Fuente: https://www.sinpermiso.info/textos/breves-reflexiones-sobre-grandes-problematicas-y-el-covid-19 José Arreola 03/07/2020
¿Será que es así como se anuncia el fin de la humanidad? ¿Será que entre tanta muerte ya estamos viviendo el Armagedón y no nos hemos dado cuenta? ¿Será que solamente nos queda el camino del aislamiento y la resignación ante un triste y desolado panorama? ¿Será que el mundo no será?
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Eduardo Galeano no se equivocaba: el mundo está hecho de historias. Somos las palabras que nos narran y narramos; ellas nos construyen para ser y hacernos. Quienes cortan el bacalao en el planeta se regodearon de felicidad cuando el Muro de Berlín cayó, allá por el año 1989. Impusieron la idea de que había llegado “el fin de la historia” y que los “grandes relatos” pasaban a ser uno solo: el suyo.
El relato de los poderosos y sus agencias monetarias internacionales que tanto impulsan el negocio de sus grandes trasnacionales, tan insistentes con las bondades del capital y el neoliberalismo, no solamente fue una ficción incapaz de “ayudarnos” a imaginar un mundo próspero, pujante y en armónica convivencia, sino que se convirtió en una enorme mentira. La paz prometida nunca llegó. El peligro comunista fue “derrotado”, pero se inventaron otros peligros igual de malignos a los que había que aniquilar por el bien del mundo: las armas nucleares en Irak y Afganistán, el periodismo honesto de Julian Assange, el “populismo” de Hugo Chávez, la osadía de Dilma Roussef, la necedad de Cuba, los migrantes, los refugiados y los pobres. La crisis se pintó al óleo en todas las geografías del globo, lo mismo en la franja de Gaza que en New York, lo mismo en España que en Argentina.
La mentira del libre mercado generó una verdad que con la magia de los medios masivos de comunicación pretendió ocultarse: mientras muy pocos se enriquecieron, la pobreza aumentó descomunalmente y aumentó también el hambre, el desempleo, la pauperización educativa, el daño ecológico y la gente sin techo. La prosperidad se alejó y el sueño de la igualdad quedó hecho añicos. Los derechos elementales se convirtieron, día a día, en privilegios inalcanzables.
El Covid-19 dejó al descubierto, con bofetada de guante blanco y melodías fúnebres, una verdad innegable: el sistema global de dominio y el neoliberalismo son las fake news más grandes nunca antes construidas en la historia de la humanidad.
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En la era neoliberal –en la que el mercado manda, los centros financieros sonríen y los Estados se arrodillan– los servicios públicos de salud pasaron a la inanición y el sector privado fortaleció su dominio. El negocio de especular con la vida creció y con él creció la cantidad de personas despojadas de un derecho indispensable. En la historia de la gran mentira, se ensalza el culto al sacrificio personal, se enarbola el discurso del éxito y la acumulación monetaria como el fin último en la existencia de mujeres y hombres. La salud se convirtió en un lujo; lo mismo pasó con otros aspectos básicos para una vida digna: la vivienda, la educación y la alimentación. En la retórica de las fake news, no es el sistema social y económico el responsable de la situación actual; por hechicería mediática y repetitiva, cada individuo es el culpable de lo que tiene y de lo que carece. Si una persona no posee una vivienda es, simplemente, porque no trabaja lo suficiente ni ahorra como se debe ni “emprende” nuevos proyectos. En resumidas cuentas, porque le teme al éxito. Bastaría, según la palabrería en boga, con ahorrar más, trabajar más y desear, con todas las fuerzas del alma, vivir mejor para cambiar el rumbo de su existencia. Sin embargo, lo cierto es que hay un divorcio irreconciliable entre las palabras y las evidencias. No se trata de querer para poder, sino de tener condiciones mínimas para desarrollar todo el potencial humano del que una persona y una comunidad son capaces. Las grandes fortunas de empresas y magnates se cimentan cortando el potencial de vida de millones de seres humanos cuya batalla cotidiana por no morir es en sí misma una verdadera epopeya.
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En la era neoliberal, las palabras se fueron vaciando de significado. De ese modo, la libertad quedó bajo el yugo mercantil y se apartó de aquello que representó desde la Revolución francesa. La libertad se impuso como apéndice del negocio: libertad empresarial, de mercado y financiera. La justicia se convirtió en una patraña, la dignidad humana en sueño y la corrupción en el término más socorrido. Con razón, Liliana Weinberg ha señalado que, en medio de toda la crisis global, existe también una contaminación de la palabra por una profunda simulación, la inflación y la adulteración en los discursos. Como ella misma dice “hay que reaprender el oficio de llamar a las cosas por su nombre”. Nombrar con las palabras necesarias, con su significado profundo y potente para no ser engullidos por la gran mentira.
