Dictadura del proletariado, partido y formas de estado.

El Sudamericano

“…creo que tenemos que retomar un serio examen de las nociones de dictadura del proletariado y de la extinción del Estado. Es una cuestión complicada, porque las palabras no tienen el mismo sentido hoy que el que podrían haber tenido en la pluma de Marx. En su momento, en el léxico de la Ilustración, la dictadura se contraponía a la tiranía. Evocaba una venerable institución romana: un poder de excepción delegado por un tiempo limitado, y no un poder arbitrario ilimitado. Es evidente que tras las dictaduras militares y burocráticas del siglo XX, la palabra ya no conserva su inocencia. Para Marx, sin embargo, designaba algo enteramente nuevo: un poder de excepción por primera vez mayoritario, del cual la Comuna de París representó –según sus propias palabras– “la forma finalmente descubierta”.

Es entonces de esta experiencia de la Comuna (y de todas las formas de democracia “desde abajo”) que deberíamos hablar hoy. La noción de dictadura del proletariado no definía entonces, para Marx, un régimen institucional específico. Tenía mas bien un significado estratégico: el de destacar la ruptura de continuidad entre un antiguo orden social y jurídico y uno nuevo. “Entre dos derechos opuestos, es la fuerza la que decide”, escribió en El Capital. Desde este punto de vista, la dictadura del proletariado sería la forma proletaria del estado de excepción.

Finalmente, solemos escuchar que Marx podría haber sido (o ha sido) un buen economista, o un buen filósofo, pero sin embargo un político mediocre. Considero que esto es falso. Por el contrario, Marx fue un pensador de la política, pero no como se la enseña en las denominadas “ciencias” políticas, no como una tecnología institucional (por otra parte, en el siglo XIX, no había prácticamente regímenes parlamentarios en Europa –aparte de Gran Bretaña– ni partidos políticos del tipo moderno que nosotros conocemos). Marx piensa a la política como acontecimiento (las guerras y las revoluciones) y como invención de formas. Es lo que yo llamo “una política del oprimido”: la política de aquellos que son excluidos de la esfera estatal a la que el pensamiento burgués reduce la política profesional. Si bien esta otra concepción de la política sigue siendo muy importante hoy en día, no menos lo son los puntos ciegos de Marx, que pueden conducir a un cortocircuito entre el momento de excepción (la “dictadura del proletariado”) y la perspectiva de una rápida desaparición del estado (y del derecho). Me parece que este cortocircuito está presente en Lenin (particularmente en El Estado y la Revolución), lo cual no es de mucha ayuda para pensar los aspectos institucionales y jurídicos de la transición. Ahora bien, todas las experiencias del siglo XX nos obligan a pensar de fondo la diferencia entre partidos, movimientos sociales e instituciones estatales…”

Daniel Bensaïd. Entrevista en Moscú (2006)

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…Democracia en este contexto significa, por cierto, no democracia liberal sino una variedad de colectivismo, lo suficientemente fuerte como para subordinar los planes de vida y objetivos de vida de todos los individuos a un plan colectivo, y a un conjunto de objetivos colectivos.

En otras palabras, la democracia descrita por Marx, en su temprano ensayo “Sobre la Cuestión Judía”: gobierno por el pueblo sin restricción de los derechos individuales, que ofrece libertad como participación, pero no libertad como autonomía individual. En años posteriores Marx describió esta forma de democracia como adecuada a la “dictadura del proletariado”. Fue bastante vago para definir la última, pero Engels estaba en lo correcto al ver su primera encarnación histórica en la Comuna de París. Criticó la Comuna por una insuficiente resolución revolucionaria pero, al mismo tiempo, la valoró altamente como forma de participación democrática directa, combinando funciones legislativas y ejecutivas, liberándose del parlamentarismo burgués y de la “falsa independencia” de los funcionarios judiciales, suprimiendo el ejército establecido y sustituyéndolo por el pueblo armado. No dejó de enfatizar que la forma directa de gobierno del pueblo difería profundamente de la democracia representativa y no vaciló en valorar, en este contexto, tan arcaico detalle como la “instrucción formal” de los representantes por sus constituyentes…”

