Fuente: https://apuntesdeclase.lamarea.com/reportajes/bulos-y-desinformacion-una-cuestion-tambien-de-clase/
Una mujer que se considera políticamente de centro, en un hogar donde la renta no supera los 600 euros mensuales por conviviente. Este es uno de los perfiles más vulnerables ante la desinformación según un estudio realizado por el grupo de investigación INECO de las universidades San Pablo y Rey Juan Carlos en 2019.
Un hombre o mujer que trabajan, votan a la derecha y viven en una población de menos de 50.000 personas o una persona en paro y activa en las redes sociales también se encuentran entre los individuos más susceptibles de creerse una noticia falsa. ¿Qué determina que alguien sea más vulnerable ante la desinformación?
El mito de la educación
Mucho se ha hablado del impacto de las llamadas fake news en nuestros sistemas políticos. En los últimos cinco años, la desinformación ha ocupado un lugar privilegiado en la lista de amenazas a las que se enfrentan las instituciones democráticas. Gobiernos de todo el globo han iniciado campañas para prevenir lo que la Organización Mundial de la Salud ha definido como “infodemia”: una pandemia de desinformación. En el caso español desde hace tiempo el Centro Nacional de Inteligencia asume que la desinformación es un problema de seguridad nacional, y durante la crisis del coronavirus el Gobierno de Pedro Sánchez ha analizado las redes para detectar información que atente contra la salud pública.
La desinformación es un problema. Sin embargo, la mayoría de políticas institucionales contra las fake news persiguen evitar la propagación de los bulos sin incidir en los motivos que los producen, ni preocuparse por los productores de desinformación que, según la plataforma de defensa de los derechos digitales Xnet, con frecuencia son grandes empresas de comunicación y tecnología o los mismos gobiernos que enarbolan la bandera contra la desinformación.
Si en estos casos son pocas las voces, cuando se trata de analizar quién es la víctima de la desinformación, las investigaciones al respecto son aún más exiguas y con frecuencia se sitúa en el público, en el consumidor de información, la responsabilidad de saber si las noticias que lee son ciertas o falsas. La Asociación de Prensa de Madrid o la Generalitat de Catalunya, entre otras instituciones, se empeñan en señalar que para no ser víctima de un bulo “el mejor antídoto es no compartir sin haber verificado” y contrastar la información que nos llega al teléfono móvil por varias fuentes. Es decir, la batalla contra la desinformación pasa por la responsabilidad individual y la sagacidad o inteligencia de los usuarios. Con todo, esta forma de combatir la desinformación está ampliamente cuestionada.
Como explica en un artículo en The Guardian el divulgador científico David Robson, la inteligencia o el nivel de estudios de un individuo son elementos que apenas inciden en su disposición frente a la desinformación. Dicho de otro modo, alguien con un doctorado está tan expuesto a creer que la vacuna del coronavirus lleva microchips instalados por Bill Gates que alguien que no ha terminado sus estudios obligatorios. “La gente más inteligente puede ser más vulnerable a ciertas ideas, ya que su capacidad intelectual le permite racionalizar sus creencias”, dice Robson. Del mismo modo se expresa el sociólogo y experto en redes sociales Jordi Morales, cuando señala que un “mayor nivel de estudios da mayor autoconfianza y por lo tanto más probabilidad de creer en aquello que nos da la razón”.
Así lo confirma el estudio del grupo INECO: “Sorprendentemente, hemos encontrado que la vulnerabilidad afecta a personas de alto nivel cultural tanto o más que a personas con bajo nivel de estudios”.
Las víctimas de la desinformación
Entonces, ¿qué determina que creamos un bulo si el nivel de estudios no tiene nada que ver en ello? Entre otros elementos como la edad o la presencia en redes, el grupo INECO señala que la clase social es un hecho diferencial en el efecto de la desinformación. Tener unos ingresos per cápita menores, una mayor dificultad para llegar a fin de mes y pertenecer a una clase social con menor capacidad adquisitiva y estilo de vida más austero determinan nuestra credulidad, indica el estudio.
Una idea similar es esgrimida por la periodista especializada en tecnología, Marta Peirano, en su libro El enemigo conoce el sistema. “La desinformación afecta más a las clases trabajadoras, pero no siempre -o no solo- por culpa de la educación”, explica, aún considerando la educación como un elemento clave pese a que numerosos estudios demuestran lo contrario. “Hay un elemento fundamental que los estudios sociológicos olvidan: millones de personas acceden a internet a través de las redes sociales porque no pueden pagar una tarifa de datos”, añade. Siguiendo la tesis de Peirano, para entender cómo la clase social determina la vulnerabilidad frente a la desinformación hay que fijarse en el tipo de acceso material que tenemos a la red.
