Ayer llamó mi atención una noticia de un diario matutino. Era una pequeña reseña, perdida en el enjambre de noticias de la sección de sociedad, que decía: «La Audiencia Provincial de Madrid condena al asesino del niño Habib Saqallah a 24 años de prisión. El homicidio tuvo lugar hace dos años en una céntrica calle de la capital en pleno día, cuando Habib, de 15 años, fue increpado por un hombre joven, al grito de ¡moro de mierda!. El agresor propinó al chaval durante tres minutos una paliza mortal, al tiempo que le gritaba ¡te voy a reventar, hijo de puta!, ¡aquí no queremos terroristas!, ¡vas a morir, pedazo de cabrón! Un grupo de personas presenció la agresión a apenas tres metros de donde Habib, ya en el suelo, hacía gestos pidiendo socorro. Pero ninguno le socorrió. Se limitaron a hacer fotos con los móviles, dejando escapar al homicida. El grupo, todos ellos ejecutivos de una empresa multinacional, en viaje de negocios por España, estaba compuesto por un estadounidense, un alemán, un francés, un belga, un holandés, un austriaco, una italiana, un húngaro, un inglés y un español». A veces, las casualidades son inspiradoras. La víctima del cruel asesinato se llamaba Habib Saqallah, igual que el personaje protagonista de mi novela El diario de Laila Azam (Historias de Gaza). En la noticia pude leer también: «La fiscal, que había calificado la conducta de los ejecutivos de la multinacional de reprobable por no auxiliar a la víctima, ha logrado que en la sentencia se condene a todos ellos, al ser considerados cómplices por omisión».
Resulta innegable que el asesinato de ese niño no se habría materializado si el grupo de testigos hubiese intervenido. Pero ninguno de ellos hizo nada por salvar la vida a la víctima. Por ello, tal y como se recoge en el artículo 29 del Código Penal, fueron considerados cómplices del asesinato.
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