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Paradojas vemos, de sistemas hoy sabemos. Las imágenes y las noticias del colapso de hospitales en el primer mundo son terriblemente elocuentes. Allí donde el neoliberalismo se impuso con mayor fervor y sin concesiones, el número de muertos es descomunal. Al momento de escribir estas líneas, 18 de junio de 2020, se registran más de 40 mil en Reino Unido. En Estados Unidos la cifra roza más de 110 mil personas fallecidas. El american dream y el american way of life han dejado una estela de muerte que en nada envidia la obra de Margaret Tatcher, quien fuera conocida, por méritos propios, como la “ladrona de leche” allá en la Inglaterra de los años 70. En el mundo del “progreso” y la libertad económica lo menos importante es la humanidad.
En cambio, un país bloqueado, pequeñito, necio y recio como Cuba registra una cantidad mínima de fallecidos en comparación con el drama que se vive en el mundo. Para el mismo 18 de junio, en la Isla se registran 85 muertes a causa del Covid-19. Aunque la mayor de las Antillas lleva más de cincuenta años sometida a un bloqueo económico inclemente, el proyecto socialista cubano caminó un trillo opuesto al que, sin miramientos, se siguió en casi la totalidad del planeta. Jamás se abandonó a los brazos del libre comercio y la libre empresa. A pesar de todas sus carencias, sus angustias y sinsabores, el gobierno cubano nunca dejó de invertir en su sistema de salud ni en la investigación médica ni en su sistema educativo. El pueblo de Cuba, incesantemente castigado por el gigante de las siete leguas, se enfrenta de tú a tú al Covid-19 de la misma manera en la que, no pocas veces, lo hiciera aquel guerrero de Birán cuando llegaban los ciclones a la Isla. Y, por si eso fuera poco, bajo la idea de que patria es humanidad, más de veinte brigadas de médicos cubanos le ponen el pecho al virus alrededor del mundo, aportando el concurso de sus modestos esfuerzos de la misma manera en la que, no pocas veces, lo hiciera aquel guerrero de la entrañable transparencia al que mucho le cantó Óscar Chávez.
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Ignacio Ramonet escribió que con el coronavirus estamos, por vez primera, ante un “hecho social total” porque “convulsa el conjunto de las relaciones sociales, y conmociona a la totalidad de los actores, de las instituciones y de los valores”. Razón no le falta. Para muestra, algunas escenas dolorosas en México. Mujeres y hombres del sector salud han debido enfrentarse a una ola de odio y rabia; quienes los insultan y agreden físicamente descargan su impotencia, su ignorancia y su miedo contra los menos culpables. Las razones son varias.
Aquellos que ven en el personal de salud a su enemigo son, en su mayoría, de un estrato social bajo. A lo largo de su vida han tenido negado el acceso a una serie de derechos y servicios; marginados en toda la extensión de la palabra son quienes “no creen” en el Covid-19. ¿Por qué tendrían que creer en el coronavirus si fueron sistemáticamente engañados?, ¿por qué tendrían que creer si las promesas de campaña en sus barrios jamás fueron cumplidas?, ¿por qué van a creer en estadísticas, números y otros índices si no tienen las herramientas para interpretarlos?, ¿por qué van a creer si cuando acceden a las redes sociales se encuentran con un aluvión de notas falsas y es imposible distinguirlas de las que son verdaderas?, ¿por qué van a creer más en el coronavirus que en el área 51 y los avistamientos extraterrestres? ¿No será que hay algo de fondo que no les permite entender lo que sucede? ¿No será que, nosotros mismos, nos apresuramos a condenar sin detenernos a reflexionar un poco?
Cuando las condiciones materiales no son las mismas, obviamos las carencias de los otros y exaltamos, sin proponérnoslo siquiera, las desigualdades existentes. Algo de eso entiende bien Silvio Rodríguez cuando canta “Tener no es signo de malvado y no tener tampoco es prueba de que acompañe la virtud/ pero el que nace bien parado en procurarse lo que anhela no tiene que invertir salud”.