Según la Encuesta sobre Equipamiento y Uso de Tecnologías de Información y Comunicación en los hogares 2019 elaborada por el Instituto Nacional de Estadística, mientras el 97,4% de los hogares con ingresos netos iguales o superiores a los 2.500 euros mensuales disponía de ordenador en casa, en el caso de las familias con menos de 900 euros al mes, la cifra se situaba en el 58,1%, y en las familias con ingresos de 900 a 1.600 euros mensuales en el 76,7%. Y Un dato más de la encuesta: el 95,8% de los hogares con ingresos superiores a los 2.500 euros tienen acceso a la red con una conexión doméstica mientras que en el caso de la población con menos ingresos no superan el 70%.
Estas cifras han tenido una traducción evidente durante el confinamiento. Si en los hogares más desahogados los adultos podían teletrabajar y los menores asistir a clase de forma virtual, ya que todos ellos tenían a su disposición un ordenador propio y una conexión que soportara un acceso a la red simultáneo, en muchos hogares con menos recursos la conexión a internet tenía que efectuarse mediante un smartphone y datos móviles. En parte esta situación se debe a que las tarifas para acceder a la red en España son, en términos absolutos, de las más caras de Europa según un informe de la propia UE. Son incluso más caras si las contraponemos a la renta per cápita del país.
Queda claro que la clase social determina qué tipo de acceso tenemos a la red pero, ¿cómo interviene eso en la desinformación?
Pensemos en uno de los hogares de rentas inferiores que hemos mencionado. En casa son cuatro miembros, dos adultos y dos menores de edad, los ingresos mensuales netos no superan los 1.000 euros, no hay ordenadores y solo los dos adultos disponen de teléfono móvil con conexión a internet. El tiempo y acceso a la red de cada uno de los integrantes de la familia será limitado y seguramente se empleará en lo fundamental, en las relaciones sociales. El 80% del tiempo que pasan los españoles absortos en el teléfono móvil lo hacen utilizando aplicaciones y, en el caso autóctono, WhatsApp, Facebook e Instagram -todas propiedad de Mark Zuckerberg- son las apps más usadas. Asimismo, el acceso a la red de nuestra familia estará mediatizado por los megas contratados y, por lo tanto, el tiempo que pasen navegando será limitado para, como se dice popularmente, no quedarse sin datos antes de que termine el mes.
En esta línea, la plataforma de periodistas Global Voice en su informe sobre Facebook de 2017, que monitorizó el impacto de la red social de Mark Zuckerberg en África, Asia y América Latina, demostró que tener un acceso limitado a la red social aumenta el efecto de la desinformación en los usuarios. “Pinchar consume datos (…) eso significa que la gente está reaccionando a titulares amarillistas porque no puede leer los artículos”, explica Marta Peirano en su libro. Sería como si al andar por la calle solo viéramos las ofertas que las tiendas colocan en los escaparates porque no podemos entrar en esas tiendas. Entonces pensaríamos que el Índice de Precios de Consumo es mucho menor de lo que es en realidad.
Todo ello sucede con unas aplicaciones sobre las que planea la sospecha de haber diseñado de forma consciente un sistema para polarizar las opiniones. Según una investigación de The Wall Street Journal, Facebook decidió no modificar su algoritmo pese a saber que beneficiaba los discursos de odio. Todo para que los usuarios aumentaran y pasaran más tiempo en la plataforma social.
En resumidas cuentas, a menor acceso a las nuevas tecnologías, mayor es el impacto que tiene la desinformación en las internautas. La crítica elitista podría venir al afirmar que pese a tener menos recursos, las clases populares podrían instalar en sus teléfonos apps más constructivas como la de Wikipedia. Pero, ¿cuántas personas con un sueldo superior a 2.000 euros tiene esa app en su dispositivo móvil?
Doblemente víctimas
En 2018 los investigadores Karsten Müller y Carlo Schwarz de la Universidad de Warwick analizaron las 3.335 agresiones contra población refugiada ocurridos en Alemania entre enero de 2015 y principios de 2017. Curiosamente, al estudiar las comunidades en las que se habían producido los ataques, Müller y Schwarz descubrieron que no se parecían en nada. Las agresiones tuvieron lugar en ciudades grandes y pequeñas, en pueblos con mayorías políticas de izquierda y de derecha, y en localizaciones pobres y ricas. El único elemento común en todos los casos era la cifra de usuarios de Facebook por habitantes. Los ataques a refugiados aumentaban en un 50% en los lugares en los que el porcentaje de consumidores de la red social era mayor.
