Fuente: https://www.grupotortuga.com/Bombas-nucleares-secretas-EE-UU Miguel Pérez Viernes.6 de enero de 2023
Bajo los hangares están los F-35A, los F-16 y los F-18 Tornado, tres modelos de avión de combate altamente cualificados por los que los países aliados sienten predilección. Y todavía más abajo, rigurosamente protegida en un silo de hormigón plagado de sensores anti-intrusión, descansa la B-61, la principal bomba atómica del catálogo nuclear de Estados Unidos. Al menos 180 de esas ojivas están repartidas según este esquema en media docena de bases militares de la OTAN en Europa. Otras fuentes estiman que su número real asciende a 350. Es lo que el periodista Eben Harrell denomina en ’Times Magazine’ las «bombas nucleares secretas», ya que ninguno de los gobiernos que las albergan -Alemania, Italia, Bélgica, Países Bajos y Turquía- reconocen explícitamente su existencia.
En cualquier caso, se trata de un secreto a voces histórico: la propia fundación de la OTAN en 1949 contemplaba un despliegue nuclear en Europa como forma de medirse a la Unión Soviética de Stalin desde su propio umbral. Entonces, la URSS era propietaria del mejor arsenal de armas convencionales del mundo, pero estaba en desventaja respecto a los dispositivos termonucleares, pese a que unos meses más tarde realizaría su primer ensayo con éxito. Era la manera de Occidente de imponerse militarmente al régimen soviético. Seis años después de crearse la Alianza, el presidente estadounidense Dwight D. Eisenhower formalizó el reparto estratégico de proyectiles atómicos en el Viejo Continente. Durante dos décadas fue un suma y sigue. En los momentos álgidos de la Guerra Fría, Europa albergó hasta 7.000 ojivas. Aunque la Alianza nunca lo haya reconocido.
España nunca ha estado en esa pomada. Eisenhower y Franco firmaron en 1953 los pactos de Madrid que abrieron a EE UU la posibilidad de instalar cuatro bases en Torrejón de Ardoz, Morón de la Frontera, Rota y Zaragoza. Pero, que se sepa, nunca se acordó traer la vieja y asesina ’Little Boy’. Tampoco fructificaron los esfuerzos españoles por disponer de su propia bomba nuclear. Los iniciaron el propio Franco y su hombre de confianza, Luis Carrero Blanco, en 1948 bajo un nombre tan castizo como Proyecto Islero, el nombre del toro que mató a Manolete. El programa atómico se finiquitó a principios de los 80 en medio de sucesivos fracasos, un cambio político de contexto hacia la no proliferación nuclear y el episodio intermedio de Palomares, cuando dos aviones americanos chocaron en el aire y uno de ellos perdió cuatro proyectiles termonucleares en la pedanía almeriense. No obstante, la ’carrera atómica’ patria llegó a concitar la atención de la CIA, que en los años 70 monitorizó estrechamente los procedimientos de los científicos del ramo en España.
El final de la Guerra Fría alumbró el inicio de la desnuclearización bélica. Entendida ésta, evidentemente, como una gota en el océano: solo con el uso de dos tercios de las armas almacenadas en la actualidad por los nueve países propietarios de arsenales atómicos, el planeta quedaría condenado. La mitad de la población mundial moriría de un plumazo y el resto se vería sometida al dificilísimo reto de sobrevivir a la radioactividad y un prolongado invierno nuclear.
Sin embargo, la disminución del parque de armas definitivas siempre es una buena noticia y, en ese sentido, la reciente decisión de Estados Unidos de retirar de inmediato la B83-1, denominación técnica del artefacto nuclear de caída libre más poderoso de su catálogo, resulta altamente positiva. Sería aún más grande de no ser porque, al mismo tiempo, el Pentágono acelera el despliegue de una de sus sucesoras, la bomba B61-12, un modelo inteligente mucho más preciso y sencillo de mantener, acorde a las reglas bélicas del siglo XXI: armas menos burdas y más tácticas, como sucede con la nueva generación de misiles que deciden la guerra de Ucrania.
Escalada de la tensión
Dos bases aéreas italianas y otras cuatro en Alemania, Bélgica, Países Bajos y Turquía serán las receptoras de este arsenal. Lo son ya, si las previsiones se cumplen. Washington había fijado la renovación para la próxima primavera, pero, según informaciones del portal ’Público’, la guerra de Ucrania y la escalada de la tensión nuclear entre las superpotencias parecen haber trastocado el calendario. La Casa Blanca quiere tener antes de final de este año sus primeras B61-12 en territorio de la OTAN continental, a todas luces como un nuevo factor de disuasión ante Moscú. Polonia se ha ofrecido a acoger ojivas para reforzar su perfil militar ante Rusia, pero resulta prácticamente imposible que el Gobierno de EE UU acceda a una petición de este calado por sus implicaciones ante el Kremlin.
Aparte del arsenal depositado en Turquía, cuya envergadura se desconoce, setenta bombas atómicas estadounidenses estarían almacenadas ahora mismo en las bases italianas de Aviano y Ghedi. Otras veinte se guardan en el cuartel de la fuerza aérea de la OTAN en Buchel (Alemania) y unas cuarenta se reparten entre Holanda y Bélgica. La distribución se ha mantenido inalterable en el tiempo. Un informe del Natural Resources Defense Council calculaba en 2005 que el Pentágono mantenía entonces 480 armas nucleares en los países ya mencionados, además de Reino Unido. La mayoría se concentraban en el norte, de cara a Rusia, y unas 180 estaban almacenadas en el sur en previsión de una hipotética conflagración con Oriente Medio.