KARL MARX COMO FILOSOFO DE LA LIBERTAD. Andrzej Walick

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“…Si la política es una cuestión de opción y decisión, implica una pluralidad organizada. Ésta es una cuestión de principios de organización. En cuanto al sistema de organización, puede variar según las circunstancias concretas, a condición de no perder el hilo que guía los principios en el laberinto de las oportunidades. Así es como incluso la notoria disciplina en la acción parece menos sacrosanta de lo que admitiría el mito dorado del leninismo. Conocemos cómo Zinóviev y Kámenev fueron culpables de indisciplina, oponiéndose públicamente a la insurrección, y aún así no fueron apartados permanentemente de sus responsabilidades. El propio Lenin, en circunstancias extremas, no dudó en exigir el derecho personal de desobedecer al partido. Así, contempló la idea de dimitir de su cargo para retomar la «libertad de agitar» en la base del partido. En el momento crítico de la decisión, escribió bruscamente al Comité Central, «me fui a donde ustedes no querían que fuera (al Smolny). Adiós».

Su propia lógica lo llevó a visualizar la pluralidad y la representación en un país sin tradiciones parlamentarias ni democráticas. Pero Lenin no extrajo todas las conclusiones. Hay por lo menos dos razones para ello. La primera es que había heredado de la Revolución francesa la ilusión de que, una vez que el opresor ha sido derrocado, la homogeneización del pueblo o de la clase es sólo una cuestión de tiempo: las contradicciones entre el pueblo pueden ahora sólo provenir del extranjero o de la traición. La segunda es que la distinción entre lo político y lo social no es una garantía contra una inversión fatal: en lugar de llevar a la socialización de lo político, la dictadura puede significar la estatización burocrática de lo social. ¿Acaso no se aventuró el propio Lenin a predecir «la extinción de la lucha entre los partidos dentro de los soviets»?

En El Estado y la Revolución, los partidos pierden ciertamente su función en favor de una democracia directa, que no se supone que sea completamente un Estado separado. Pero, al contrario de las esperanzas iniciales, la estatización de la sociedad triunfó sobre la socialización de las funciones estatales. Absorbidos por los principales peligros del cerco militar y la restauración capitalista, los revolucionarios vieron crecer bajo sus pies el peligro no menos importante de la contrarrevolución burocrática.

Paradójicamente, las debilidades de Lenin están más ligadas a sus inclinaciones libertarias que a sus tentaciones autoritarias, como si un eslabón secreto uniera las dos. La crisis revolucionaria aparece como el momento crítico de la posible resolución, donde la teoría se vuelve estrategia:

«La historia en general y más particularmente la historia de las revoluciones es siempre más rica en su contenido, más variada, más polifacética, más viva, más ingeniosa que lo que pueden concebir los mejores partidos, las vanguardias más conscientes de las clases más avanzadas. Y eso es comprensible ya que las mejores vanguardias expresan la conciencia, la voluntad y la pasión de decenas de miles de hombres, mientras que la revolución es uno de los momentos de especial exaltación y tensión de todas las facultades humanas –el trabajo de la conciencia, la voluntad, la imaginación, la pasión de centenares de miles de hombres incitados por la más áspera lucha de clases. De aquí surgen dos conclusiones prácticas de gran importancia: primero, que la clase revolucionaria, para poder llevar a cabo su tarea, debe poder tomar posesión de todas las formas y todos los aspectos de la actividad social sin la más mínima excepción; segundo, la clase revolucionaria debe estar lista para reemplazar rápidamente una forma por otra y sin advertencia»…”

Daniel Bensaïd. “LENIN: ¡SALTOS! ¡SALTOS! ¡SALTOS!”

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Por consiguiente, la participación real de las masas en el proceso revolucionario corre el riesgo –fatal amenaza de todo jacobinismo– de asumir el carácter de un movimiento de protesta, de una agitación inmediata cuya conexión con la estrategia general existe y es clara sólo para la conciencia del partido.

Lenin fue siempre el primero en tener conciencia de estos límites del partido que construía, de estos peligros que lo amenazaban, y en dirigir una ardua lucha en el terreno teórico y en el practico para superarlos y contrastarlos. No es casual que, más tarde, se dedicase a reexaminar a fondo las formulaciones contenidas en Materialismo y empiriocriticismo, en un esfuerzo por superar, a través de una relectura de Hegel, todo residuo cientificista y de restaurar rigurosamente el método dialéctico. No es casual que, sobre todo después de la revolución de octubre, desarrollase una lucha política incansable contra el voluntarismo y el naciente burocratismo, contra la tendencia a transformar la dictadura proletaria en dictadura del partido, contra todo alejamiento de la vida de las masas y toda limitación arbitraria de la vida democrática en el seno de la clase y del partido.

