
Una red de mentiras alaba el heroísmo de Occidente en la II Guerra Mundial (que llamamos Guerra Mundial Antifascista), pero la Alemania nazi y el militarista Japón fueron derrotados por el Ejército Rojo soviético y lxs comunistas y patriotas chinxs.
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Corneta del Octavo Ejército de Ruta, China, 1942. [Crédito: Sha Fei.]
Queridas amigas y amigos:
Saludos desde las oficinas del Instituto Tricontinental de Investigación Social.
El 13 de noviembre, en el Foro Académico del Sur Global, realizado en Shanghái, China, presentamos nuestro último estudio, El 80º aniversario de la victoria en la Guerra Mundial Antifascista. Comprendiendo quién salvó a la humanidad: un restablecimiento de la historia. A continuación, se reproduce una versión editada de mi discurso de apertura, titulado “Dos mentiras y una gran verdad”, pronunciado en la presentación del estudio.
En el Departamento de Vivienda y Servicios Públicos de Krasnogvardeisky, en la ciudad de Leningrado, 48 esposas de soldados del frente aprendieron los oficios de fabricación de estufas, techado y plomería. 18 de abril de 1943. [Créditos: Georgy Konovalov.]
A comienzos de agosto de 1942, la Unión Soviética instaló altoparlantes por todo Leningrado. La ciudad llevaba más de 300 días sitiada. El pueblo moría de hambre. El director Karl Eliasberg logró mantener en pie a la Orquesta de Radio de Leningrado realizando ensayos y llevando personalmente a sus músicos a los puestos de alimentación. El 9 de agosto, Eliasberg reunió a los 15 sobrevivientes de la orquesta e incorporó a algunos integrantes de las bandas militares para presentarse en la Gran Sala Filarmónica Bolshói. Interpretaron la Sinfonía nº 7 [Sinfonía de Leningrado] de Dmitri Shostakóvich por radio y a través de los altoparlantes instalados.
Sinfonía nº 7 de Dmitri Shostakóvich, interpretada por la Orquesta del Mariinsky bajo la dirección de Valery Gergiev en 2020.
La sinfonía tiene cuatro movimientos. El primero, sereno y casi pastoral, evoca el Leningrado previo a la guerra. El segundo, construido en torno a un ostinato de tambor que aumenta de volumen sostenidamente, alude a la invasión nazi. El tercero, liderado por cuerdas e instrumentos de viento, lamenta el terrible sufrimiento del pueblo soviético, con millones ya muertos o moribundos. El movimiento final, en do mayor, fuerte y orgulloso, anticipa la victoria sobre los horrores del fascismo. No lo sabían en ese momento, pero aún no habían superado la mitad del asedio. Les quedaban por delante 536 días más de hambre y batallas. Dice mucho sobre la determinación del pueblo soviético que interpretaran la sinfonía en pleno cerco, con los altoparlantes apuntando hacia las líneas nazis para que los alemanes también la escucharan. En los archivos soviéticos aparece una frase escrita por un oficial de inteligencia: “Incluso el enemigo escuchó en silencio. Sabían que era nuestra victoria sobre la desesperación”. Más tarde, un prisionero alemán diría que la sinfonía era “un fantasma de la ciudad que no pudimos matar”.
Una unidad de la 255ª Brigada de Infantería de Marina del 18º Ejército del Frente del Cáucaso Norte se prepara para el combate, 1943. [Créditos: Yevgeny Khaldei.]
Nuestro estudio muestra que el Ejército Rojo soviético destruyó el 80 % de la Wehrmacht [fuerzas armadas unificadas de la Alemania nazi] en su avance milagroso por Europa del Este. Cuando los ejércitos occidentales se aproximaron a las fronteras de Alemania, el régimen nazi ya había colapsado. Fue el Ejército Rojo soviético el que liberó a la mayoría de las personas recluidas en los campos de concentración y fue la forma científica en que avanzaron lo que obligó a los aliados nazis en Europa del Este (como Rumania) a rendirse y cambiar de bando. La razón por la cual la Unión Soviética pudo concentrar todas sus fuerzas contra los nazis es que lxs comunistas y patriotas chinxs defendieron el flanco oriental soviético de los ataques de la maquinaria de guerra japonesa. Aun luchando con armas insuficientes, lxs comunistas y patriotas chinxs causaron enormes daños al ejército japonés, inmovilizando al 60 % de sus tropas e impidiendo que enfrentaran el avance estadounidense en el Pacífico.