Muchas de ellas pertenecen a alguna de las once generaciones anteriores del modelo B-61, cuya invención se remonta a 1963 en el complejo militar de Los Álamos (Nuevo México), famoso por su peso en la carrera armamentística y, por qué no, su influencia en las series televisivas que narran la terrible búsqueda del arma más letal del planeta. La previsión es que la B61-12 reemplace a sus antecesoras.
Pese a las dificultades de obtener datos en una industria por naturaleza hermética, se presume que EE UU ha fabricado en estas décadas unos 3.200 proyectiles de la B-61, también llamada ’bala plateada’, cuya evolución ha sido constante hasta conseguir formas de matar más eficaces. Un artefacto promedio de 100 kilotones causa una devastación seis veces superior a la de Hirosima y una lluvia radiactiva a 150 kilómetros de distancia. El margen de error del último modelo, el B61-12, es mínimo y su poder de destrucción se puede programar en un rango entre cinco y cincuenta kilotones. Todo depende de cuál es el objetivo y el alcance de la destrucción que quiere conseguirse. En otras palabras, de cuánto y a cuántos se quiere borrar de la faz de la tierra. La B61-12 se guía por láser e infrarrojos y tiene una excelente puntería. Se trata, pues, de un arma fría y selectiva.
Salvaguarda europea
La Alianza Atlántica mantiene un complejo acuerdo con los países europeos para dar cobertura al despliegue. Estados Unidos no puede utilizar el arsenal depositado en las seis bases del Viejo Continente por libre, ya que el pacto le obliga a disponer de la aprobación previa del país anfitrión. Al mismo tiempo, éstos tampoco tienen acceso a voluntad a las ojivas. Los pilotos pueden llevarlas en sus bombarderos, pero los códigos de activación están solo en manos del Pentágono. De esa manera, todos los actores se aseguran de que el material atómico resulte inútil, por ejemplo, en caso de un golpe de Estado.
En el mundo radioactivo también existen las jubilaciones. El Departamento de Defensa estadounidense ordenó hace semanas retirar la B83-1, desarrollada en la década de los 60-70 y que entró a formar parte del arsenal termonuclear de EE UU en 1983. Hoy en día se la considera una antigualla. El último vestigio de guerra nuclear en su sentido más bestial. Pertenece a la generación de bombas de gravedad clásicas, en síntesis, un artefacto de caída libre nada táctico cuyo fin es arrasar indiscriminadamente gracias a su descomunal carga. Una imagen en blanco y negro si se contrapone a los vanguardistas misiles intercontinentales selectivos equipados con sensores, guías láser y sistemas autopropulsados. Eso sí, con una potencia de 1,2 megatones, la B83-1 sería capaz de causar una destrucción 75 veces superior a la bomba de Hiroshima.
El Pentágono ha justificado su retirada por «las crecientes limitaciones de sus capacidades» -carece de maniobrabilidad y por su poder devastador es imposible de usar en teatros de operaciones donde hay batallones sobre el terreno-, así como por el «aumento de los costes de mantenimiento». Se trata de un proceso de modernización latente en todos los países con este tipo de arsenales, pero sobre todo en el caso de las dos superpotencias de la Guerra Fría, donde su prolongado pulso de disuasión nuclear ha hecho que muchos equipos estén por encima de los plazos de vida útil y necesiten más esfuerzos de mantenimiento. Según los informes del Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo y otros centros de control, el inventario total de ojivas en el mundo oscila entre 12.700 y 13.900, de las cuales el 90% están en poder de EE UU y Rusia. El resto se reparte entre Israel, China, India, Corea del Norte, Pakistán y dos países europeos: Francia y el Reino Unido, que suman 514 ojivas.
Llama la atención que, mientras ha descendido el número de artefactos en el planeta -en 1986 se contabilizaban 90.700-, las declaraciones cruzadas entre estadounidenses y rusos a raíz de la invasión de Ucrania acercan a la Humanidad al MAD (Mutual Assured Destruction), el acrónimo que el estratega Donald Brennan acuñó en 1962 para definir la destrucción mutua asegurada. Estados Unidos cuenta con algo más de 5.400 ojivas y 3.700 están operativas; es decir, pueden utilizarse en cualquier momento. Rusia cuenta con 5.977, de las cuales alrededor de un millar estarían desplegadas frente a Europa.
El propio presidente Vladímir Putin ha dicho esta semana que a principios de 2023 aumentará la capacidad atómica del Ejército de Tierra, la Fuerza Aérea y la Marina de Rusia. Posiblemente quiera replicar a las nuevas bombas que EE UU fabrica y despliega, según el Kremlin, con la presunta intención de convertirlas en útiles de una guerra nuclear de baja intensidad, otro término que ha ganado en familiaridad en la confrontación ucraniana. Armas más pequeñas, certeras y con mayor potencia nuclear concentrada, que rompen con la imagen tétricamente amenazante de la ’Little Boy’ de Hiroshima y se acercan a cualquier misil táctico típico de una guerra quirúrgica. Y esa limpieza, esa normalización de la destrucción total que elimina parte del miedo es lo que precisamente más miedo da.