Desmemoria brutal: del Estado del bienestar a sociedad del egoísmo

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La desmemoria brutal: del Estado del bienestar a la sociedad del egoísmo

ESENCIAL O MENOS – 13/04/2021

Este artículo nos recuerda algunas cosas importantes que la desmemoria fomentada y la ensordecedora saturación de gilipolleces que nos inunda oculta y envuelve en su fétida niebla.

En primer lugar, que si en la Segunda Guerra Mundial se enfrentaron liberalismo, comunismo y fascismo, antes de ella el liberalismo había consentido y tolerado (y en ocasiones ayudado abiertamente) a los fascistas. Con toda claridad había expresado Winston Churchill públicamente su admiración por Mussolini y el fascismo, al que consideraba «la mejor vacuna contra la revolución de los obreros».

En segundo lugar, que el Estado de Bienestar no fue una graciosa concesión liberal, sino que su implantación reflejaba una correlación de fuerzas que obligaba a la burguesía a hacer concesiones. No debería sorprendernos que en Gran Bretaña quien venciera en la guerra perdiera inmediatamente las elecciones frente a un laborismo mucho más combativo que el que vino después. La clase trabajadora recordaba el papel de los conservadores y la burguesía antes de la guerra, quería un mundo diferente y deseaba algo más que volver a esa democracia que habían defendido a pesar de haber sido ciudadanos de segunda, explotados y ninguneados bajo su bandera. Los laboristas eran su esperanza de lograrlo. Además de eso, los que habían luchado en la guerra sabían usar las armas.

Aquel laborismo fue capaz de nacionalizar sectores esenciales de la economía. Luego, pasado el susto, la burguesía se lanzó a recuperar lo que había cedido, porque lo fundamental nunca lo soltó. Necesitó para ello rearmarse ideológicamente. Había perdido el miedo a la clase obrera pero conservaba el instinto de acumulación cuando cada vez le era más difícil acumular.

En España todo esto ocurrió mucho después y de una manera diferente. Nunca los socialistas llegaron a proponerse lo que habían hecho los laboristas en 1945. El espadón de Damocles sigue pendiendo sobre sus cabezas y las nuestras. Los que saben usar las armas son aquí otros.

Buena muestra de sumisión fue la aciaga reforma de la constitución, con nocturnidad y alevosía, impuesta por los poderes económicos, externos, pero también internos. Y son los internos los que han propiciado hechos tan escandalosos como el del llamado «banco malo», al que los bancos aportaron menos del 5% del capital y se quedaron más de la mitad del accionariado y el Estado financió el resto quedándose menos de la mitad. Mecanismo perverso, porque a cualquiera se le ocurre que si el poder financiero puede hacer suya por un euro una empresa, ¿por qué no puede hacerlo la colectividad?

Todo esto nos lleva al mismo lugar de partida, pero por el camino se nos han quedado virtudes cívicas y se ha ido encanallando una plebe ignorante cuyo número medra en la medida en que merma el pueblo soberano. Y que no se me dé por aludido nadie que se considere pueblo, porque el que se pica…

Juan José Guirado

La desmemoria brutal: del Estado del bienestar a la sociedad del egoísmo – Daniel Bernabé

Mil novecientos cuarenta y cinco fue uno de esos años donde todo cambió, donde empezó la segunda parte del siglo XX. La sentencia requiere de explicaciones, especialmente, como siempre suelo insistir, porque las palabras, sobre todo aquellas manidas, requieren siempre de apellidos. Con ese «todo» nos referimos a la sociedad entera, especialmente a la europea, y no a la sociedad como un bodegón superficial de actores inconexos que comparten lienzo, sino a una maquinaria estructurada cuyos engranajes no se comprenden los unos sin los otros. Con «cambio» no nos referimos a una evolución de las costumbres, sino a una reconfiguración de todas esas estructuras que conforman una sociedad, especialmente la económica, que en último término conforma los cimientos y vigas maestras sobre lo que se construye lo demás.