Si el pueblo chino no hubiera mantenido ocupadas a las tropas japonesas, la Unión Soviética habría caído (la Alemania nazi habría tomado Europa) y las fuerzas estadounidenses quizá no habrían prevalecido en las batallas de Saipán (1944) e Iwo Jima (1945). El Ejército Rojo y lxs comunistas y patriotas chinxs juntos sacrificaron decenas de millones de vidas para derrotar al fascismo (el cálculo preciso se expone en nuestro estudio, y oscila entre 50 y 100 millones). En mayo de 1945, cuando cayó el régimen nazi, ya era evidente que el aparato militar japonés iba camino a la rendición. No era necesario que Estados Unidos realizara las pruebas Trinity en julio de 1945 y lanzara bombas atómicas sobre Hiroshima (6 de agosto) y Nagasaki (9 de agosto). El enorme sacrificio del pueblo soviético y de lxs comunistas y patriotas chinxs hizo evitable el uso de esa arma de destrucción masiva, que Estados Unidos la utilizara dice más sobre el violento desprecio del imperialismo por la vida humana, la misma lógica que vemos hoy en Gaza.
La paramédica Vera Andreeva Leonova (nacida en 1916, izquierda), asistente médica del 2º Batallón Médico de la 6ª División de Caballería de la Guardia del 3º Cuerpo de Caballería de la Guardia del Frente Suroeste y la enfermera Maria Ostrotenkova brindan primeros auxilios al soldado herido Ermoolenko, abril de 1942. [Créditos: Mikhail Samoylovich Bernshtein.]
La primera mentira. Los Aliados occidentales se opusieron al fascismo desde el comienzo y ganaron la guerra contra él.
La verdad. Los gobiernos occidentales enviaron ejércitos para destruir la Revolución de Octubre desde su inicio en 1917. El gobierno soviético pidió la paz en diciembre de 1917, pero Alemania igualmente atacó Finlandia y la joven república soviética, lo que dio paso a una invasión aliada masiva (con tropas de Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Rumania, Estonia, Grecia, Australia, Canadá, Japón e Italia). Las actitudes de los Aliados son claras en las declaraciones del político británico Winston Churchill, quien en 1919 dijo que los Aliados debían destruir “la repugnante barbarie del bolchevismo” (30 años después afirmaría que “estrangular al bolchevismo en su nacimiento habría sido una bendición incalculable para la humanidad”). En las décadas de 1930 y 1940, los gobiernos occidentales querían que los regímenes fascistas de Alemania e Italia dirigieran su armamento contra la Unión Soviética para destruirla. Eso era el “apaciguamiento”: estar de acuerdo con el anticomunismo de Adolf Hitler y permitir su rearme militar siempre y cuando se centrara en la Unión Soviética.
Aunque Reino Unido y Francia declararon la guerra a Alemania en septiembre de 1939, no hicieron nada en los meses siguientes, un período conocido como la Guerra Falsa, la Drôle de guerre o la Sitzkrieg (un juego de palabras con Blitzkrieg, o guerra relámpago).
En 1941, los ejércitos de Hitler invadieron la Unión Soviética. En la Conferencia de Teherán de 1943, Estados Unidos y Reino Unido debieron reconocer que era el Ejército Rojo el que estaba destruyendo al fascismo. Churchill, en nombre del rey Jorge VI, entregó al líder soviético Josef Stalin la “Espada de Stalingrado”, hecha de acero de Sheffield, en homenaje al coraje del pueblo soviético, que resistió el asedio en el que murieron dos millones de personas y derrotó a los nazis. Pero los Aliados tardaron un año más en ingresar en el frente europeo, en 1944. En ese momento, el ejército alemán había sido devastado por el Ejército Rojo (y por los bombardeos aéreos aliados). Los países occidentales entraron en la guerra porque temían que el Ejército Rojo avanzara hasta el corazón de Europa.
Para los gobiernos occidentales, la contradicción principal no era entre liberalismo y fascismo. Era entre el campo imperialista (o de la guerra), que incluía tanto a fascistas como a liberales y el campo socialista (o de la paz). Esa contradicción atravesó el período 1917 a 1991, incluyendo los años de la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Mundial Antifascista.
Una reunión del Octavo Ejército de Ruta en Futuyu, en la Gran Muralla, 1938. [Créditos: Sha Fei.]
La segunda mentira. Fueron los sacrificios estadounidenses en la guerra del Pacífico y las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki los que derrotaron a la maquinaria de guerra japonesa.
La verdad. La Guerra Mundial Antifascista no comenzó cuando Alemania invadió Austria en 1939. Comenzó dos años antes en China, con el incidente del Puente Marco Polo (el enfrentamiento de julio de 1937 cerca de Beijing que marcó el inicio de la invasión japonesa a gran escala) y continuó hasta la guerra estadounidense contra Corea, que no concluyó hasta el armisticio de 1953.