Pero esa lucha no podía conducir a una victoria definitiva ni a una plena superación teórica, esos peligros debían resurgir continuamente y ser nuevamente combatidos, porque el límite que los alimentaba no era una insuficiencia puramente subjetiva, sino que hundía sus propias raíces en la realidad, era un límite de la teoría leninista sólo en cuanto era un reflejo de un límite objetivo de la revolución rusa, y así de una cierta etapa de la revolución mundial.

Que el proletariado ruso de hecho debiese, como sostenía Lenin, llevar a su fin la propia revolución y conquistar el poder mucho antes de que la sociedad capitalista hubiera alcanzado plena madurez, y que esa transformación fuese necesaria no sólo para asegurar el desarrollo económico y civil de ese país, sino para contrastar la lógica catastrófica del imperialismo a nivel mundial y así abrir nuevos caminos al proletariado de todos los países, nada quita al hecho de que esa revolución debiera proceder, de tal modo, en condiciones muy difíciles…”

[…]

De todas maneras, es preciso agregar que, con independencia de los errores y las deformaciones de la praxis stalinista, la situación histórica a partir de la cual se comenzaba la edificación del socialismo presentaba límites y mecanismos que pronto harían particularmente difícil, si no imposible, un pleno ejercicio del centralismo democrático.

Dos elementos parecieron ser decisivos en ese sentido. Por un lado, la relación que forzosamente liga la democracia dentro del partido con la democracia en general. No cabe duda, en efecto, respecto de que cuando la dictadura proletaria asume por necesidad formas excesivamente rígidas hasta el punto de limitar, en el cuerpo social y en la vida del estado, la expresión y la organización del disentimiento, esto no puede dejar de reflejarse en la vida interna del partido. De hecho, todo debate abierto y organizado dentro del partido corre el riesgo de reflejar fuerzas sociales diversas, tensiones que no tienen otro modo de expresarse, y fatalmente conduce a la formación de diversas fuerzas políticas, y así a la disgregación del partido y a la ruptura del cuadro institucional. Lenin fue el primero en reconocer esa dificultad.

Por otro lado, la relación que el partido bolchevique estaba obligado a mantener con las masas interponía un grave obstáculo para su democracia interna. Un partido llegado al poder sobre la base de un movimiento en el cual la conciencia socialista era harto restringida, obligado a edificar una sociedad nueva en condiciones de enorme atraso y bajo la presión de gigantescas fuerzas opositoras, con una base social proletaria todavía exigua y una organización formada casi sólo por cuadros, no podía postergar durante mucho tiempo la necesidad de pedir a la masa de sus propios afiliados una delegación de fe, una adhesión en muchos casos casi acrítica e incondicional. Y esta relación interna entre clase dirigente y masa hacía difícil el pleno ejercicio del centralismo democrático no sólo porque una parte del partido no estaba preparada para participar activamente en la dirección política, sino también porque un debate crítico abierto y organizado, que en ciertos momentos dividiese al grupo dirigente, podía poner en crisis la fe de las bases, aparecer a los ojos de ésta, más como un “escándalo” que como una manifestación de vida y desarrollo.

Sabemos que durante la época stalinista esos límites objetivos pesaron, y de un modo grave, sobre la vida interna del partido…”

Lucio Magri. PROBLEMAS DE LA TEORÍA MARXISTA DEL PARTIDO REVOLUCIONARIO

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“… El famoso principio de Marx de que “la emancipación de la clase obrera debe ser obra de los obreros mismos”, en el que él y Engels insistieron una y otra vez, es complementado –y no contradicho– por su concepción del partido. “El Partido Obrero Socialdemócrata Alemán, precisamente porque es un partido obrero, sigue una ‘política clasista’, la política de la clase trabajadora”, escribió Engels en 1873 en El problema de la vivienda. “Dado que cada partido político se dedica a imponer su dominio en el estado, así el Partido Obrero Socialdemócrata Alemán forzosamente lucha por imponer su dominio, el dominio de la clase trabajadora y, por lo tanto, la ‘dominación de clase’”. La organización por el proletariado de su propio partido era la “condición primordial” de la lucha de la clase trabajadora y “la dictadura del proletariado […] su objetivo inmediato”.