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En esta conmoción y convulsión, cada palabra vale y dice mucho más de lo que alcanzamos a percibir. Raymond Williams advertía que la tecnología informática podía ser utilizada para “afectar, alterar y, en algunos casos, controlar todo nuestro proceso social”. Algo así se ha intentado en México durante esta crisis del Covid-19. De simples rumores se construyen verdades sociales.
Un día, un comunicador da por cierta la muerte de un empresario por culpa del coronavirus; se anuncia como el primer deceso en el país y, aunque horas después se sabe que es mentira, bastaron unos segundos para colocar en el imaginario social la idea de la primera víctima de Covid-19 debido a la negligencia médica.
Otro día se informa en diferentes medios, sin verificar fuente alguna que dé certeza a la nota, que el gobierno oculta cifras de los casos de coronavirus y que obliga al personal médico a mentir. Se dice, además, que los médicos, violando el juramento hipocrático, dan sus necrológicas sin señalar al virus como el causante del deceso sino a otras enfermedades respiratorias graves.
Un día más, una misma persona muere, por artificio de la ubicuidad, en diez lugares distintos del país; a la siguiente semana, otra muerte ubicua se crea. Tweet tras tweet y post tras post las redes sociales se inundan con tal acto de brujería.
Otro día, en la conferencia vespertina ofrecida por Hugo López Gatell, un reportero pregunta “para tranquilizar a la gente”, y con toda la inocencia de la que es capaz, si el Subsecretario de Salud puede dar un estimado de “cuántos fallecimientos habrá, ¿decenas, miles, millones?”.
Afectar la información, alterar a la opinión pública y controlarla en la medida de lo posible con un objetivo que no mucho después quedó claro. En el noticiero estelar de una cadena televisiva, Javier Alatorre, uno de los comunicadores más conocidos y populares en México, dijo que los datos presentados por López Gatell se habían vuelto “irrelevantes” y fue enfático en el llamado que hizo a sus televidentes: “Es más, se lo decimos con todas sus palabras, ya no le haga caso a Hugo López Gatell”. Jenaro Villamil ha señalado cómo el duopolio televisivo todavía imperante, surgido con el arribo al poder del proyecto político salinista, no solamente fue el soldado del poder gubernamental sino también se convirtió en un poder en sí mismo. En buena medida, a través de encuestas y el negocio de los spots, ese poder aupó en 2012 a un candidato presidencial e intentó en 2018 frenar el ascenso y el respaldo popular de quien hoy es el mandatario de México.
El llamado de Javier Alatorre toma sentido cuando se enmarca en el contexto de un cambio político apenas mínimo que se vive en el país, pero con el que, ni por asomo, el presentador y los intereses de los que es vocero están de acuerdo. La convocatoria de Alatorre surtió efecto. El 2 de mayo, al irrumpir en el Hospital General Las Américas de Ecatepec, familiares de un paciente utilizaron, y no por azar, argumentos del tipo “no creemos”, “no nos dan información” y se dirigieron a las enfermeras preguntando “¿las tienen amenazadas, por eso no hablan?”. Los hechos ocurridos en aquel municipio del Estado de México, cuyo nivel de pobreza es uno de los más elevados en el país según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), no son el origen de un conflicto ni tampoco fallas inocentes: son las consecuencias de un sistema político, económico, social y cultural en el que, no importa cómo ni por qué, los hijos del olvido siempre pasan a ser los culpables. Son las razones con las que el sistema neoliberal se alimenta y se fortalece.
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En esta crisis expuesta por el Covid-19 se disputa, sin ser tan evidente, un modo de narrarnos en ella, pero especialmente después de ella. Con sucesos como los de Ecatepec han surgido voces cuyas opiniones señalan la responsabilidad de todos. Dicho así, el problema central se difumina. Todos, por palabra, obra u omisión, entramos en la misma canasta. Pero quizá valga pensar qué nos hace asumir parte de la responsabilidad y por qué hay un sentimiento de culpa que cargamos sobre nuestros hombros, ¿no se parece un poco a la jerigonza de la individualidad?, ¿no es otra manera de expresarla?
Incluso asumiendo que todos somos responsables, nunca será igual el grado de responsabilidad de quienes han azuzado a la violencia a través del miedo, del descreimiento y las mentiras que el de quienes, por múltiples razones, hacen suyo el llamado y aceptan las falsedades como verdad; ni mucho menos se puede comparar la responsabilidad de quienes dejaron el sistema de salud público al garete con el de la gente que, enojada y consternada, culpa al personal médico de la ineficiencia o la falta de suministros para enfrentar a la pandemia.
