Fuente: Umoya num. 96 3er trimestre 2019 Joaquín Robledo
Hubo que esperar a la vigésimo tercera edición para poder realizar la fotografía de una mujer africana subida sobre el cajón más alto de un pódium en unos Juegos Olímpicos. La protagonista de ese retrato fue la marroquí Nawal El Moutawakel y el logro se consumó en la prueba de 400 metros vallas en la disciplina del atletismo. Hubo que esperar otros ocho años, dos ediciones más, para que una mujer proveniente del África subsahariana se colgase del cuello la consabida medalla de oro.
Nos encontramos en Barcelona, en aquellos mismos juegos que arrancaron con un solemne himno que elevaba el nombre de la ciudad anfitriona al cielo operístico y terminaron con el jolgorio del “amigos para siempre larairo lairo lairo la”; en los mismos en que, tras treinta años excluida por su aberrante política racista, la República de Sudáfrica regresaba a una competición olímpica; en aquellos en que una generación irrepetible de genios conformaron el mejor equipo de baloncesto que los tiempos hayan visto y que cuesta creer que vuelvan a ver.
Allí, en la ciudad mediterránea, en el estadio situado en la mágica montaña de Montjuïc, la etíope Derartu Tulu, al imponerse en la prueba de los 10 kilómetros, consumó el citado logro. Casualmente,
en esa prueba y justo detrás de Tulu, llegó a meta una atleta sudafricana: Elana Meyer.
Pero a lo que íbamos, la atleta etíope afianzó su presencia entre las atletas más grandes de la historia cuando revalidó el éxito, batiendo además el récord olímpico en los juegos de Sidney en el año 2000. Su palmarés se completa con otros tres oros en el campeonato del mundo de campo a través, una medalla de oro en el 10.000, su prueba fetiche, en el mundial de Edmonton de 2001 y el triunfo en la maratón de Londres ese mismo año.
A la niña Derartu, séptima entre una decena de hermanos, lo de correr se le daba bien. En las competiciones que se desarrollaban en su escuela era capaz de imponerse a las compañeras y compañeros de colegio. Con 17 años, la atleta nació con la primavera de 1972, ya representaba a un país en las competiciones de fondo; un país, conviene recordar, con una enorme tradición en este tipo de pruebas. Con 20 recién cumplidos, ya tenía la medalla de oro olímpica en el cuello. Lo sorprendente de su historia, sin embargo, llegó después. Derurtu Tulu aspiraba a que sus logros sirvieran de estímulo a sus paisanos, y vaya si lo logró: Bekoji, la aldea en la que vio la luz, se ha convertido en un filón del que brotan atletas de élite como en otros lares crecen escaramujos. Allí, correr es sinónimo de vivir, y viceversa. Un documental estrenado en 2012, “Town of runners” (Ciudad de los corredores), pretende acercarnos a la realidad de este pueblo en el que abundan los campeones
olímpicos en las pruebas de larga distancia de atletismo. Bekoji es una pequeña ciudad de apenas unos miles de habitantes que se encuentra en el centro-sur de Etiopía, en la región de Oromía. Su altitud sobre el nivel del mar, -ahí puede estar una de las claves del éxito deportivo de sus atletas-, se eleva hasta más allá de los 2.800 metros. Tampoco hay mucha más alternativa: el día a día, la supervivencia, se consigue, a duras penas, con una agricultura que apenas produce lo justo para mantenerse. Poca cosa para los chicos, casi ninguna para las chicas. De ellas, son muy pocas las jóvenes que pueden acceder a una educación secundaria o superior; muchas, por
el contrario, se ven abocadas al matrimonio a una edad demasiado
temprana para nuestros estándares.
La vida de los atletas que consiguieron triunfar se convierte en un atractivo para ellas y ellos. De esta manera, todos los días, varios cientos de adolescentes se entrenan con el objetivo de que sus zancadas les lleven a destacar, de ahí a las competiciones nacionales,
a las internacionales y un modo de vida más próspero. Lo que en otro sitio podría parecer un señuelo, un sueño irrealizable, en Bekoji es moneda común.
Pasemos lista:
Por una lado tenemos a Fatuma Roba, que nació un año después que Derartu. Además de imponerse tres veces en la maratón de Boston, consiguió en esta misma prueba la medalla de oro en Atlanta 96. Tiki Gelana es algo más joven, del 87, pero también es medalla de oro olímpica en maratón. Mestawet Tufa, 1983, no tiene medalla olímpica, pero sí una de oro en campo a través por equipos.
Por otro, están las sagas de los Bekele y las Dibaba. En la primera apuntamos a los hermanos Kenenisa (82) y Tariku (87). Kenenisa es, con seguridad, el primus inter pares de este enclave etíope y uno de
los estandartes históricos del atletismo. En su haber están los actuales récords del mundo de 5.000 y 10.000 metros. Cuenta además con tres oros olímpicos –uno en el cinco mil (Pekín 2008), y dos en el diez mil (Atenas 2004 y Pekín 2008) -. La carrera de su
hermano no llega a esta altura, en cualquier caso se proclamó en 2006 campeón del mundo junior de 5.000 metros. En la segunda saga, por orden decreciente de edad, alistamos a las hermanas Ejegayehu (82), Tirunesh (85) y Genzebe (91). La mayor logró la medalla de plata en Atenas 2004; la mediana cuenta con la carrera más destacada, casi al nivel de su paisano Kenenisa al que iguala en medallas olímpicas -doblete en 5.000 y 10.000 en Pekín 2008 y 10.000 en Londres 2012-. No faltan varios oros mundiales en su palmarés. Tirunesh es la recordwoman actual del 5.000; la pequeña Genzebe obtuvo la medalla de plata en Río 2016 en el 1500, prueba en la que fue campeona del mundo en Pekín 2015 y de la que luce el
récord del mundo. Como dicen en mi tierra, para un pueblo no está mal.