Marx y Engels nunca fueron más allá de esta afirmación en su análisis de la relación entre el partido proletario y su concepción de la dictadura proletaria, a la que veían como un “período político de transición” entre el capitalismo y el comunismo. Nada hay en su obra que justifique la tentativa de Stalin de presentar como marxista su teoría de que el socialismo demanda un sistema de un solo partido […]

La Comuna, descrita por Marx como “la conquista del poder político por las clases trabajadoras”, y por Engels como “la dictadura del proletariado” (con lo cual quería decir lo mismo), no era un estado de un solo partido y se basaba en la elección de todos los funcionarios mediante el voto universal y en medidas destinadas a “precaverla contra sus propios diputados y funcionarios, declarándolos a todos, sin excepción, revocables en cualquier momento”.

[…]

El papel del partido proletario está deslindado por la misma concepción de la dialéctica y del desarrollo histórico expuesta por Marx y Engels. Nacido en un cierto momento de la vida de la clase obrera, desarrollándose junto con las diferentes etapas del desenvolvimiento de esa clase en países y períodos diferentes, reaccionando a su vez ante este desarrollo y acelerándolo, su capacidad para ayudar a conquistar el poder por la clase trabajadora constituiría el fundamento de su propia desaparición. Puede suponerse que la clase obrera en el poder, al elevar la conciencia de los sectores más amplios de la población mediante una gran expansión de la educación, al establecer “instituciones realmente democráticas” que vigilaran que las “personas actuasen por sí mismas y para sí mismas”, gradualmente cerraría la brecha entre un creciente “núcleo experimentado y educado” de centenares de millares de miembros del partido y el resto de la clase, quitando así la raison d’etre del partido como un escalón diferente. Por último, aunque Marx no se hacía ilusiones respecto de la rapidez con que esto se produciría, las medidas económicas tomadas por el proletariado en el poder terminarían con su dominio al abolir su existencia como clase, y, con ello, la existencia del estado “en el actual sentido político”. En la asociación que excluirá las clases y su antagonismo –la que, según creía Marx, seguiría a la dictadura transicional del proletariado– la permanencia de un partido proletario sería evidentemente un anacronismo…”

Monthy Johnstone. MARX Y ENGELS Y EL CONCEPTO DE PARTIDO

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“… Por más brutalmente materiales que sean por lo común en los casos particulares las medidas coercitivas de la sociedad, ello no impide que el poder de toda sociedad sea esencialmente un poder espiritual, del cual sólo el conocimiento puede liberarnos; pero no un conocimiento simplemente abstracto y puramente cerebral (muchos “socialistas” poseen tal conocimiento) sino un conocimiento hecho de carne y sangre, es decir, según la expresión de Marx, una “actividad práctico-crítica”.

La actualidad de la crisis del capitalismo hace posible y necesario ese conocimiento. Como consecuencia de la crisis, la vida misma cuestiona el medio social habitual y nos hace percibir y experimentar su carácter problemático y es debido a ello que tal conocimiento es posible. Además, el poder afectivo de la sociedad capitalista está tan subvertido que no estaría en condiciones de imponerse por la violencia si el proletariado le opone consciente y resueltamente su propio poder; por esto dicho conocimiento se torna decisivo y en consecuencia necesario para la revolución. El obstáculo a esa acción es de naturaleza puramente ideológica. En medio de la crisis mortal del capitalismo, grandes capas del proletariado experimentan todavía el sentimiento de que el Estado, el derecho y la economía de la burguesía con el único medio posible de su existencia: a sus ojos, si bien puede introducirle múltiples mejoras (“organización de la producción”) constituye sin embargo la base “natural” de “la” sociedad.

