Fuente: Iniciativa Debate/ Armando B. Ginés
No hay que confundir la evolución natural de Darwin con la evolución artificial provocada por el régimen capitalista. El capitalismo vende la ideología de que los acontecimientos son naturales, es decir, inevitables, fruto de una determinación aúrea a la que los humanos debemos someternos con silencio resignado. Así, en esta cosmovisión irracionalmente religiosa o telúrica, siempre habrá ricos y pobres, beneficios y salarios, oferta y demanda, catástrofes de designio inefable y recuperaciones milagrosas del orden social, siempre igual a sí mismo en un eterno retorno donde la historia es una mera relación de prohombres salvadores y pueblo llano callado y devoto. El diálogo entre los binomios citados aspira a una armonía celestial: los de arriba dirigen y llevan sobre sus hombros la colosal tarea intelectual de ser arúspices y guías hacia el progreso lineal mientras los de abajo asienten acompasando el ritmo de sus brazos y mentes a la dura labor de levantar el mundo y suministrar la energía necesaria e imprescindible para que las sociedades muevan sus engranajes internos e infraestructuras básicas.
Cuando las crisis amenazan las principales columnas sociales de sostén estructural y la convivencia ciudadana, las elites predican esfuerzos adicionales: todos para uno y uno para todos a la usanza de los mosqueteros románticos de Dumas. Ese ideal de igualdad es fictico, mera treta para recomponer la figura maltrecha, desviar responsabilidades propias y volver al statu quo anterior al caos, quizá con algún cambio estético, nominal, que no afecte a la propiedad de las cosas ni a las riendas estatales.
Hoy, en plena virulencia extrema del virus Covid-19, transitamos por circunstancias similares a las expuestas y cercanas a las ya habilitadas en la crisis iniciada en 2008: los mass media de mayor impacto mediático, cuyos dueños transnacionales habitan a la sombra de afueras existenciales inaccesibles y urbanizaciones bunkerizadas, ya están trabajando sibilinamente la poscrisis del coronavirus: no se pueden desatar reivindicaciones excesivas o violentas; las elites y los laboratorios de ideología derechista deben dar al consumo global nuevos impulsos en forma de deseos y aspiraciones psicológicas individuales, todo ello envuelto en papeles de marketing vistosos y morales donde prime la emoción de lágrima fácil antes que la reflexión crítica y argumentada. Las elites y las derechas que juegan en su bando representando sus intereses quieren atomizar los discursos contestatarios plurales, evitar un único grito colectivo de la gente de abajo, reconducir la noble ira social y transformarla en mercancía cultural inocua de disidencia alternativa folklórica o marginal, liderando al unísono mediante iconos de unidad desactivados de invectiva transgresora el tiempo que se abrirá a medio plazo (nacionalismo barato, símbolos patriotas, espíritu deportivo de superación, apelaciones a costumbres y usos tradicionales de subsistencia, evisceración de vanidades íntimas…). Es preceptivo abonar ya el horizonte no vaya a ser que el sufrimiento de la inmensa mayoría cree condiciones subjetivas y objetivas para un mundo nuevo más justo e igualitario. Una cosa es más que cierta: las derechas en sus diferentes versiones y las elites, sean domésticas o internacionales, no van a ceder su poder y privilegios ni un ápice. Si imaginamos un mundo nuevo, habrá que currárselo. Si el capitalismo muere algún día, morirá matando.
Algunas distorsiones interesadas y directamente mentiras flagrantes que están diluyendo las derechas en las informaciones de la actualidad dominada por el coronavirus pueden comentarse a vuelapluma bajo los epígrafes que siguen a continuación:
El virus democrático. Afloran declaraciones de expertos y artículos de opinión sesudos y biempensantes donde se extiende la idea bondadosa, de orden cuasi místico y, por supuesto, naturalísima en su especie de benignidad absoluta, de que Covid-19 ataca por igual a ricos y pobres, gente privilegiada y gentes que malviven al raso en la cuneta de cualquier arrabal mundano.