Ese cambio fue el resultado no simplemente de una voluntad transformadora, sino el producto de una serie de durísimas contradicciones que se habían acabado dirimiendo en la Segunda Guerra Mundial. De un lado, ese enfrentamiento fue la culminación y fin del sistema imperial del siglo XIX, un combate irresuelto en la Gran Guerra de 1914 que tuvo un segundo episodio, aún más trágico y destructivo, que dio comienzo el 1 de septiembre 1939 cuando la Wehrmacht invadió Polonia. Pero, sobre todo, en aquella guerra se enfrentaron los tres hijos ideológicos de la modernidad, liberalismo, comunismo y fascismo, para lograr el triunfo definitivo sobre sus contendientes. Aunque en nuestros días, de una forma ruin y cobarde, se intente equiparar el saludo romano y el puño en alto, lo cierto, es que fue el liberalismo el que consistió y toleró a los fascistas.

Cuando los ejércitos británico y francés estaban sitiados en Dunkerque, París estaba a punto de ver la cruz gamada ondeando en sus avenidas y Londres iba a ser presa de las bombas de la Luftwaffe, la democracia liberal se pretendió resistencia épica a través de los micrófonos de la BBC. Lo cierto es que cuando esas mismas bombas habían asolado Alicante, Málaga, Madrid, Barcelona o Guernika, esos mismos liberales miraban para otro lado. Antes de que el fascismo convirtiera España en una fosa, Churchill expresaba su admiración pública por Mussolini y el fascismo, al que consideraba la mejor vacuna contra la revolución de los obreros. El premier británico dejó grandes frases para la historia y 43000 víctimas en suelo inglés por unas bombas nazis que quizá nunca hubieran caído sobre las islas si la II República española no hubiera perecido de inanición diplomática liberal. Los brigadistas internacionales comunistas entendieron antes que nadie lo que se jugaba en la península.

El 2 de mayo de 1945 la Bandera Roja se alzaba sobre el Reichstag con un Berlín ruinoso y humeante en el horizonte. El fascismo había sido derrotado. Aquella bandera era la enseña de la Unión Soviética, es decir, de una federación de naciones socialistas, pero, como novedad histórica, aquella bandera representaba a la clase trabajadora de todo el mundo. Una de las ideas de la modernidad, la de que la clase era una casa común por encima de las naciones había conseguido derrotar al nacionalismo exacerbado interclasista que los industriales alemanes, y en general la burguesía europea, había financiado generosamente como respuesta al movimiento obrero. Los Estados Unidos respondieron, a principios de agosto de 1945, con las bombas atómicas sobre Japón, la metáfora más terrible de la historia, como advertencia no sólo a la URSS, sino a aquella idea, el socialismo. Una nueva guerra estaba a punto de empezar, aquella que se apellidó «fría».

Pero en aquel 1945, el cinco de julio, tuvo lugar otro hecho que casi nunca se menciona: las elecciones en el Reino Unido, en las que se impuso el Partido LaboristaChurchill y los Conservadores fueron derrotados en lo que casi siempre se califica de gran sorpresa inexplicable, ¿Cómo es posible que el estadista que salvó a Inglaterra de los nazis, según se nos ha contado, perdiera en los primeros comicios que tuvieron lugar con las ruinas aún humeando? Quizá la sorpresa deja de serlo si atendemos a que en ese momento la clase trabajadora no sólo tenía memoria de cuál había sido el papel de los Conservadores y su burguesía antes de la guerra, sino que quería un mundo diferente al de antes del horror, deseaba que el enfrentamiento a sangre y fuego con los fascistas sirviera para algo más que para volver a esa democracia que habían defendido a pesar de haber sido ciudadanos de segunda: explotados y ninguneados bajo su bandera. Los laboristas eran su esperanza de lograrlo. Clement Atlee, el nuevo primer ministro, fue de las pocas figuras que había pedido, unos años antes, que su país apoyara al bando republicano en la Guerra Civil española.