Esa es la concepción del mundo que está en la base de la legalidad. No implica siempre una traición consciente ni tampoco un compromiso consciente. Es más bien la actitud natural e instintiva hacia el Estado, formación que aparece ante el hombre como el único punto fijo en medio del caos de los fenómenos. Esta concepción del mundo debe ser superada si el partido comunista quiere proporcionar una base sana a su táctica legal e ilegal. El romanticismo de la ilegalidad, con el que comienza todo movimiento revolucionario se eleva muy raramente, por efectos de la lucidez, por encima del nivel de la legalidad oportunista. Como todas las tendencias aspiran al golpe de Estado, sobreestima considerablemente el poder efectivo que posee la sociedad capitalista misma en su período de crisis; esto puede volverse muy peligroso pero no es sino el síntoma del mal que sufre siempre esta tendencia, o sea la falta de independencia del espíritu con respecto al Estado como simple factor de poder, lo que en definitiva tiene su origen en la incapacidad de actualizar las relaciones que acabamos de analizar. En efecto, atribuyendo a los métodos y a los medios ilegales de lucha una cierta aureola, dándoles el acento de una “autenticidad” revolucionaria particular, se reconoce un cierto valor y no una simple realidad empírica a la legalidad del Estado existente. La indignación contra la ley en tanto que ley, la preferencia acordada a ciertas acciones a causa de su ilegalidad, significan que, a los ojos del que actúa de esta manera, el derecho ha conservado al menos su carácter esencial de valor y de obligación.

Si la total independencia de espíritu comunista con respecto al derecho y al Estado está presente, entonces la ley y sus consecuencias calculables no tienen ni más ni menos importancia que cualquier otro hecho de la vida exterior con el que se debe contar cuando se aprecian las posibilidades de ejecutar una tarea determinada. El riesgo de transgredir las leyes no debe pues revestir otro carácter que, por ejemplo, el riesgo de perder una combinación de tren en circunstancias de un viaje importante. Si no ocurre así y se asigna patética preferencia a la transgresión de la ley, es la prueba de que el derecho ha conservado su valor (aunque caracterizado por un signo inverso) y que la verdadera emancipación todavía no se ha realizado pues el derecho está aún en condiciones de influenciar interinamente a la acción. En un primer momento la distinción quizás parecerá artificial, pero hay que reflexionar sobre la facilidad con que partidos típicamente ilegales, como por ejemplo el de los Socialistas Revolucionarios rusos, reencontraron el camino de la burguesía.

Si se estudia la dependencia ideológica de esos “héroes de la ilegalidad” en relación a los conceptos jurídicos burgueses, tal como ha sido develada por las primeras acciones ilegales verdaderamente revolucionarias –las que no eran transgresiones románticamente heroicas de leyes particulares sino el rechazo y la destrucción de todo el orden jurídico burgués–, entonces se ve que no se trata de un formalismo abstracto y vacío sino de la descripción de una situación real. Boris Savinkov lucha hoy en el campo de la Polonia blanca contra la Rusia revolucionaria; pero él no sólo fue el célebre organizador de casi todos los grandes atentados en épocas del zarismo, sino también uno de los primeros teóricos del romanticismo de la ilegalidad.

En consecuencia, el problema de la legalidad o de la ilegalidad para el partido comunista se reduce a una cuestión puramente teórica y, más aún, a una cuestión de táctica momentánea para la cual no pueden ser impartidas directivas generales ya que la decisión debe depender por entero de la utilidad momentánea. Es en esta toma de posición sin principios donde reside la única manera de negar prácticamente por principio la validez del orden jurídico burgués. No son sólo motivos de oportunidad los que prescriben esta táctica a los comunistas, dado que ella puede así adquirir mayor flexibilidad de adaptación en la elección de los métodos necesarios en un momento dado y que los medios legales e ilegales deben alternar sin cesar o aún ser empleados simultáneamente en los mismos asuntos para combatir a la burguesía de una manera verdaderamente eficaz. Esta táctica debe también ser empleada para que el proletariado haga su propia educación revolucionaria. El proletariado no puede liberarse de su dependencia ideológica de las formas de vida que el capitalismo ha creado a menos que aprenda a actuar de manera tal que esas formas –devenidas indiferentes en tanto que motivaciones– no estén más en condiciones de influenciar interiormente su acción. El odio hacia estas formas y su deseo de aniquilarlas no decrecerá. Por el contrario, a los ojos del proletariado, sólo ese desapego interior puede conferir al orden social capitalista el carácter de obstáculo execrable para una sana evolución de la humanidad –el carácter de un obstáculo destinado a morir pero también mortalmente peligroso–, lo cual es absolutamente necesario para que el proletariado tenga una actitud consciente y perdurablemente revolucionaria. Esta educación del proletariado por sí mismo es un proceso largo y difícil que lo transforma en “maduro” para la revolución; dura mucho más en un país donde el capitalismo y la cultura burguesa han alcanzado un grado elevado de evolución y donde, por consiguiente, el proletariado ha sido alcanzado por el contagio de las formas de vida capitalistas.

