¿Cuántas vidas ha salvado Trump con su cruzada en el Caribe?

12 de diciembre de 2025 Hora: 16:51

Es más fácil para Trump mandar a reventar hombres y botes en el Caribe, presionar a países con actos de terror militar y psicológico, que afrontar el problema en casa.

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Solo en los casos de Alejandro Carranza Medina (asesinado) y del también colombiano Jeison Obando Pérez y el ecuatoriano Andrés Fernando Tufiño Chila, sobrevivientes de un ataque el 16 de octubre, se han conocido las identidades de las víctimas de esas operaciones ordenadas por Donald Trump. Foto: EFE


En medio de su proclamada cruzada contra el «narcoterrorismo», ocupado en hacer la «paz» en cada confín del planeta –siete u ocho pacificaciones ha hecho, dice, incluida una entre Albania y Azerbaiyán aunque guerra no hubo–, Donald Trump aboga por el indulto a Benjamin Netanyahu (señalado por un genocidio soportado militar y políticamente desde la Casa Blanca, enjuiciado en Israel por varios cargos de corrupción), indulta al expresidente hondureño Juan Orlando Hernández (condenado por narcotráfico en una corte de EE.UU.) en un sombrío capítulo de injerencia electoral, y desestabiliza el Caribe y América Latina con el mayor despliegue naval militar desde la Guerra del Golfo, enfilado contra Venezuela y bajo el manto de un operativo antinarcóticos que viola todos los derechos y principios jurídicos, empezando por el de la proporcionalidad.

Trump ha redefinido a su antojo el derecho internacional como si fuera uno de sus caprichos inmobiliarios, el último de ellos el ala este de la Casa Blanca; ha declarado «organizaciones terroristas extranjeras» (FTO, siglas en inglés) a carteles criminales y sostenido una campaña de ataques contra embarcaciones (2 septiembre – 4 diciembre) que ha dejado 22 lanchas destruidas y al menos 87 muertos, presuntamente narcotraficantes y también, posible en no se sabe cuántos casos, pescadores o emigrantes. Ejecuciones extrajudiciales, apuntan la ONU, expertos en derecho, congresistas estadounidenses y Gobiernos.

En ese contexto –el mayor y más moderno portaaviones del mundo, un submarino de ataque rápido de propulsión nuclear, acorazados, decenas de aviones de combate, más de 15.000 soldados, ejercicios de desembarco, bases militares activadas en el Caribe para «combatir el narcotráfico»–, han escalado las amenazas de intervención directa contra Venezuela.

A la guerra cognitiva y diplomática y a las sanciones económicas se sumaron el ilegal y extraterritorial «cierre» del espacio aéreo de Venezuela y el robo impune de Citgo. Del lawfare se ha pasado al law-theft. Y este miércoles 10 de diciembre, la ilegal incautación en el Caribe de un buque petrolero y el crudo venezolano que transportaba, denunciada por Venezuela como «robo descarado».

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El martes 2 de diciembre, Trump fue más allá, al declarar que «muy pronto» comenzarían los ataques contra «carteles del narcotráfico» en suelo venezolano y que cualquier país que produzca y trafique drogas hacia Estados Unidos «está sujeto a ataques», apuntando de paso a Colombia, a cuyo presidente, Gustavo Petro, ha sancionado y llamado «capo de la droga». Antes, convirtió en organización lo que llama el «Cartel de los Soles», decidió que el presidente Nicolás Maduro es su líder, con recompensa por captura incluida, y lo incluyó en su nueva lista de FTO, además de hacer público que autorizó a la CIA a ejecutar acciones encubiertas en Venezuela.

El miércoles 3, el jefe de la Casa Blanca dijo a periodistas en el Despacho Oval que las operaciones militares en torno a Venezuela «van mucho más allá» de una campaña de presión contra el presidente Maduro. Y lo hizo poco después de una conversación con el mandatario venezolano.

