Fuente: Iniciativa Debate/Carlos Delgado
El nuevo coronavirus SARS-CoV-2 nos ha sorprendido y nos ha desbordado. El objetivo ahora es que no nos colapse. La Sanidad Pública en España, y en todo el mundo, afronta un escenario inédito y potencialmente devastador que pone en riesgo todo nuestro sistema social y económico. Dejando a un lado las catástrofes de origen humano (hambre, guerras, genocidios…), no nos hemos enfrentado a una amenaza tan peligrosa desde la gripe de 1918. Estamos ante un horizonte desconocido. Pase lo que pase, hagamos lo que hagamos, para bien o para mal, estamos haciendo historia.
La novedad y la sorpresa suelen provocar errores. El hecho de que no todo el mundo esté de acuerdo con el párrafo anterior ya indica que uno de los primeros ha sido un error de comunicación. Tanto se han esforzado los gobiernos en contener el pánico, que han conseguido que a la gente le cueste admitir la gravedad de la situación. La negación es una primera etapa normal y muy humana, como sabe todo aquel que ha sufrido una pérdida trágica. Las siguientes fases del duelo son la ira, la negociación, la depresión y, por fin, la aceptación. Ahora se trata de llegar a esta última sin entretenerse demasiado ni en la ira ni en la depresión. La negociación, visto lo visto, va a ser necesaria y difícil. ¿Y cuál es la gran pérdida? Una de las primeras víctimas: la normalidad. Su ausencia deja un vacío que hace temblar muchas de las certezas, comodidades y garantías que dábamos por sentadas. Que nuestra primera respuesta haya sido negarlo es casi otra prueba más de que el duelo es real.
Al escepticismo ha contribuido, además, el recuerdo de la gripe A de 2009, que sembró no pocas dudas sobre el papel de la Organización Mundial de la Salud y dejó la impresión general de que todo había sido una falsa alarma espoleada por intereses espurios. Posiblemente aquella amenaza se exageró, tal vez no siempre con motivos confesables. Es innegable que Gilead Sciences, la empresa propietaria tanto del antiviral como de la vacuna, cerró un buen negocio. Y el hecho de que el exsecretario de Defensa norteamericano, Donald Rumsfeld, fuera expresidente de esa compañía no hizo sino alimentar las suspicacias. Pero en eso consiste el mercado. Si aceptamos ‘medicina’ o ‘atención sanitaria’ como mercancías, no debemos escandalizarnos cuando las big pharma se aseguran un beneficio con cada vida que salvan. Y salvan muchas. Por otra parte, es de agradecer que los miles de personas en todo el mundo que, de buena fe, dedican cada día sus esfuerzos a detectar, identificar y neutralizar epidemias se equivoquen –si acaso– por exceso de celo. Un error por defecto sería mucho peor. La suya es una profesión silenciosa y poco reconocida. Debe de ser descorazonador que cuanto mejor hagas tu trabajo, más veces te digan que no era para tanto.
Comparar este nuevo coronavirus con la gripe de 2009 es, como mínimo, arriesgado. Primero, porque no es una gripe, esa vieja conocida que lleva ya milenios con nosotros. Aún no lo sabemos todo sobre ella, pero al virus que la provoca lo hemos estudiado, analizado y fotografiado durante décadas; tenemos identificadas y clasificadas sus diferentes cepas y variantes; conocemos sus proteínas y su genoma; hemos trazado su árbol filogenético (al menos, las ramas más recientes de su evolución); sabemos cómo nos infecta, por dónde y a qué velocidad se propaga, cómo y cuánto muta; nos hemos vacunado contra él y lo hemos padecido. Y con todo eso, en un mal año –malo para nosotros; bueno para ella– la gripe puede llevarse a varios cientos de miles de personas, además de ser el cómplice necesario de otras muchas infecciones. En cambio, el nuevo SARS-CoV-2 es, sobre todo, eso: nuevo. Se presume que acaba de saltar hasta nuestra especie en el otoño pasado. No se ha localizado a su primer huésped humano (el famoso paciente cero), ni tampoco a su último huésped no humano (el pangolín es hasta ahora el mejor candidato). No hay inmunidad adquirida. No hay vacuna ni tratamiento conocidos. Hay todavía demasiadas incógnitas sobre este coronavirus, aunque lo que hemos averiguado de él en tan corto plazo es esperanzador. China asombró al mundo al construir dos megahospitales en Wuhan en un tiempo récord, pero pocos repararon en otra hazaña previa, tanto o más impresionante: el 12 de enero, apenas dos semanas después de declararse la alerta, el causante del brote ya había sido identificado y aislado, y su genoma estaba secuenciado y accesible para la comunidad científica internacional. Un registro que no tiene precedentes. Como tampoco los tiene el aluvión de literatura técnica que el coronavirus ha generado y sigue generando desde entonces. Nunca antes la ciencia global se había volcado sobre un problema de forma tan unánime y tan ágil. En solo tres meses, ya sabemos más de este CoV-2 que del CoV-1 (nombre oficial: SARS-CoV; descubierto en 2002; >8000 casos; >800 muertes; ratio: 9,6%), un pariente cercano –no un ancestro– al que conocemos desde hace más de 17 años. Una multitud de científicos de docenas de disciplinas distintas trabaja contra el reloj para entender y combatir esta diminuta pero formidable amenaza. De ellos y ellas dependerá el final de esta historia, que se prevé larga.