La necesidad de determinar las formas oportunas de la acción revolucionaria coincide felizmente con las exigencias de ese trabajo de educación, y esto no es casual. Cuando por ejemplo las tesis adicionales adoptadas en el Segundo Congreso de la III Internacional, con respecto al parlamentarismo, afirman la necesidad de una total subordinación del grupo parlamentario al Comité Central (eventualmente ilegal) del partido, esto no es sólo una consecuencia de la necesidad absoluta de unificar la acción sino que contribuye también a aminorar sensiblemente en la conciencia de grandes masas proletarias el prestigio del Parlamento (prestigio que está en la base de la autonomía del grupo parlamentario, fortaleza del oportunismo). Lo que, por ejemplo, demuestra la necesidad de esta medida es el hecho de que reconociendo interiormente tales instituciones, el proletariado inglés ha dirigido constantemente su acción hacia vías oportunistas. Tanto la esterilidad que caracteriza el empico exclusivo de “la acción directa” antiparlamentaria como la esterilidad de las discusiones sobre las ventajas de uno u otro método demuestran que los dos son por igual, aunque bajo formas opuestas, prisioneros de prejuicios burgueses.

Si es necesario emplear simultánea y alternativamente los medios legales e ilegales, es porque ello es lo único que permite descubrir, bajo la máscara del orden jurídico, el aparato de represión brutal al servicio de la opresión capitalista, descubrimiento que es la condición de una franca actitud revolucionaria frente al derecho y al Estado. El hecho de que uno de los dos métodos sea empleado con exclusividad o de que simplemente predomine, podrá ocurrir sólo en ciertos sectores, y la burguesía conservará la posibilidad de mantener su orden jurídico, en tanto que derecho, en las conciencias de las masas. Uno de los fines principales de la actividad de todo partido comunista es obligar al gobierno de su propio país a violar su propio orden jurídico y al partido legal de los social-traidores a apoyar abiertamente esta “violación del derecho”. En ciertos casos y sobre todo cuando los prejuicios nacionalistas oscurecen te visión del proletariado, esta “violación del derecho” puede ser ventajosa para el gobierno capitalista pero es también cada vez más peligrosa a medida que el proletariado comience a reagrupar sus fuerzas para la lucha decisiva. De aquí, es decir, de la prudencia reflexiva de los opresores, nacen las ilusiones perniciosas sobre la democracia y el pasaje pacífico al socialismo, y esas ilusiones son fortalecidas por el legalismo a cualquier precio de los oportunistas, el cual, inversamente, permite a la clase dominante adoptar su actitud de prudencia. Sólo una táctica realista y lúcida, que emplea alternativamente todos los medios legales e ilegales, dejándose guiar únicamente por la consideración del fin, podrá conducir por buen camino esta empresa de educación del proletariado.