La falsedad viene marcada porque se publican nombres y apellidos de afamados personajes de gran tronío o pasajera notoriedad que sobresaltan a la mayoría silenciosa confinada en sus hogares: consuelo mistificado, al parecer la Parca hace su trabajo sin distinguir clases, etnias ni idiomas al igual que los ejércitos papales en su masacre santa contra los cátaros disparando a discreción a todo lo que se movía, hereje, sospechoso o cualquiera que pasara bajo el fuego del catolicismo en armas. Simón IV de Monfort, cruel y fanático aristócrata de la cruzada contra los también conocidos como albigenses del mediodía francés, dijo impasible, según recoge la leyenda: “matadlos a todos, dios reconocerá a los suyos”. Covid-19 parece también un personaje de ese pensamiento recalcitrante, ahora con significado contrario.
Las personas afectadas y fallecidas que pertenecen al común nunca tienen nombre ni apellido, de ahí que las pocas singularidades multipliquen geométricamente su presencia psicológica en el imaginario popular. Don Nadies más celebridades suman una totalidad desvirtuada: la sensación es que hay más figuras públicas que gente del montón.
Craso error de percepción: mueren los de siempre o bien tienen más papeletas para verse infectadas las personas ancianas hacinadas en residencias privadas y públicas sin recursos médicos aceptables, las madres solteras con niños y niñas a cargo, individuos que viven solos, familias numerosas confinadas en espacios minúsculos, trabajadores y trabajadoras de sectores esenciales no debidamente protegidos por sus empresas (sanitarios, teleoperadores, etc), indigentes y marginados…
Todas las personas mencionadas no cuentan con subalternos que les hagan las compras o les faciliten la supervivencia en condiciones extraordinarias de alarma, incluso cuentan con medios económicos escasos o ningún recurso para atender las necesidades mínimas de subsisitencia.
Seguiremos leyendo y escuchando por boca de voceros significados que el coronavirius es una “delicia exquisita” de ecuanimidad equitativa: mienten a sabiendas y hay que combatir sus falsedades con decisión. Donde “todos” es una excusa o argucia ad hoc hay culpables ocultos por acción u omisión.
El mercado es perfecto. Los neoliberales no cejarán en su empeño de cantar las alabanzas del mercado y la mano santa que atiende a ciegas nuestras necesidades elementales. Es verdad que ahora han de utilizar subterfugios y vías secundarias para introducir su ideología capitalista a ultranza, sin embargo paremos en mientes acerca de las sus críticas y diatribas sazonadas de libertad de expresión, en este momento con cierta sordina o solapadas, que continúan vertiendo los líderes de la derecha contra las medidas excepcionales tomadas por los gobiernos tanto en materia de sanidad pública y salud en general como en asuntos de cobertura social de urgencia.
Saben que no pueden elevar la voz demasiado no sea que su bajeza moral quede al descubierto: han desmantelado en la última década un sinfín de recursos públicos a favor de las multinacionales y el sector privado. No obstante, la coartada en boga se vale de otras afirmaciones arbitrarias acusando a los gobernantes salidos de las urnas, sobre todo si son de tinte o aspecto izquierdista, de autoritarios, de invasión desaforada de la esfera particular o privada.
Contradictorias hordas de odio de clase de arriba abajo que mientras claman con exabruptos de extremosa calaña ética, con el propósito de salvar de la quema sus beneficios empresariales, estatus social y prebendas financieras, alargan su mano bajo cuerda solicitando ayudas estatales y moratorias fiscales para empresas y castas multimillonarias: la doble moral salta a la vista pero resulta muy complicado combatir estos mensajes subrepticios y edulcorados elaborados a través de tejemanejes discursivos de alta complejidad retórica y sofisticación publicitaria muy elevada. Amén de que cuentan con casi la unanimidad de los principales medios de comunicación masivos.