Por el mismo estilo, declaró unilateralmente cerrado el espacio aéreo de Venezuela –otro nudo que intenta aislar y golpear económicamente al país, viola las normas de la aeronáutica civil internacional y el Convenio de Chicago y pone en riesgo el tráfico aéreo: en concreto, la seguridad de civiles que viajan en aeronaves– y su Administración suspendió los vuelos de retorno de migrantes desde EE.UU. para, justo horas después, solicitar reanudarlos, con una pronta y positiva respuesta de Caracas.

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El líder de la minoría del Senado, Chuck Schumer, ha señalado un pilar en la gestión de Trump: la confusión, la escasa transparencia en decisiones y objetivos, frecuentemente movidos por caprichos personales. «El presidente Trump dice tantas cosas diferentes, de tantas maneras, que uno no sabe de qué diablos está hablando», Schumer en el programa «The Lead». Foto: EFE.

Es el ya conocido estilo del magnate líder de MAGA, que hace a analistas recurrir a la «teoría del loco»: personalista, autoritario, caprichoso, ha hecho de la impredecibilidad, los pasos hacia adelante y hacia atrás, las decisiones abruptas que retan el sentido común y dinamitan las reglas del derecho y la diplomacia, los insultos seguidos de palmaditas, más que un estilo, una herramienta para chantajear, confundir y doblegar a adversarios políticos y a aliados que se salen de la línea, lo mismo Zelenski que Pedro Sánchez.

De ahí, también, surgió la teoría TACO (Trump Always Chickens Out, Trump siempre se echa atrás): se ha manifestado en su ofensiva arancelaria, en su gestión alrededor del conflicto Rusia-Ucrania, en su andanada contra Lula y Brasil…

En el caso de Venezuela, se mezclan amenazas verbales y movimientos militares hostiles, actos directos en los frentes económico y político, señales contradictorias y la incertidumbre: persiste la amenaza sin que se concrete la invasión, pero a diario maniobras en el terreno y declaraciones advierten que es el plan final. Apunta al desgaste de Caracas como parte de un paquete de cada vez mayor presión, un peligroso cóctel con la impredecibilidad y el ego imperial de Trump como «aceituna», que ya ha causado tensión e inestabilidad en la región.

Hay que recordar la directiva secreta de Trump que aprobaba el uso de la fuerza militar por el Pentágono en América Latina para atacar al «narcoterrorismo». El tuit del secretario de Guerra Hegseth: «Vamos a rastrear, matar y desmantelar sus redes en todo nuestro hemisferio, en el lugar y el momento que elijamos». Y el tuit del vicepresidente Vance ante comentarios de juristas sobre la comisión de crímenes de guerra: «Me importa una m… como lo llamen». Fuerza y desprecio por la ley.

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Trump refuerza su despliegue militar, los ataques letales en el Caribe y las amenazas contra Venezuela y Colombia mientras va en picada la aprobación de su gestión  y crece en la sociedad estadounidense el malestar por los efectos de su política arancelaria en la economía del consumidor, la militarización de ciudades y las violentas redadas antiinmigrantes. Foto: EFE.

De un lado, Trump busca aparecer como el hombre fuerte que intenta defender a EE.UU. de «invasores narcoterroristas», tanto como de «invasores» migrantes. Desde su primer mandato, los estadounidenses han estado bajo intenso y constante condicionamiento político, propagandístico y comunicacional para sembrar la visión trumpista y asimilar la teoría de la «invasión».

El otro objetivo es Venezuela: presionar, debilitar, forzar concesiones y moldear un Estado que abra las puertas de los recursos energéticos y naturales del país. Pero en la visión monroísta 2.0 de Trump, Venezuela no sería el final. El hemisferio, su disponibilidad para la expansión política y extractivista de la élite norteamericana, es el gran objetivo. Solo basta con leer las páginas de la doctrina de seguridad nacional, divulgadas el viernes pasado por la Casa Blanca.

Cada una de las decisiones de Trump en el frente en torno a Venezuela y lo que llama su Lanza del Sur contra el «narcoterrorismo» tiene profundas implicaciones legales, no solo en las relaciones internacionales, particularmente en la región, sino, incluso, hacia el interior de Estados Unidos.

Con la declaración de los carteles –reales o no– como «organizaciones terroristas extranjeras», un paso de escalada hacia la acción militar –que no deja de ser ilegal–, Trump redefinió el crimen organizado como amenaza terrorista y fue más allá de las definiciones legales.