Como bien apunta Daniel Bernabé, en esta era neoliberal, la estupefacción y la angustia se han convertido en virtud y estado que, por desgracia, conducen a “la ausencia total hacia dónde dirigirse”. Por eso, se hace necesario disputarnos el ahora y el futuro entendiendo cada cual, en su justa medida, que nuestras responsabilidades son muy distintas a las del sistema que busca descargar sus culpas en nosotros. Entendiendo, además, que nuestro camino es opuesto al de la gran mentira, que tenemos la tarea de repensar el ayer, analizar el presente y no dejar de proyectar el mañana.
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A río revuelto, ganancia de mercaderes. Con la pandemia, la filantropía se pone de moda. Los mismos empresarios y banqueros, beneficiados por el libre mercado y su campante desigualdad, hoy se visten de bondad y anuncian donaciones y descuentos en sus servicios: es una manera elegante, ni qué decir, de evadir obligaciones fiscales.
Algunos más, en el colmo del descaro, buscan la protección del Estado y piden, encarecidamente, el auxilio que tanto niegan a sus trabajadores. Dicen que el Estado del que tanto renegaron, al que apalearon constantemente para que no se metiera en sus negocios, debe ayudarlos, rescatarlos, apapacharlos para beneficio de todos, es decir, de ellos. En una mutación momentánea, los más férreos defensores del libre mercado que, con unos pases de encanto, se regula a sí mismo, piden, claman, exigen que el Estado sustituya a su dios mercado y los rescate. El hecho es que, con o sin pandemia, no importa cómo ni por qué, los empresarios, dicen, nunca deben perder.
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En México, por ejemplo, hay empresas que a pesar de no ser consideradas básicas continuaron operando. Desde luego, el costo de su funcionamiento se basa en la exposición de sus trabajadores a un posible contagio de coronavirus. Empresas de diversos rubros se suman a la ola del apoyo y la empatía; hablan de fortaleza y unidad produciendo comerciales sensibleros rayanos en lo ridículo en los que, con infinita sinceridad, muestran preocupación por todos los mexicanos. Se trata, irónicamente, de las mismas empresas que han hinchado sus bolsillos a costa del despojo de sus trabajadores, de las horas extras sin paga, de la disminución en la seguridad social, de la nulidad de contratos colectivos, de los empleos temporales en los que de nada vale la antigüedad, de los despidos injustificados, del recorte constante de personal en aras de no perder ni un peso y la nulidad del derecho a huelga. Son los mismos que, cultivando el discurso del éxito y el egoísmo, culpan a sus empleados de ser pobres y fracasados, aunque sean éstos el motor y el pilar de sus fortunas. Cuando los magnates empresariales hablan de preocupación, de cuidado y empatía no se refieren, ni por casualidad, a sus trabajadores ni a los pobres del país: se refieren a sus iguales. Por eso es importante distinguir cómo y desde dónde se producen los discursos de ayuda, solidaridad y empatía. Como bien canta Valentín Oliva, Wos –un jovensísimo rapero argentino de gran talento y freestylero de pura cepa– “Y no, no hace falta gente que labure más / hace falta que con menos se pueda vivir en paz/ mandale gas, no te perdás, acordate en dónde estás / fijate siempre de qué lado de la mecha te encontrás”.
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Pese al peso del caos y al distanciamiento social al que el neoliberalismo nos obliga, exacerbado hoy por el coronavirus, existen, por fortuna, conmovedoras muestras de solidaridad; en tiempos del neoliberalismo, se trata de un bien invaluable que ni todo el capital del mundo puede comprar y del que mucho sabe la humanidad.
A pesar del aumento de precio en no pocos productos, pequeños comerciantes, por ejemplo, deciden no subir ni un centavo en lo que venden o, incluso, bajan los costos. En barrios populares, hay quienes ofrecen una comida completa totalmente gratis bajo una sola condición: que de verdad se requiera, que no se mienta. La palabra vuelve a tomar su valor y la solidaridad su calor. Taxistas transportan por una cuota módica a toda médica, enfermera, enfermero y médico que lo necesite. Artistas de diversas disciplinas brindan lo que saben hacer en lives sin costo alguno. Editoriales independientes liberan sus libros para ayudar a resistir el aislamiento. Terapeutas ofrecen su ayuda vía telefónica, sin costo, contribuyendo a paliar los estragos en la salud mental. Un cúmulo de iniciativas surgen y se expanden, tanto en el medio virtual como en el material. Y, ni duda cabe, el personal médico merece un inmenso cariño por su valentía y coraje ante el virus. Se podrá decir que atender a los pacientes en la pandemia es, por lo menos, su obligación y su trabajo. Pero si eso es cierto, no lo es menos el hecho de que todos aquellos que trabajan en un hospital bien pudieron abandonar el barco pensando, precisa y solamente, en el bienestar individual. Algún día, la historia nos sabrá narrar lo que hoy construyen.
