Fuente: Umoya nº 96 3er trimestre 2019 Oliva Cachafeiro Bernal. Coordinadora
del Museo de Arte Africano de la Universidad de Valladolid.
Como ocurre con muchos otros objetos en África subsahariana, las armas eran por un lado herramientas útiles para la supervivencia de la comunidad, pero en un momento dado adquirieron un valor simbólico.
Utilizadas en ceremonias, en pagos, como señal de estatus, pasaron a dar prioridad a su estética frente a la funcionalidad. Hoy las percibimos como bellos objetos que son muestra de un sistema de creencias mucho más profundo.
Desde tiempos remotos las armas han sido fundamentales para la supervivencia de una comunidad. Son imprescindibles para la caza, que asegura el alimento, pero también para la defensa ante las amenazas de otros grupos. Sin embargo, como ocurre en otros casos en África, en un momento dado dejaron de ser exclusivamente objetos útiles para cargarse de simbolismo, transformándose en elementos de prestigio social y económico.
Como consecuencia, su acumulación y la propia riqueza decorativa de las piezas, demostraban ante la comunidad el nivel económico y el estatus del poseedor. Esto se acentuó a partir del siglo XVII cuando, tras la introducción de armas de fuego en el continente por los colonizadores, las forjadas en metal quedaron relegadas, siendo más
valoradas por el material con que estaban fabricadas que por su funcionalidad.
Tanto la eficacia de las armas como su belleza fueron posibles gracias a la habilidad de los herreros, los encargados de su fabricación, quienes conservaron en el tiempo las técnicas tradicionales y la ornamentación propia de cada cultura, fusionada más tarde con motivos llegados desde Europa que se asumieron sin conflicto. Estos artesanos dominaban el trabajo del latón, el cobre y, sobre todo, el hierro, siendo admirados y temidos por igual debido a su capacidad de controlar un elemento tan misterioso y peligroso como el fuego. Su papel relevante en la sociedad se debía igualmente a su conocimiento de las propiedades de las plantas y a su supuesta
relación directa con el mundo sobrenatural.
¿Pero cuándo se empezaron a fundir objetos metálicos? Los arqueólogos actuales apuntan que en África subsahariana se
produjo un salto directo desde la Edad de Piedra a la Edad de Hierro
(sin una transición previa por las edades del cobre o del bronce).
Los primeros vestigios en este material se remontarían al siglo I A.C., localizándose en la zona norte del continente, para avanzar hacia el sur. Sin embargo, hallazgos más recientes parecen incluso retrasar esa fecha.
Se desconoce cómo y por qué llegó al continente el trabajo del hierro. Al margen de los científicos, los propios pueblos lo
explican a través de sus “mitos” fundacionales, en los que la
metalurgia se considera como un hecho extraordinario. Así ocurre
por ejemplo entre los Dogon o los Banmana de Malí, en cuyos
relatos se recoge que los herreros eran capaces de transformar el
metal, las sustancias y los acontecimientos.
El hierro era fácil de encontrar, pues es uno de los minerales más abundantes en territorio africano, aunque luego su trabajo fuera uno de los más dificultosos. Una vez extraído se fundía a baja temperatura en hornos que no eran más que agujeros en el suelo o pequeñas edificaciones redondas. Se superponían capas de mineral y de carbón hasta obtener una masa líquida que, una vez mezclada con escorias, debía ser limpiada. Entonces se le daba forma de lingotes que de nuevo eran trabajados al fuego y forjados sobre el yunque por el herrero. Con diversas herramientas se le daba la forma
adecuada y, en su caso, se llevaba a cabo la decoración de la piezas.
De esta forma se fabricaban cuchillos, machetes, lanzas, hachas, ballestas, etc.
En un momento dado, tras la llegada de las armas europeas, estos objetos perdieron utilidad y pasaron a emplearse como objetos para el adorno, como ya se ha dicho, pero también para el comercio convirtiéndose en auténticas monedas. Desde ese momento la cantidad de metal empleado en su fabricación se redujo, las dimensiones originales se alteraron y las formas se diversificaron, observándose una progresiva abstracción y haciéndose cada vez más hincapié en la estética.
Estas monedas-armas se emplearon para pagos vinculados a todos los aspectos de la vida: dotes, litigios, liberación de rehenes, compra de caballos, esclavos o productos de consumo…
Algunos ejemplos son las puntas de flecha o de lanza, muy difundidas en el Congo, donde se localizan ricos yacimientos de hierro. Fueron tan comunes que aún seguían empleándose a principios del siglo XX. Por la belleza de su forma y gran dimensión
(hasta 2 m) destacan las monedas ngeble de los Topoke. Otro ejemplo son las hojas de lanza de los Bangala, caracterizadas
por la forma de “ala” en el extremos, con una espesa punta
y rica ornamentación. Más complejas son las hojas de los Kwele,
conocidas como “moneda-ancla” (mezong), debido a su peculiar
forma apuntada. También las lanzas completas circularon como monedas. Es el caso de las liganda, (de entre 1,50 y 2 m), que se encuentran entre los Chamba o los Mbole.
El tercer gran grupo lo componen los cuchillos arrojadizos, que destacan por la diversidad de orientación y de diseño de sus
hojas, llegando a convertirse en verdaderas obras de arte por la
riqueza de su decoración y la originalidad de las formas. Su uso se
extendió como medio de pago de este a oeste del continente, aunque se encuentran sobre todo en pueblos asentados en el Congo.
Tal es el caso de los Azande, Ngabandi, Nzakara, Adio, Denguese Nkutshu, Basongo, Meno o Kengese entre otros. En la actualidad muchas de estas piezas están musealizadas, fuera pues de su contexto original, pero se han transformado en bellos objetos artísticos que siguen recordando unas prácticas y unas creencias muy arraigadas. Dentro de sus vitrinas rememoran la caza, la compra…, y hoy nos recuerdan, en su abstracción, a bellas esculturas contemporáneas que añaden un nuevo valor a su simbolismo original. Arte y antropología unidas para
comprender mejor a todo un continente.