Criminales y terroristas emplean prácticas como la violencia y las redes ilícitas, pero, además de una diferenciación en metodología y alcance de actos violentos, los grupos terroristas operan con plataformas y objetivos políticos, ideológicos o religiosos; los criminales operan por beneficios económicos.

Expertos han señalado la experiencia negativa del combate militar a la producción y el tráfico de drogas ilícitas, no solo en América Latina, sin ir a la raíz del fenómeno, que es multifactorial y cuya mitigación o solución pasa por abordar integralmente los factores mercado-oferta y los problemas de pobreza, justicia y desigualdad; por fortalecer las sociedades civiles, las instituciones locales y nacionales, las estructuras de desarrollo local, la educación de bien público, la promoción y el respeto de acuerdos bilaterales basados en un enfoque policial e integral, no militar; la cooperación y la coordinación entre agencias especializadas y Gobiernos. Una de las principales víctimas de la estrategia hostil e injerencista de Trump es, precisamente, este último punto.

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Los expertos insisten en que ningún enfoque exitoso puede basarse solo en el problema de la oferta. Es un negocio poderoso, ramificado, que hallará nuevas vías para llegar a EE.UU. porque ahí está la demanda. EE.UU. requiere políticas de salud pública e inversiones en prevención, tratamiento y reducción de daños, y una cooperación efectiva, de igual a igual, con la región. Foto: EFE.

La cruzada de Trump tampoco engloba puntos vitales como la demanda interna en Estados Unidos, el mayor consumidor mundial –principal estímulo para los carteles extranjeros–, y el tráfico de armas que desde EE.UU. toma rumbo al sur y nutre los arsenales de las organizaciones criminales.

Según datos oficiales, casi el 80% de las armas ilícitas en manos del crimen organizado en México salen de Estados Unidos, con las principales rutas en los estados de Texas, Arizona y California.

Más allá de que haya rebasado las definiciones legales, la orden ejecutiva para designar FTO a los carteles, incluida la designación de terroristas globales especialmente designados (SDGT, siglas en inglés), firmada por Trump en su primer día de mandato, no emite alertas solo al exterior, sino hacia el interior de la sociedad estadounidense.

La designación FTO o SDGT trae al escenario el estatuto de «apoyo material o recursos» –incluidos entrenamiento, servicios financieros, asesoría o asistencia de expertos y dotación– a una organización terrorista extranjera si la persona conoce que el receptor es una FTO. El margen para la presunción de inocencia bajo la actual Administración es más incierto que nunca. Mirando las redadas del ICE en los últimos meses, se puede comprender que hoy, en Estados Unidos, es gris la frontera entre arbitrariedad y ejercicio policial y judicial.

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Expertos legales han advertido que podrían estar en riesgo no solo migrantes –que muchas veces caen en las redes de tráfico de personas, uno de los negocios en que se han diversificado los carteles, y serían considerados «financiadores de terroristas»–, sino residentes e, incluso, ciudadanos estadounidenses que, de alguna forma, inadvertidamente, se vean relacionados directa o indirectamente.

Por ejemplo, iglesias, bancos de comida u organizaciones humanitarias que auxilien a migrantes que hayan cruzado la frontera con un traficante de personas vinculado a uno de los carteles ahora FTO, o entidades sociales que trabajan para rescatar a jóvenes del mundo de las pandillas, proveyendo empleo, consejería y otros servicios. Podrían enfrentar procesos judiciales y congelación de activos, aun sin tener conexión alguna con el narcotráfico, el tráfico de personas o el terrorismo.

Todo esto en un escenario de guerra contra la migración irregular, montada sobre una agenda político-ideológica que considera invasores y hasta terroristas a los migrantes y que constantemente proclama que el mundo, los extranjeros, han estado sacando provecho de Estados Unidos: la otra cara, victimizada, del excepcionalismo «americano».

Más aún, ¿aplicará el estatuto de «apoyo material o recursos» a las instituciones bancarias o vendedores de armas, o incluso a cualquier estadounidense dueño de un arma que termine en manos de miembros de un cartel designado FTO?