La lucha por el poder podrá comenzar esta educación pero no acabarla. El carácter necesariamente “prematuro” de la toma del poder, reconocido hace ya muchos años por Rosa Luxemburg, se manifiesta sobre todo en el dominio ideológico. Muchas características de toda dictadura del proletariado en sus comienzos son claramente explicables por el hecho de que el proletariado está obligado a apoderarse del poder en una época y en un estado espiritual tales que él siente todavía el orden social burgués como un orden verdaderamente legal. Como todo orden jurídico, el del gobierno de los Consejos está fundamentado en su reconocimiento como orden legal por sectores de la población lo suficientemente grandes como para no estar obligado a recurrir a la violencia más que en casos particulares. Así, en primer lugar, es evidente que en ningún caso el proletariado podrá contar desde el comienzo con este reconocimiento por parte de la burguesía. Una clase habituada tradicionalmente desde hace tantas generaciones a mandar y a gozar de privilegios, nunca podrá habituarse satisfactoriamente al hecho brutal de una derrota y soportar pacientemente sin más el nuevo orden de cosas. En primer lugar, debe ser quebrada ideológicamente antes de ponerse voluntariamente al servicio de la nueva sociedad y de ver en sus leyes un orden jurídico y legal y no simplemente la realidad brutal de una relación provisoria de fuerzas que, el día de mañana, puede ser subvertida. Es inútil creer que esta resistencia, que se manifiesta bajo forma de contrarrevolución abierta o de sabotaje latente, podría solucionarse con algún tipo de concesiones. El ejemplo de la República de los Consejos húngaros demuestra que todas esas concesiones, que en esa circunstancia eran también sin excepción concesiones a la socialdemocracia, refuerzan la conciencia que tienen las viejas clases reinantes de su poder, postergan y aún hacen imposible su aceptación del predominio del proletariado. Pero ese rechazo del poder de los Soviets tiene consecuencias aún más catastróficas sobre el comportamiento de los grandes sectores pequeño-burgueses ya que el Estado aparece efectivamente a sus ojos como el Estado en general, el Estado a secas, como entidad revestida de una majestuosidad abstracta. En esas condiciones, presuponiendo una política económica hábil que esté en condiciones de neutralizar ciertos sectores particulares de la pequeña burguesía, depende del proletariado investir o no a su Estado de una autoridad tal que tenga, además de fe en la autoridad, propensión a la sumisión voluntaria a “el” Estado difundida en todos esos sectores. Las vacilaciones del proletariado, su falta de fe en su propia vocación de dirigir, pueden así arrojar a esos sectores pequeño-burgueses en brazos de la burguesía y de la contrarrevolución abierta.

Bajo la dictadura del proletariado, la relación entre legalidad e ilegalidad cambia de función debido a que la vieja legalidad se torna ilegalidad e inversamente, pero ese cambio puede a lo sumo acelerar un poco el proceso de emancipación ideológico comenzado bajo el capitalismo pero no puede concluirlo de golpe. Así como una derrota no puede hacer perder a la burguesía el sentimiento de su propia legalidad, del mismo modo el sólo hecho de una victoria no puede elevar el proletariado a la conciencia de su propia legalidad. Esta conciencia, que sólo puede madurar muy lentamente en la época del capitalismo, terminará poco a poco su proceso de maduración durante la dictadura del proletariado. Los primeros tiempos aportarán múltiples trabas a este proceso. Sólo después de la toma del poder el proletariado se familiariza con la obra intelectual que el capitalismo ha edificado y salvaguardado. Adquiere entonces no sólo una comprensión mucho mayor de la cultura de la sociedad burguesa sino que también grandes sectores proletarios toman conciencia del trabajo intelectual que exige la conducción de la economía y del Estado. A esto hay que agregar que el proletariado, falto en muchos casos de experiencia práctica y de tradiciones en el ejercicio de una actividad independiente y responsable, experimenta frecuentemente la necesidad de tal actividad más como un peso que como una liberación. En resumen, los hábitos de vida pequeño-burgueses, y frecuentemente ya burgueses, de los sectores proletarios que ocupan gran parte de los puestos dirigentes hacen aparecer como extraño y casi hostil el aspecto precisamente nuevo de la nueva sociedad.

Todos estos obstáculos serían anodinos y podría ser fácilmente superados si la burguesía no se mostrara, por lo menos durante el tiempo que debe luchar contra el naciente Estado proletario, mucho más madura y evolucionada que el proletariado. Para ella, el problema ideológico de la legalidad y de la ilegalidad ha sufrido un cambio de función equivalente.

La burguesía considera el orden jurídico del proletariado como ilegal con la misma naturalidad y seguridad con que afirma su propio orden jurídico como legal. Nosotros exigimos del proletariado que lucha por el poder que no vea en el Estado de la burguesía más que una simple realidad, un simple factor de poder; es eso lo que actualmente hace la burguesía de manera instintiva. A pesar de la conquista del poder del Estado, la lucha sigue siendo desigual para el proletariado hasta tanto no adquiera precisamente la misma seguridad de que sólo su orden jurídico es legal. Sin embargo, esta evolución está gravemente obstaculizada por el estado de espíritu causado al proletariado por la educación de los oportunistas durante su proceso de liberación. Como el proletariado se ha habituado a ver las instituciones del capitalismo aureoladas de legalidad, le es difícil no hacer lo mismo con los vestigios que aún quedan. Luego de la toma del poder, el proletariado permanece todavía intelectualmente prisionero de los límites trazados por la evolución capitalista. Esto se manifiesta por una parte en que deja intactas cosas que debería liquidar totalmente y, por otra parte, en que no destruye ni construye con la seguridad del legítimo soberano sino, alternativamente, con la vacilación y el apresuramiento del usurpador que en sus pensamientos, en sus sentimientos y en sus determinaciones, anticipa interiormente una inevitable restauración del capitalismo.