Millones de valientes patriotas y antifascistas libraron la lucha contra el aparato militar japonés, que atrajo a lo peor de la extrema derecha en Corea e Indochina. Cuando Estados Unidos entró en la guerra en diciembre de 1941, lxs patriotas y comunistas chinxs, junto a los ejércitos de liberación nacional en Indochina y el Sudeste Asiático, ya tenían inmovilizado al 60 % de las tropas japonesas, impidiéndoles atacar el flanco oriental de la Unión Soviética. No debe olvidarse el enorme sacrificio de la Ofensiva de los Cien Regimientos en 1940, en la que el general Zhu De dirigió a 400.000 combatientes comunistas para destruir infraestructura japonesa en el norte de China (incluyendo 900 kilómetros de vías férreas).
El imaginario mítico del marine estadounidense trepando el monte Suribachi en Iwo Jima o de la bomba atómica obligando a los japoneses a rendirse es omnipresente. Sin embargo, esto oculta el hecho de que Japón ya había sido derrotado sustancialmente, que estaba dispuesto a rendirse y que Hiroshima y Nagasaki no eran objetivos militares. Lo que ocurrió en agosto de 1945 no fue una decisión militar estratégica: fue una demostración de poder estadounidense, un mensaje al mundo sobre su nueva arma y una advertencia a los comunistas de Asia. Los millones de trabajadoras y trabajadores y campesinas y campesinos asiáticos que murieron derrotando al fascismo, incluidos miembros de mi familia en Birmania, fueron borrados por el hongo nuclear. La bomba y no los pueblos que lucharon por cada centímetro de tierra en el Sudeste Asiático, se convirtió en la heroína. Esa es la segunda mentira.
El 54º Ejército desciende una empinada montaña hacia una pasarela de 600 pies sobre el río Rojo, en Pa-Tu, China, 9 de agosto de 1945. [Créditos: T/3 Raezkowaki.]
La gran verdad. Entre estas dos mentiras hay una verdad enorme que ha sido sepultada en nuestra memoria popular: el fascismo es la negación de la soberanía y la dignidad, el gemelo espantoso del colonialismo. Es difícil distinguirlos.
El genocidio, después de todo, fue un elemento constitutivo del dominio colonial: pensemos en los seis millones de personas asesinadas en el Congo, el genocidio de los pueblos herero y nama en el África del Sudoeste bajo el Imperio alemán, el genocidio de los pueblos originarios de América, o en los tres millones de bengalíes que murieron de hambre en 1943.
Cuando el fascismo alemán y el aparato militar japonés fueron derrotados, neerlandeses, franceses y británicos —con apoyo estadounidense— regresaron para reclamar sus colonias en Indonesia, Indochina y Malasia. La violencia de estas guerras coloniales en las décadas de 1940 y 1950 fue monstruosa. Sobre el intento neerlandés de recolonizar Indonesia, el líder nacionalista Sukarno dijo: “A esto lo llaman acción policial, pero nuestros pueblos arden, nuestra gente muere y nuestra nación sangra por su libertad”. Chin Peng, comunista malayo, dijo algo similar: “Nos levantamos porque vimos aldeas hambrientas, voces silenciadas por el dinero y el poder”. El general Sir Gerald Templer, que dirigió el estado de emergencia británico en Malasia, dijo después de una rebelión que se trataba de una “una aldea de cinco mil cobardes” y los mató de hambre negándoles el arroz.
Las aldeas ardieron. Los aldeanos murieron de hambre. Esa fue la realidad del intento de reconquista de las colonias y luego de la guerra de Estados Unidos contra Corea. Cuando Estados Unidos inició sus operaciones en ese país, el presidente Harry Truman dijo que su ejército debía utilizar “todas las armas que tenemos”, un comentario escalofriante considerando el uso de armas nucleares en Japón. Pero no hizo falta una bomba atómica: el bombardeo aéreo borró del mapa las ciudades del norte de Corea. Como declaró el mayor general Emmett O’Donnell ante el Senado estadounidense en 1951: “Todo está destruido. Nada digno de nombre queda en pie. No hay más objetivos en Corea”. Esa era su actitud: fascismo o colonialismo, escojan lo que prefieran.
Los colonialistas occidentales resucitaron elementos fascistas en Japón, Corea, Indochina y otros lugares y se aliaron con ellos para reforzar un eje internacional contra la clase trabajadora, campesina y los comunistas. Esto demuestra que los colonialistas occidentales no eran en absoluto antifascistas. Su verdadero enemigo era la posibilidad de que la clase trabajadora y campesina adquirieran claridad y confianza y optaran por un futuro socialista.