Fuente:La Jornada/Eric Nepomuceno 22.03.2020
colapsoen el sistema público del sector, el gobierno divulgó su nueva proyección de expansión de la economía de cero por ciento y el ultraderechista presidente Jair Bolsonaro afirmó que
por ahoradecretar el estado de sitio no está
en nuestro radar.
Aprovechó para recordar, con todas las letras, que en caso de que ocurra esa necesidad, no habría dificultades para implementarla (dependería de la aprobación del Congreso, pero siempre existe la salida de un autogolpe sin más demoras).
Impacta que un capitán retirado del ejército por actos de indisciplina diga todo eso cercado por generales de muchas estrellas, algunos en activo, la mayoría en retiro, sin que a ninguno de ellos se les ocurra la necesidad de manifestarse. Lo ideal, que sería hacer callar al despotricado presidente, no ocurrirá tan temprano. Pero el silencio es inquietante y estruendoso.
Es decir: economía colapsada (analistas del mercado financiero hablan claramente de una recesión de hasta 4 por ciento), sistema de salud en crisis, y la democracia, en manos de un ultraderechista desequilibrado, acercándose al colapso. Y no hay salida a la vista.
Todo eso en un solo día sirvió para ocultar otro campo de crisis: Bolsonaro intentó hablar por teléfono con el presidente chino, Xi Jinping, pero éste se negó a atender la llamada.
El motivo: hace unos días el diputado Eduardo Bolsonaro, uno de los tres hijos hidrófobos del presidente, divulgó vía tuit mensajes durísimos, acusando a China de ser responsable por la pandemia del Covid-19 y, de paso, pidió que se instale un régimen de libertad en el país.
De inmediato el embajador chino en Brasil, el veterano diplomático Yang Wanming, emitió una nota contundente, diciendo que Eduardo, que integró la comitiva del papá presidencial a Florida, volvió del viaje contaminado por un virus mental
.
Se trató de una mención casi explícita al vasallaje de Bolsonaro frente a su mito Donald Trump, alineándose de manera radical a la política de Washington en confrontación con China.
Le tocó entonces al ministro de Aberraciones Exteriores (perdón: Relaciones), el patético Ernesto Araujo, entrar al ruedo, quien en un comunicado oficial sin nexo ni lógica, exigió que el embajador chino ofreciera disculpas al gobierno brasileño.
Veteranos diplomáticos en activo se sorprendieron y se asustaron con el tono de la nota de su jefe, absurda en todos los sentidos.
Y para no dejar dudas sobre la gravedad del caso, el rechazo del presidente chino a hablar por teléfono con su desequilibrado par brasileño elevó la temperatura a niveles más que preocupantes. Lo que se comenta por aquí es que mientras el diputado Eduardo Bolsonaro no ofrezca disculpas por sus enloquecidas palabras, la tensión no hará más que subir.
Los chinos –la tan nombrada paciencia china…– sabrán esperar. El problema es si Brasil podrá esperar.
Además de ser el país que ofrece al gobierno de Bolsonaro el mayor superávit comercial, China es una nación clave para la economía brasileña, gracias a sus grandísimas inversiones en Brasil.
En términos de comercio exterior, basta un ejemplo: el mercado chino es el destino de 78 por ciento de las exportaciones brasileñas de soja.
Perder ese mercado hundiría de manera escandalosa a la ya muy caótica economía del país presidido por ese esperpento.
¿Más? Sí, sí, hay más.
Varios gobernadores, principalmente de estados del nordeste, piden ayuda a China para dar combate a la pandemia en su región, muy pobre. Piden no sólo equipos como respiradores artificiales, piden directamente ayuda médica, medicamentos incluidos.
Bolsonaro también pierde tiempo precioso en guerrear a los gobernadores de los dos principales estados brasileños: São Paulo y Río de Janeiro. Los critica duramente porque adoptaron medidas de combate a la circulación de gente, determinando aislamientos domiciliares. Dice que, con eso, ambos perjudican a la economía.
El país, rigurosamente convulsionado por un acumulado de crisis sin precedente, tiene como presidente a semejante aberración.
Con 40 por ciento de la fuerza laboral trabajando en condiciones precarias, con poco más de 2 millones de moradores en favelas
, o sea, villas miserables –en Río de Janeiro– en que lo común es que haya hasta seis personas amontonadas en poco más de 30 metros cuadrados, nadie sabe prever la dimensión del genocidio que podrá ocurrir.
Se calcula que en todo Brasil alrededor de 25 millones de personas viven en situación semejante en los grandes centros urbanos.
Vivimos en un mundo a la deriva. Y en ese mundo, Brasil es presidido por un energúmeno sin norte ni rumbo.