Y algo cambió en el Reino Unido. Entre 1945 y 1951 se nacionalizaron todos los sectores estratégicos del paísel Banco de Inglaterra, las industrias energéticas, el ferrocarril, la aviación y la siderurgia con la intención de lograr el pleno empleo. Además el Estado se implicó en la construcción de viviendas asequibles, en el refuerzo de un sistema de educación y en la creación del sistema público de saludDel Estado de Guerra impuesto por Hitler, se pasó al Estado del Bienestar impuesto por los trabajadores. Aquel cambio, que pareció desterrar la impudicia social victoriana para siempre, no fue producto tan sólo de unas elecciones. Han leído bien, «impusieron»: las papeletas decidieron el resultado de las elecciones, pero lo que hizo posible que ese resultado diera sus frutos fue la clase trabajadora organizada en su partido y sus sindicatosY algo más que siempre se obvia entre una mezcla de pudor y miedo. Aquellos trabajadores sabían pegar tiros. De hecho habían estado matando nazis cinco años y, cuando te has enfrentado a las SS, un policía con porra te infunde poco respeto.

Aquella remodelación a gran escala de la sociedad británica no se hizo con el beneplácito de sus ricos, se hizo por su miedo e incapacidadsu país era uno de los vencedores de la guerra, su clase la había perdido. También, es cierto, que a diferencia de la URSS, otros muchos sectores siguieron siendo privados, que los que perdieron algo fue a cambio de una cuantiosa indemnización estatal y de que, quien vivía en una mansión antes de 1945 siguió viviendo en esa misma mansión después. Los ricos tan sólo dieron un paso atrás, repartieron obligados algo de su gigantesco festín y esperaron: es lo que tiene el dinero, que te da la posibilidad de ser paciente. En 1947 una banda de sociópatas con título de economista fundó en Suiza la Sociedad Mont Pelerin: eran la resistencia silenciosa de aquellos ricos. En 1979, Margaret Thatcher llegó al poder para desmontar todo aquello que fue producto del espíritu de 1945. Y lo logró, sobre todo porque el siguiente laborista que llegó a Downing Street tenía mucho más que ver con ella que con Clement Atlee.

Cuando en 2008 se desató la Gran Recesión, una crisis que no fue más que la explosión de esa restauración conservadora impulsada por Thatcher, entre otros, parecía que una época había finalizado. En Europa se escucharon de nuevo grandes palabras e incluso, algún político habló de reformar el capitalismo, palabra tabú entre las élites: lo que no se nombra no existe, y lo que no existe, aún existiendo, es imposible de cambiar. A diferencia de 1945, la respuesta a aquella crisis no consistió en ninguna reforma del sistema económico, sino en su dopaje, en levantar a un muerto a base de anfetaminas. La droga, por si no lo recuerdan aunque esto sucedió tan sólo una década atrás, la pagamos entre todos recortando aún más ese Estado del Bienestar, ese espíritu de 1945 del que nadie tenía ya constancia. Alemania, esta vez, no mandó a sus panzers: tenía a Wolfang Schäuble. Y sí, algo cambió al final, a pesar de todas las resistencias de los de arriba y desmemorias de los de abajo. En algunos países como Grecia, Portugal o España hubo destellos de aquella mitad del siglo XX, a pesar de que la mayoría de hilos se habían roto.

Y en 2020 pasó lo que pasó. Un virus nos puso la vida patas arriba y, ese proyecto de restauración victoriana que había sobrevivido a la Gran Recesión de 2008, a costa de nuestros sacrificios, se mostró absolutamente incapaz de responder a lo que estaba ocurriendo. En 2020, quizá lo recuerden, las infalibles cadenas comerciales de la globalización se rompieron, el Estado tuvo que tomar el timón en la tormenta y la sociedad, esa que había llegado a ser negada por aquella banda de codiciosos, se reveló como aquello que es indispensable para que un accidente genético no convierta tu calle, tu barrio, tu ciudad en un jodido escenario de Mad Max. Como en 2008, la Unión Europea se puso a rescatar al sector privado, pero esta vez no se atrevió a socializar la cuenta despidiendo médicos. Hasta se habló de profesiones esenciales, esas de las que nadie se acuerda, esas que son las peor pagadas, porque hacía falta un eufemismo para que la sociedad siguiera funcionando aún cuando parecía que nada funcionaba. Alguien, aún sabiendo que apuntaba demasiado alto, habló de «El Espíritu de 2020».