No pienso aquí solamente en el sabotaje, más o menos abiertamente contrarrevolucionario, de la socialización por parte de la burocracia sindical durante toda la dictadura de los Consejos húngaros, sabotaje cuya finalidad era el restablecimiento del capitalismo con el menor número posible de fricciones. Tan frecuentemente evocada, la corrupción de los Soviets tiene igualmente aquí una de sus fuentes principales. Tiene su origen, en parte, en la mentalidad de numerosos funcionarios de los soviets que, también ellos, esperaban interiormente el retorno del capitalismo “legítimo” y por consiguiente pensaban constantemente en la manera en que podrían eventualmente justificar sus acciones; en parte, por el hecho de que muchos de los que participaban en actividades necesariamente “ilegales” (contrabando, propaganda en el extranjero) no llegaban a comprender intelectual y sobre todo moralmente que, desde el punto de vista decisivo, o sea el del Estado proletario, su actividad era tan legal como cualquier otra. En hombres moralmente inseguros, esa falta de claridad se traducía en corrupción abierta; en más de un revolucionario honesto, se manifestaba por una exageración romántica de la “ilegalidad”, una búsqueda inútil de las posibilidades “ilegales”, la ausencia del sentimiento de que la revolución era legítima y que tenía el derecho de crear su propio orden jurídico.

Durante la dictadura del proletariado, el sentimiento y la conciencia de la legitimidad deben ocupar el lugar de la independencia de espíritu con respecto al orden burgués, exigencia de la etapa anterior a la revolución.

Pero, a pesar de esta metamorfosis, la evolución conserva, en cuanto evolución de la conciencia de clase proletaria, su unidad y su dirección en línea recta. Esta aparece en forma muy clara en la política exterior de los Estados proletarios, los cuales, frente a las potencias capitalistas, deben –con medios sólo en parte diferentes– llevar la misma lucha que en tiempos en que preparaban la toma del poder en su propio Estado. Las negociaciones de paz de Brest-Litovsk han testimoniado brillantemente el alto nivel y la madurez de la conciencia de clase en el proletariado ruso. Aunque hayan negociado con el imperialismo alemán, los representantes rusos han reconocido sin embargo a sus hermanos oprimidos del mundo entero como a sus verdaderos compañeros legítimos alrededor de la mesa de negociaciones.

Aunque Lenin apreció la efectiva relación de fuerzas con la más alta inteligencia y la lucidez más realista, dejó constantemente a sus negociadores hablar al proletariado mundial y, en primer lugar, al proletariado de las potencias centrales. Su política exterior no era tanto una negociación entre Rusia y Alemania sino un estímulo a la revolución proletaria, a la toma de conciencia revolucionaria en los países de Europa central. Por más grandes que hayan sido los cambios de la política interior y exterior del gobierno de los Consejos, por más estrecha que haya sido constantemente la adaptación de esta política a las relaciones reales de fuerza, el principio de la legitimidad de su propio poder ha quedado como un punto fijo en esta evolución; de esta forma, fue también el principio del despertar de la conciencia revolucionaria de clase del proletariado mundial. Es por eso que el problema del reconocimiento de la Rusia soviética por los Estados burgueses no debe estar ligado únicamente a la consideración de las ventajas que Rusia pueda conseguir de ello sino también al principio del reconocimiento por la burguesía de la legitimidad de la revolución proletaria realizada. Según las circunstancias en las cuales se efectúe, este reconocimiento varía de significación. Su efecto sobre los elementos vacilantes de las clases pequeño-burguesas en Rusia y sobre los elementos vacilantes del proletariado mundial es el mismo en lo esencial: la consagración de la legitimidad de la revolución proletaria…”

György Lukács. LEGALIDAD E ILEGALIDAD

DICTADURA DEL PROLETARIADO, PARTIDO Y FORMAS DE ESTADO

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