Meses después de la investigación, Amanda Taub y Max Fisher de The New York Times visitaron las comunidades analizadas por Müller y Schwarz. Los periodistas descubrieron que la mayoría de ataques habían sido avivados por la desinformación y los bulos que circulaban en la red sobre las personas refugiadas. Las fake news en Facebook se habían aprovechado de las grietas preexistentes en esas comunidades, hasta el punto de distorsionar las relaciones sociales. El algoritmo de la red había intensificado el sentimiento de miedo hacia “el otro” dejando vía libre a la violencia física.
La investigación, en realidad, solo ponía de relieve que en Europa ha empezado a suceder lo que desde hace tiempo pasa en todo el mundo. Allí donde Facebook tiene más presencia, aumenta una violencia que siempre se transmite del mismo modo: hacia los estratos sociales con menos recursos; las personas refugiadas son un claro ejemplo.
En algunos países del globo el problema de la desinformación es una preocupación de primera magnitud. En Nigeria, según la policía del país en declaraciones para la BBC, “la información falsa y las imágenes incendiarias en Facebook han contribuido a más de una docena de asesinatos recientes en el estado de Plateau, un área ya devastada por la violencia étnica”. Cabe destacar que esta zona del país africano es una de las regiones más pobres de Nigeria con un 74,1% de personas que viven por bajo del umbral de la pobreza.
Este caso es similar a lo ocurrido en las matanzas de rohinyás en Myanmar provocadas por una campaña de desinformación de los militares birmanos, los linchamientos en India que empezaron con bulos en WhatsApp y otros tantos sucesos similares en Ecuador o Colombia. España no es una excepción, ya que las redes sociales son un campo abonado para el racismo o la aporofobia, en su mayoría auspiciadas por la extrema derecha.
Dinero y poder: el privilegio de desinformar
A finales de marzo, cuando el confinamiento por el COVID-19 estaba en su momento más crítico, la Policía Nacional detuvo a una mujer en Dos Hermanas, Sevilla, por difundir falsamente que en una residencia de la localidad se habían detectado seis casos positivos de coronavirus a principios de mes. La mujer se defendió ante la policía afirmando que había creado el bulo para “gastar una broma a sus amigas”. En abril, Murcia fue escenario de la detención de un hombre por compartir un audio de WhatsApp en el que explicaba que un supermercado estaba ocultando casos de positivos entre su personal cuando eso no era cierto.
Estas noticias, que no fueron las únicas parecidas durante el confinamiento, ponen de relieve lo sesgado que está el debate de la desinformación en España. Parecería que los bulos provienen de usuarios que desde sus casas, en total soledad, se dedican a mentir por diversión. Ciertamente, existen casos como estos, pero en realidad son muy minoritarios porque un bulo, para circular de forma masiva como sucedió en Dos Hermanas o en Murcia, necesita de una fuerte inversión. Dicho a la inversa, para que una mentira creada por una persona desconocida se viralice, hace falta mucha suerte.
La plataforma activista Xnet, en su libro Fake You, asegura que hace falta mucho dinero para poder generar una campaña de desinformación que tenga verdadero impacto. En este sentido, el colectivo señala que «entre los primeros a los que se les puede llamar ‘productores de desinformación’ (…) se encuentran gobiernos, instituciones y partidos políticos -en algunas ocasiones como productores de desinformación; en otros, como inversores para que otro actor la cree y la viralice». La desinformación es poder.
Es lo que Xnet ha definido como una «auténtica industria de la desinformación» y que en último grado afecta a las clases sociales menos pudientes. Ejemplo de ello es la campaña que Vox creó contra las personas musulmanas en España. La formación de extrema derecha puso en marcha la máquina del fango afirmando que las celebraciones católicas estaban prohibidas mientras que el Ramadán no lo estaba. La noticia falsa se difundió a través de las redes sociales de la formación política al tiempo que medios como Ok Diario o canales de YouTube de la extrema derecha también daban pábulo a la información. La historia termina con Matías Prats retransmitiendo esa misma información en prime time en el informativo de Antena3. No hay duda de que para conseguir tal despliegue mediático hace falta dinero, mucho dinero.
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