Según datos del Departamento del Tesoro, anualmente fluyen por el sistema financiero de EE.UU. 100 mil millones de dólares del narcotráfico en transacciones operativas para reproducir el negocio (como la compra de precursores químicos) y lavar dinero.

En ese sistema, las agencias del Tesoro han encontrado el mayor número de alertas de lavado de dinero asociado con el tráfico de fentanilo (95 de cada 100), la causa de una real emergencia sanitaria en el país.

Tras una revisión de reportes bancarios de 2024, la Red de Control de Delitos Financieros, agencia de inteligencia financiera del Tesoro, concluyó en un informe en 2025 que «toda la cadena de suministro desde la adquisición de precursores químicos, el tráfico de fentanilo y el lavado de dinero tienen puntos de contacto en todo el sector financiero de Estados Unidos».

Tanto funcionarios de la Administración como altos jefes militares han alegado que los ataques en el Caribe y el Pacífico oriental respetan las «reglas del conflicto armado».

El derecho internacional humanitario (DIH) define qué es un conflicto armado internacional (involucra a fuerzas de dos o más Estados) y qué un conflicto armado no internacional (enfrenta a partes beligerantes, estatales o no, dentro de un Estado). Es en ese escenario que se cometen violaciones de los derechos humanos, que en casos graves constituyen crímenes de guerra o de lesa humanidad y genocidio.

¿Hay un conflicto armado en aguas del Caribe o el Pacífico oriental? No se han reportado bandas o grupos armados que, con medios de navegación, ataquen barcos, activos estadounidenses o de cualquier otro país –ni siquiera activos norteamericanos en el extranjero– o aterroricen a comunidades costeras.

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Iniciado en agosto, el despliegue militar del Pentágono en el Caribe incluye ahora al menos 12 buques de guerra, un submarino nuclear, decenas de aviones de combate, helicópteros y drones, además de dos portaviones: el Iwo Jima y el USS Gerald R. Ford. Se estima que el número de efectivos militares supera los 15.000. Foto: EFE.

Hasta hoy, no hay evidencia clara de que las embarcaciones y sus ocupantes estuvieran ligados al narcotráfico –el Pentágono refiere ambiguamente datos de «inteligencia»–, solo videos de lanchas y personas explotando en alta mar por disparos de misiles guiados por láser desde naves aéreas o drones. No eran objetivos militares legítimos a los ojos del derecho internacional; no constituían grupos armados, no atacaron a sus atacantes. No están involucrados en un conflicto armado con EE.UU. ni eran una amenaza militar. Ni siquiera fueron advertidos. Incluso en un escenario de guerra, las leyes internacionales consideran crimen matar a civiles no beligerantes. Ni Estados Unidos está siendo atacado, ni el Congreso ha autorizado un conflicto armado.

No hay peligro inminente ni califica el argumento de la «defensa propia». En el segundo ataque contra dos náufragos el 2 de septiembre, además del derecho del mar, se violaron incluso el manual del Pentágono sobre las leyes de guerra y el Código Uniforme de Justicia Militar de EE.UU.

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Expertos legales y militares han señalado que se están cometiendo crímenes internacionales y enfatizan en los crímenes de guerra, mencionando el estatuto de la Corte Penal Internacional y el derecho internacional humanitario, lo cual aplicaría en un escenario de conflicto armado. En última instancia, crímenes de lesa humanidad –que aplican tanto en guerras como en escenarios donde no hay un conflicto armado–, u homicidios intencionales según la ley internacional e, incluso, la de Estados Unidos.

Se viola, además, el principio jurídico del debido proceso, el derecho a la vida y las normas del Estado de derecho. El procedimiento regular de la lucha antidrogas, basado en prácticas internacionales, recoge investigación, intercepción, abordaje, confiscación y arresto –fuerza letal solo en caso de legítima defensa– y decomiso de medios, luego de lo cual llega el turno de Justicia: juicio, sentencia y cárcel. Sin evidencia, no hay delito. Sin intercepción, no se sabrá si eran pescadores, migrantes o narcotraficantes.