El trabajo como gasto superfluo. Junto al mantra del Estado mínimo o raquítico (Hacienda para extraer la sangre del salariado, policía represiva en servicio permanente y ejército en la reserva a prueba de revueltas izquierdistas), el segundo precepto seudofilosófico por antonomasia del captalismo clásico es que el trabajo hay que encuadrarlo en el capítulo de gastos a aminorar ininterrumpidamente o, si ello fuera posible, eliminar de cuajo.
Tal es la perspectiva del capital, de la empresa, de los estamentos neoliberales, la globalización de las mercancías low cost, la restricción de movimientos migratorios, el extractivismo mineral de las periferias a base de dictaduras locales y la gestión severa de la mano de obra esclava o de subsistencia en países de pobreza endogámica. La precariedad vital de la clase trabajadora occidental forma también parte de ese panorama de desvalorización permanente del factor trabajo.
En pandemias como la actual estamos habitando una situación irreal o insospechada: el trabajo es lo importante, las personas, sus manos y pensamientos, su capacidad de respuesta y abnegación colectiva, su quehacer creativo de riqueza. Mucha gente se está descubriendo a sí misma, la relevancia absoluta de su aportación social: limpiadoras, cuidadoras a domicilio, cajeras de supermercado, agricultores, trabajadores del sector de producción alimentaria, camioneros que distribuyen en soledad bienes fundamentales, repartidores de comida, el personal sanitario… Agréguese tareas y empleos que pasan desapercibidos en la normalidad capitalista, a personas de carne y hueso despreciadas mientras consumimos futesas al por menor y deseos vicarios de quita y pon. Esperemos que no sea un mero espejismo que no deje huella en la conciencia de cada cual.
La ideología dominante juega a diario con la autoestima y el éxito individual. Empleos en la precariedad vital causan estragos en el equilibrio mental de mucha buena gente trabajadora: me merezco este empleo-basura, no valgo para otra cosa salvo para sobrevivir. Con el talento sucede algo similar: gente joven y no tanto se cuestionan sus habilidades profesionales si no alcanzan una meta baladí, el éxito relámpago recompensado por el sistema. Esa desafección de uno mismo le viene muy bien al régimen, así mantiene al trabajador en tensión neurótica, sumido en sus problemas íntimos, al pairo de la necesidad dentada e imperiosa.
Sí, las empresas, los accionistas y los directivos no crean ninguna riqueza ni valor añadido al productor acabado, simplemente son eslabones de cadenas jerárquicas distribuidoras del reparto injusto y desigual, del robo técnico y la enajenación legalizada de la plusvalía generada por cada individuo. La única riqueza tangible, real, sale de las manos y las cabezas, del esfuerzo y la creatividad, de cada trabajador y trabajadora. Si ese potencial psicológico regresara a su legítimo dueño el capitalismo tendría razones de peso para sentirse zozobrar. No obstante, la complejidad ideológica, esa maraña de automatismos culturales que nos dicta pulsiones y compulsiones, esa madeja casi inefable de gestos estereotipados, es muy difícil de destruir.
Unir voluntades por una causa común en mitad de la vacuidad social alentada por el capitalismo es voluntad heroica al borde de la locura: el desbroce, sin embargo, no debe detenerse a pesar de las alambradas mentales que cercan la reflexión plural y crítica con placebos de espurio sentido común: la sociedad del espectáculo de Debord, por ejemplo, dicho a lo pedante.
El poder de la Unión Europea. Durante las últimas décadas se nos ha metido en vena que la Unión Europea era un campeón mundial en todos los órdenes que podría ejercer contrapeso ante los liderazgos militares y económicos representados por EE.UU. y China.
La vieja Europa con sus antiguas filosofías y su ponderada maduración cultural parecía llamada a ser un foco y foro irradiador de moral universal del siglo XXI. Nada más lejos de la realidad: una dosis adecuada de becas Erasmus, mucha fanfarria de autobombo, el eje Berlín-París como presidencia dual de facto en funciones ejecutivas, mercancías corriendo a la desesperada para hacer acopio de lealtades comerciales, palabras simbólicas elevadas al altar de la retórica huera.
