecanismos que socialicen el crecimiento económico producido por el aumento de materias primas, podríamos contemplar el auge de un nuevo ciclo de estabilidad económica y política. Si por el contrario, pierde su capacidad de transformación social y de redistribución económica y se presta para institucionalizar la corrupción, entonces no solo la izquierda habrá perdido su norte, sino que las mayorías perderán toda expectativa de protección social del Estado. Esta situación potenciará las explosiones sociales y el descrédito del ámbito político, lo que a su vez impulsa salidas disruptivas, casi nunca deseadas.
De momento, nada está escrito y todo está por definirse en los próximos años.
Ociel Alí López es sociólogo, analista político y profesor de la Universidad Central de Venezuela. Ha sido ganador del premio municipal de Literatura 2015 con su libro Dale más gasolina y del premio Clacso/Asdi para jóvenes investigadores en 2004. Colaborador en diversos medios de Europa, Estados Unidos y América Latina.
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