Un año después, aquella suspensión del neoliberalismo, una que se hizo a sotto vocce no sea que alguien se diera cuenta del truco, se empieza a levantar. Alemania, que transigió con unos fondos europeos que, aunque bajo examen, no conllevaban hombres de negro dando tijeretazos a lo público, los paraliza tirando de un socorrido legalismo que sólo es interés nacional y de clase hecho toga. Aquí, en España, después un año donde lloramos por las noches, solos, cuando la videollamada había finalizado, después de aplaudir a los sanitarios, que se han dejado la piel salvando a los que podían, perdiendo a muchos otros, se nos ocurrió que era una gran idea discutir sobre si los impuestos eran necesarios, todo porque una banda de niñatos digitales quería tener dos Ferraris en vez de uno.

Este fin de semana el Eurostat ha cargado a la deuda pública española los 35000 millones de euros del SAREB, el organismo creado en 2012 para liberar a la banca de sus «activos tóxicos», los inmobiliarios. El SAREB, denominado con un pueril eufemismo como «banco malo», fue el encargado de limpiar los restos de la resaca de la década de la especulación del ladrillazo. Los bancos aportaron menos del 5% del capital y se quedaron más de la mitad del accionariado. El Estado, o sea, usted, financió el resto quedándose menos de la mitadse fingió que no era una empresa pública pese a serlo. No sólo pagamos el rescate recortando servicios públicos, sanitarios entre otros, sino que ahora vamos a añadir a la deuda pública su coste. La UE nos lo ha recordado ahora, justo cuando íbamos a recibir los fondos contra la crisis provocada por la pandemia, esos que, también justo ahora, Alemania ha paralizado. La memoria es oportuna cuando se trata de que la banca siempre gane.

Puede que, reescritura de la historia mediante, también de una educación que nos hace excelentes técnicos pero pésimos ciudadanos, nadie supiera del Espíritu de 1945. Puede que la crisis de 2008 fuera un despertar brusco de una ensoñación aspiracional y que por eso llegamos a indignarnos pero no a discernir qué era lo fundamental y lo accesorio. Puede que, si en vez de llevar en primera plana la estafa del SAREB, el debate mediático sigue centrado en el chalet de Iglesias y Montero, sea difícil que nadie saque conclusiones. Puede que Pedro Sánchez no sea Clement AtleePuede que si quisiera serlo se jugara la celda, o algo peor, viendo los avisos de los militares sin haberse ni acercado al inglés. Puede que sin clase trabajadora organizada da igual lo que queramos creernos ser porque en lo fundamental no somos nada. Puede que todo esto sea cierto, pero dejen que les diga algo antes de terminar este artículo que, como la mayoría, no valdrá absolutamente para nada.

Exacerba, por no decir que jode, que después de todo esto, los analistas políticos, probablemente con razón descriptiva, nos digan que Ayuso acierta al declararse defensora de la libertad porque conecta con las «ganas de vivir» de la gente. Una libertad que no es más que convertir Madrid en el meadero de Europa, una libertad que es pronunciada por los hosteleros mientras que hacen un bocadillo de calamares en un emotivo anuncio. Los mismos hosteleros que se han tirado llorando un año, los mismos que fomentan en su sector una precariedad recalcitrante, los mismos que no han recibido un euro de la administración Ayuso pero no tendrán reparos en pillar, como buitres, las ayudas directas impulsadas por Unidas Podemos dentro del Gobierno «social-comunista». Sí, aquello de «somos el 99%» era una auténtica gilipollez.

El lenguaje, que no es más que el cronista de la realidad, tiene en el idioma castellano un registro de expresiones brutales porque, sencillamente, este ha sido un país brutal. Una de ellas describe perfectamente por qué no ha existido un renacer del espíritu de 1945, por qué nos cuelan el cambalache indecente del banco malo sin que arda Troya, por qué el espíritu de 2020 se ha quedado tan sólo en un fantasma pisoteado por una banda de turistas borrachos en el centro de Madrid, mientras que pringamos la libertad en aceite requemado: encima de puta, poner la cama.

Creo que no hay mucho más que decir.

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