La Unión Europea fue un pigmeo en 2008: abrasó a Grecia con sus imposiciones letales, ha alentado la privatización furibunda de los sectores públicos nacionales, no alberga personalidad de enjundia, mediadora ni pacífica en los conflictos bélicos internacionales, es seguidista de las directrices de Washington, es una panda de burócratas hablando muchos idiomas sin decir nada sustancial… Ahora mismo, 2020, crisis del coronavirus: ninguna política común, cero ideas constructivas, liberar fondos sin perseguir fines materiales de ámbito social.
Pensar que la Unión Europea es una reunión de tecnócratas y mercaderes sin más meta que financiar sus delirios de grandeza es tanto como pensar en una verdad dolorosa. Políticamente liliputiense, no es más que una entelequia urdida para que Alemania y Francia, con el inestimable concurso de las elites domésticas, mantengan sus privilegios a buen recaudo. Sobran pruebas para mantener esta postura pesimista, que no tiene oportunidad de revertirse en positivo dentro de la políglota y virtual nube europea de complacencia mutua, ojos de piedra y oidos cerrados a lo que viven y padecen los ciudadanos de un reino inexistente a excepción de esas cumbres de oropel que se suceden con pasmosa regularidad y estética ineficacia.
En definitiva, sin el factor social la Unión Europea no es más que un mercado de discursos vanos y capitalismo en su decadencia neoliberal.
Las culpas del capitalismo salvaje. Otra escala de defensa, utilizada igualmente por la izquierda reformista más adosada al sistema neoliberal en vigor detumescente usa del criterio del grado: el culpable de las injusticias sociales y la gestión desigual de las crisis no es el capitalismo como tal sino el capitalismo salvaje, sutileza de vuelos cortos e intelectos alojados en la cúspide de su narcisismo solipsista.
Es una teoría vetusta y añeja que viene torturando conceptos desde la revolución industrial de Manchester. Capitalismo de rostro humano, capitalismo popular, economía social de mercado, estado de bienestar, han sido vehículos doctrinales de adaptación que han ido apareciendo como credos de novísmo cuño entre las izquierdas tendientes a colaborar o dialogar con el capital para atemperar sus consecuencias sociales más lesivas o negativas entre la clase trabajadora. Deliberar para comulgar con el contrario, transigir para que la derrota parezca una victoria pírrica.
Este afán de integración en el sistema creó otro instrumento intelectual decisivo para que las ramas socialdemócratas se pasaran espiritual y efectivamente al bando de las derechas parlamentarias: la emergencia mitad real y mitad figurada de las clases medias consumistas, propietarias de coche, nevera y lavadora, titulares de hipoteca de por vida e incluso, los capataces y cuadros medios de la estructura laboral dueños de una dacha en el litoral o el pueblo vernáculo, clases de procedencia variopinta que renegaban de sus antecesores y de sus luchas a cuerpo gentil contra el fascismo y la explotación laboral.
Hoy se dejan oir voces que ponen un dique, por si los acasos espontáneos o la dialéctica materialista de la historia se desmandan, a pensamientos radicales o subversivos que critiquen a fondo el capitalismo tal cual, en su conjunto, sin medias tintas. Su tesis dogmática es que hay capitalismo bueno y mala praxis capitalista: maniqueísmo enagañabobos.
Estos gradualistas de la moral coyuntural desechan categorías como la explotación laboral, la desigualdad como vector de inestabilidad permanente y la cooperación como mecanismo o dispositivo social de mayor rendimiento productivo sin caer en la competitividad egoísta como único modo de entender las relaciones biológicas, materiales y culturales entre personas, naturaleza y comunidades. Antes la competencia, simbólica y real, que convivir en el respeto mutuo y la resolución atemperada merced al diálogo y la política racional.