Trump, Hegseth y toda la cadena de mando que encabezan llevaron esa línea de proceso legal establecido a un solo punto: bombardear lanchas y a seres humanos en alta mar.

Aun tratándose de narcotraficantes, la ejecución sumaria y sin evidencias, sin que medie proceso judicial, sin causa legal para el uso de la fuerza letal, equivale a ejecución extrajudicial. Otra vez: Trump, Hegseth y toda la cadena de mando que encabezan, en virtud de la ley internacional y la ley de EE.UU., estarían sujetos a responsabilidad penal.

Con base en el derecho internacional, los crímenes internacionales (genocidio, crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad) no prescriben.

Donald Trump ha dicho que «por cada bote que hundimos, salvamos 25.000 vidas estadounidenses». A inicios de octubre, en una reunión con el primer ministro de Canadá, sostuvo que con las embarcaciones atacadas hasta ese momento «probablemente salvamos al menos 100.000 vidas estadounidenses y canadienses».

La hipérbole es una de las pasiones del magnate, como los ornamentos dorados, su nombre en edificios (hace poco rebautizó el Instituto de la Paz de Estados Unidos como Donald J. Trump Institute of Peace), las compañías de cuestionable moralidad, la teatralidad y la televisión.

La realidad es que, según datos de los CDC (Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades) publicados en mayo, unas 80.000 personas murieron por sobredosis de drogas en EE.UU. durante 2024, una reducción de 27% en comparación con 2023 (110.000). Es un saldo triste, alarmante, pero muy lejano de las 550.000 vidas que se habrían perdido –según la matemática de Trump– de no ser destruidas 22 embarcaciones en tres meses de ataques.

En el caso de que todas fueran «narcolanchas», como dicen cada vez Trump y compañía, ¿cómo afirmar que en cada ataque se salvan 25.000 vidas si no se sabe el volumen del presunto cargamento?

El viernes 5 de diciembre, la Guardia Costera publicó en X el video de una operación de intercepción llevada a cabo el día 2, en la que decomisó 20.000 libras (unas 9 toneladas) de cocaína en el Pacífico oriental. Su más importante incautación en alta mar en 18 años.

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En los últimos años, la retórica del entorno de Trump y legisladores republicanos han promovido la caracterización terrorista de organizaciones criminales como puerta a la acción militar. Incluso, han calificado el fentanilo como ADM, lo que trae a la memoria el preludio de la invasión a Irak. Mike Waltz, asesor de seguridad del presidente, llegó a describir un vuelo de deportación a El Salvador como «operación antiterrorista». Foto: EFE.

En un comunicado emitido un mes antes –mientras el Pentágono avanzaba en su matanza contra presuntos «narcoterroristas»–, la Guardia Costera informó que incautó casi 510.000 libras de cocaína, equivalentes a 193 millones de dosis potencialmente letales (1.2 gramos), en el año fiscal 2025, una cifra que triplica el promedio anual de incautación.

Esas operaciones, con coordinación interinstitucional e internacional, engloban detección y monitoreo antes de pasar a la interceptación y la aprehensión. En contraste con la Lanza del Sur de Trump y Hegseth, no hay misiles guiados que explotan barcos y vidas; sí narcotraficantes detenidos y cargas incautadas. Evidencia para el debido proceso.

 

Se han divulgado en estas semanas –a propósito de la escalada militar estadounidense en el Caribe, la abierta ilegalidad de sus acciones y su objetivo visible de hostigar y presionar a Gobiernos no alineados como los de Venezuela y Colombia– mapas y datos provenientes lo mismo de la ONU que de la DEA, que desbaratan la narrativa de Trump, no ya de un narcoestado, sino del papel de Venezuela en el tráfico de drogas ilícitas a EE.UU.

El eje de producción de cocaína da la cara al Pacífico y el 74% del tráfico transita por ese océano hacia EE.UU. Pero la mayoría de los ataques contra supuestas «narcolanchas» se efectuaron en el Caribe. El fentanilo no llega a Estados Unidos por Venezuela.