La ciencia y la tecnología, sin embargo, no siempre juegan a nuestro favor. Prueba de ello es que esta enfermedad que han dado en llamar COVID-19 se ha extendido en cuestión de semanas por casi 200 países. Nuestra bien tupida red de comunicación por todo el globo nos convierte en un vector ideal para propagar la infección. Las epidemias del pasado se movían más despacio. La viruela no llegó a América hasta el siglo XV y fue, con diferencia, el ejército más letal que los europeos desembarcaron en el nuevo continente. La mal llamada gripe española de 1918 tardó más de un año en extenderse a todos los rincones del planeta. En 2020 los virus se propagan a reacción. Literalmente. Este coronavirus de Wuhan no se trasmite por el aire, pero puede viajar sin escalas de Sidney a Londres en menos de 20 horas. De polizón, por supuesto; a bordo de un humano a bordo de un reactor. De hecho, el mapa de contagios es prácticamente un dibujo de las principales conexiones aéreas internacionales.
Por eso es tan importante analizar el contexto antes de comparar esta pandemia con otras del pasado, como la de 1918. Hace un siglo no existían las redes de comunicación actuales. Tampoco eran universales las jeringuillas. No había transfusiones, ni trasplantes. Las intervenciones quirúrgicas eran algo testimonial, si se compara con los 0,6 millones de cirugías mayores que se practican en el mundo en un solo día del siglo XXI. Todos estos factores, avances notables, sin duda, nos hacen más vulnerables frente a patógenos tan minúsculos y contagiosos. Y eso sin mencionar las implicaciones más importantes: las demográficas. En 1918, solo una quinta parte de la población mundial (360 millones) vivía en entornos urbanos; hoy en día, más de la mitad de los humanos (4400 millones) residen en una gran urbe. En los últimos 100 años, la población se ha multiplicado por cuatro (de 1800 a 7800 millones), y la esperanza de vida, por dos (de 34 a 72 años); en ambos casos, con holgura. Los mayores de 65 años, que hace un siglo representaban apenas un 4,5% de la población, hoy son más del 9%. Ese porcentaje alcanza en Europa el 20%: algo más de 100 millones de europeos han conseguido llegar a jubilarse.
En resumen: en 2020 vivimos muchos más y vivimos mucho más. Y mucho más apiñados. Y mucho más comunicados. Para un virus nuevo, somos la especie perfecta de huésped: abundante, gregaria y ubicua. El sapiens del siglo XXI tiene más medios que nunca para combatirlo, pero también para transmitirlo.
De momento, y hasta que la ciencia nos brinde remedios más dignos de nuestro siglo, las herramientas principales para frenar esta nueva enfermedad son las mismas que ya utilizábamos en la prehistoria: distancia y aislamiento. Hemos renunciado a una de nuestras esencias, la condición de animales sociales, para acatar sin grandes reticencias el confinamiento dictado por nuestros gobernantes. Unos gobernantes que, vista su manifiesta discapacidad para coordinar una respuesta internacional (entre los ‘socios’ de la UE no han sido capaces de ponerse de acuerdo ni siquiera en el método para contar las muertes), han apostado por rentabilizar el miedo. Y el miedo es un arma poderosa, pero inestable. Si la fe mueve montañas, el miedo puede paralizar cordilleras enteras –en realidad, podría incluso argumentarse que el miedo es uno de los ingredientes básicos de la fe, pero esa es otra discusión–. Tal vez ahora entendamos mejor aquellas palabras que Rutger Hauer le decía a Harrison Ford en una de las escenas más deliciosamente tiernas de la historia del cine:
«Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? Eso es lo que significa ser esclavo».