En realidad, piensan que el capitalismo salvaje solo es un régimen del deseo desaforado sin límites ni bridas y que las multinacionales agresivas no son más que adolescentes díscolos que reclaman un pescozón por su conductas diletantes y poco respetuosas con las normas éticas al uso.
Si algo nos dice la historia grande del devenir humano es que el capitalismo no hace favores a nadie, que es un monstruo que se regula por el caos y la destrucción, que se alimenta de escombros y sangre humana, que tiene ciclos de mayor o menor carga vírica nociva, valga la expresión tomada de la rabiosa actualidad, y que allí donde nada ni nadie le ofrece resistencia se fagocita a sí mismo para renacer de sus propias cenizas. ¿Hasta cuándo será posible ese despilfarro? ¿Tanta es la impotencia asumida por la izquierda y la razón que nada queda por hacer distinto a volver al punto de partida?
La libertad occidental y la dictadura china. Desde la implosión súbita de la URSS el capitalismo ha viajado a bordo de las banderas de conveniencia globlalización, neoliberalismo y posmodernidad hasta conquistar sin apenas resistencia aguas de todos los colores intelectuales y culturales. El contrapoder comunista, al menos en la iconografía de la opinión pública, se vino abajo con estrépito y todas las izquierdas se pusieron a remojo de sus propias contradicciones y a lamerse las paradojas irresolubles del panteón de ilustres exégetas del marxismo bíblico.
Bajo esta euforia se lanzaron eslóganes para alcanzar puerto seguro en el siglo XXI: sociedades sin paro, flexiseguridad laboral, sociedades abiertas del ocio y de la comunicación. ¿Tenemos redaños para recordar esos hitos de alegría desenfrenada?
Esos mojones se desvanecieron en pompas de jabón nada más pronunciar su declaración supuesta de intenciones. Lo que sí sucedió cruentamente, aunque ya teníamos noticias precursoras en Chile con Pinochet y la escuela depredadora de Milton Friedman, fueron las privatizaciones de los sectores públicos implementadas por Thatcher y Reagan: el pensamiento único neoliberal contaminó todo el espectro político, rindiendo pleitesía hasta sindicatos de clase y grupos ortodoxos y heterodoxos otrora revolucionarios o radicales de izquierdas.
Las promesas de libertad sin límites se regalaron a millones y las realidades vitales transformadas en relatos individuales de existencialismo friqui y cutre germinaron en la misma proporción que las promesas rotas, que las vidas imaginadas de independencia y acérrima libertad tiradas al cubo de la basura.
Sin embargo, hemos aprendido a añorar en Occidente los iconos que mitigan nuestros dolores más íntimos. Amamos a nuestro enemigo, somos víctimas ligadas como dependientes emocionales al sistema que causa nuestras heridas. Contenemos tantas necesidades a la intemperie (de empleo, de techo, de cariño, de proyecto coherente) que no tenemos más remedio que entregarnos al látigo que nos esclaviza: el contrato de mierda, la canción del verano, el botellón para olvidar penas, la baratija más estúpida, el sexo de ocasión, el viaje circular a ninguna parte.
A pesar de ese agujero negro que nos impide observar con nitidez los alrededores, el sistema conoce que nunca se sabe, que siempre es posible la disidencia, que la crítica puede brotar en el erial más cochambroso: de hecho, el mejor abono es el estiércol, estar en las últimas es una bomba que se carga de explosvo de modo aleatorio.
Hay que inventarse, por tanto, un adversario brutal: China, el peligro amarillo, que ha atajado la crisis del coronavirus en tiempo récord y con menos contagiados y muertos que la Unión Europea cuando este espacio comunitario sin fronteras cuenta con 500 millones de habitantes por 1.400 su oponente geopolítico. De momento, EE.UU. presenta números más tenues aunque todavía es incipiente el desarrollo de Covid-19 en su territorio federal. Además, China es una dictadura por definición axiomática.