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En Washington, Marco Rubio y el canciller peruano Hugo de Zela confirmaron la cooperación en el combate al narcotráfico y la inversión en sectores como los minerales críticos. Perú es uno de los grandes productores de cocaína, pero las relaciones bilaterales están en un «excelente estado», dijo De Zela.

Según The New York Times, funcionarios estadounidenses han llamado a Ecuador «superautopista de la cocaína»: por allí, según fuentes oficiales, fluye aproximadamente un 70% del suministro mundial, incluido el que llega al mercado norteamericano. Son fluidas las relaciones entre Washington y el Gobierno del derechista Daniel Noboa: EE.UU. amplió su oficina antidroga en Quito y aumentó el financiamiento en materia de seguridad.

Colombia es otro gran productor. Su presidente, Gustavo Petro, ha invitado a Trump a visitar la nación para apreciar cómo combate el flagelo. Pero Petro, como Maduro, es incómodo para Washington: es de izquierda, defiende la soberanía, se planta ante los desvaríos de Trump y no baja la voz. También ha sido amenazado por Trump con que «será el próximo».

La Casa Blanca instrumentaliza políticamente el narcotráfico para presionar a adversarios y Gobiernos independientes, mientras indulta y da palmadas a aliados como JOH o el propio Noboa, cuya empresa familiar ha sido señalada por vínculos con el tráfico de cocaína a Europa. República Dominicana está también en las rutas hacia Europa, pero el presidente Abinader ha cedido áreas de dos aeropuertos a EE.UU. para apoyar la Operación Lanza del Sur.

Lanza del Sur, más que una operación antidrogas, es la punta que anuncia la nueva doctrina de seguridad de la Administración Trump para América, el «patrio trasero» al sur: reajustar su presencia militar en el orbe para afrontar «amenazas» en el hemisferio; expandir su influencia regional y reclutar o incorporar aliados afines a Washington, que hoy tiene varios Estados minion en la región.

Estados Unidos declara buscar consolidarse como principal socio económico y de seguridad para la región, restringir la presencia de competidores externos desalentando la colaboración de los países de América Latina «con otros», primordialmente China —con fuerte relación con la región. Trump, que se juega mucho en su escalada contra Venezuela, tendrá que hallar «incentivos» más poderosos que las transacciones y los precios ventajosos de China, no basados en quid pro quo políticos o ideológicos—; alcanzar acuerdos de comercio con aliados, que sean mercados más atractivos para la inversión de EE.UU., y reforzar alianzas de seguridad mediante ventas de armamento, intercambio de inteligencia y ejercicios conjuntos.

Según el documento, que reitera la calificación de la migración como invasión, EE.UU. recompensará a Gobiernos y partidos que compartan su visión estratégica.

Es el preludio de un plan de intervención más profunda en los asuntos de la región y, en la intención de la Casa Blanca, perfila al Caribe y América Latina en frontera de contención para la seguridad de Estados Unidos y proveedor asimilado de recursos energéticos y naturales.

En ese diseño interfieren Gobiernos como los de Venezuela y Colombia. Otros de la región adolecen de memoria y lo mismo aportan instalaciones a Lanza del Sur que apoyan los ataques contra embarcaciones por inversiones en minerales críticos o la ampliación de un puerto. La presión a los países no aliados, incómodos; la polarización, la división y la desestabilización regional para reordenar las piezas según los intereses de la élite que él representa es lo que busca el magnate republicano con su Lanza del Sur y sus amenazas a Caracas y Bogotá. Si buscara drogas, no andaría por el Caribe.

Es más fácil para Trump mandar a reventar hombres y botes en el Caribe, presionar Gobiernos despachando una flota que paga el bolsillo del contribuyente y hacerlo con actos de terror militar y psicológico, que afrontar el problema en casa, que parece no es el de su Administración, que cada vez más actúa como un Estado rogue al margen de la ley —hacia fuera y dentro de fronteras—, el término tan repartido a otros por décadas desde la Casa Blanca.

¿Cuántas vidas ha salvado en su cruzada? La cifra real es la de las vidas que ha arrancado, casi 90. Es una de las consecuencias de su Lanza del Terror, que tiene a pescadores temerosos de salir a la mar a buscar el sustento, porque puede ser su último día.

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