Por primera vez, y no gracias al lenguaje neoliberal sino contra éste, el aislamiento y el cuidado individual se convierten en muestras expresas de solidaridad plena de manera colectiva. Pensando y actuando por los demás, actuamos y pensamos por nosotros mismos y viceversa. ¿Será que es así como se anuncia un nuevo inicio de la humanidad? ¿Será que, entre tanta muerte, más nos aferramos a la vida? ¿Será que estamos viviendo el Armagedón y podemos salir vencedores? ¿Será que el camino del aislamiento no significa resignarnos a la tristeza y la desolación? ¿Será que el mundo será?
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¿En este momento de pandemia podemos imaginarnos de manera diferente?, ¿cómo será, cómo seremos cuando esto amaine? Nadie menos que Antonio Gramsci escribió que en la actividad política existe una gran parte de la imaginación cuyos elementos son la sociedad de los seres humanos, sus dolores, sus afectos y sus necesidades. Es momento, pensándonos, queriéndonos y reapropiándonos del valor de las palabras, peleando en y por las necesidades materiales, de imaginarnos diferentes sin olvidar jamás de qué lado de la mecha nos encontramos.
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A México arribo una brigada de médicos cubanos. Bajo la estela del Che, el ejemplo de Fidel, la música de Silvio y la alegría rumbera, llegan para hacer lo que mejor saben, es decir, brindar la más fraterna solidaridad acá donde se requiere. Hay, de hecho, iniciativas para que a ellos les otorguen el Premio Nobel de la Paz. Se lo merecen. Pero si no se los conceden, deben saber que el mundo está en deuda con ellos. Deben saber que, desde lo más profundo del dolor y el alma, miles de personas los aprecian y los admiran. De haberse propuesto ya el Premio Nobel de la Dignidad y la Solidaridad, Cuba entera, sus médicos y su ejemplo, hace mucho que lo habrían obtenido.
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Sobre la muerte, contra la muerte, está el tiempo de vida. Jacques Attalli pensó que, en oposición a la violencia sistemática y sistémica que se impuso durante siglos en la historia del planeta, existía la creación de nuevos ritmos y tiempos para hacer escuchar campanas de libertad. Entonces, como decía John Donne, las campanas también doblarán por nosotros, no ya con una música de funeral sino con tonadas de justicia, de amor y dignidad. Tonadas con las que tanto caminó y cantó Óscar Chávez.
Fuentes consultadas
Attali, Jacques, Historias del tiempo (1982), trad., José Barrales Valladares, México, FCE, 2016.
Gramsci, Antonio, Odio a los indiferentes, trad., Cristina Marés, Madrid, 2011.
Bernabé, Daniel, La trampa de la diversidad. Cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora, Madrid, Akal, 2018.
Weinberg, Liliana, El ensayo en busca del sentido, Madrid, Iberoamericana, Frankfurt am Main, Vervuert, 2014.
Sitios web
“Javier Alatorre ataca a Hugo López Gatell”, disponible en https://www.youtube.com/watch?v=UnPvFmJFl68, consultado el 22 de abril de 2020.
Rodríguez, Silvio, “Canción de navidad”, disponible en https://www.youtube.com/watch?v=9-wLFgsu67A, consultado el 20 de abril de 2020.
Suárez, Alejandro, “Ecatepec: el municipio con mayor índice de pobreza urbana: Coneval”, El Sol de México, 25 de junio de 2019, disponible en https://www.elsoldemexico.com.mx/metropoli/valle-de-mexico/ecatepec-el-municipio-con-mayor-indice-de-pobreza-urbana-coneval-3812593.html, consultado el 25 de abril de 2020.
Wos, “Canguro”, disponible en https://www.youtube.com/watch?v=l5QAOvBqT3c, consultado el 2 de mayo de 2020.