Se dice con cierto desparpapajo altanero que China ha confinado a su población gracias al big data y la geolocalización: da risa tal simpleza, cuando no vergüenza ajena, esta ligera elucubración cuando en el “mundo libre” existen conglomerados universales como Google, Facebook y Amazon que saben de nosotros hasta el detalle más ínfimo sobre gustos y preferencias de cualquier índole, además de estar localizados también por móvil, ordenador y los algoritmos de Silicon Valley. No olvidemos los secretos difundidos por WikiLeaks y las torturas procesales y vaivenes legales por los que está pasando su creador Julian Assange y las revelaciones inauditas del antiguo espía tecnológico de la CIA, Edward Snowden. Estamos controlados, en China y en todo Occidente.
Lo incuestionable y relevante una vez cortada la hojarasca mediática es que China está pudiendo con Covid-19 con una energía política e inteligencia colectiva puesta al servicio de una causa común, sin empresas que hagan negocio lucrativo del dolor social. Por el momento, la Unión Europea va a la zaga en sus respuestas efectivas contra el coronavirus y ya hay empresas de mascarillas en EE.UU. que buscan beneficios desorbitados de la competencia entre estados-clientes: antes de la crisis una mascarilla estandar costaba 80 centavos, hoy el precio de ese bien convertido en mercancía es de 8 dólares, diez veces más y subiendo… Es el mercado ciego y bondadoso. Al parecer, “la ominosa dictadura china” ha resuelto ese problema de manera más convincente, igualitaria y justa. Sin exclusiones.
Todavía vivimos en el mito. Covid-19 ha rescatado la peste medieval: esas imágenes truculentas de ciudades llenas de cadáveres sin recoger, silencios estremecedores, hedores infernales y supervivientes con el rostro demacrado, sombras a la deriva, a la buena de dios, nunca mejor traída la expresión.
Creíamos que el hombre blanco moderno, as de todas las hazañas habidas y por haber, era indemne a eventualidades de estas caracterísiticas tan desastrosas y malolientes.
El hombre blanco conquistaba, inventaba, filosofaba: era su grandeza, también su carga. Ahora resulta que un leve roce puede hacer de él un apestado cualquiera. ¡Y el roce puede venir de otro blanco semejante superior y no de chusma extranjera o bárbara!
Aún habitamos el mito. La pregunta es, ¿alguna vez hemos vivido fuera de él? Mitos, mitos y más mitos: el hombre blanco, el supremacismo sedicente, Eldorado occidental, la globalización virtual, el mercado capitalista, el automóvil, el ordenador, el móvil, el estatus que se desmorona en un santiamén, la cibervida.
Resulta que la crisis nos dice al que quiera escuchar que no hay sociedad sin trabajadores, seguridad colectiva sin sanidad pública, proyecto humano sin igualdad y cooperación. Vivir sin contactos humanos no tiene sentido.
Desde luego que desprenderse de mitos que conforman nuestro ser como una segunda piel no es nada sencillo. El mito llena los vacíos de triquiñuelas semánticas y algodones sentimentales que no queremos ver en su descarnada profundidad o esencia radical: no estamos solos, no podemos vivir en permanente disputa, el estatus es un viento que se deshace cada día, consumir y tener es un placebo; en crear y compartir reside la vida auténtica, no sin conflicto, no sin discusión.
Deseo y necesidad deben dialogar en el interior de cada persona de forma racional, empática, cociendo paradojas hasta destilar contradicciones asumibles. Si somos empáticos con nosotros mismos, la empatía se propagará como un virus. Este virus no es maligno. ¿Nos atrevemos juntos a vivir la vida o volvemos cual rebaño vencido y vilipendiado a la casilla de inicio siendo todavía más pobres que antes de la eclosión del coronavirus de marras?
No respondamos a la ligera, pero tampoco nos demoremos en exceso: el futuro no está ahí, no es de recibo, lo hacemos viviéndolo cada instante. Y permanezcamos en alerta y vigilia constante: el mercado jamás dimite, siempre está al acecho, a la caza oportunista.