Fuente: https://literafrica.wordpress.com/2020/08/28/ayi-kwei-armah-esperaba-que-los-guapos-nacieran/ sfqu 28 agosto, 2020
En 1948, Boris Vian publicaba su novela Que se mueran los feos. En aquella “novela negra” delirante, con la manipulación genética por medio, se llegaba a desear la muerte de los feos. Veinte años después, en Ghana, Ayi Kwei Armah escribía una obra muy distante de aquella, pero en la que se esperaba la llegada de los guapos, de los hermosos. En 1968, The Beautyful Ones Are Not Yet Born llegaba para quedarse y perdurar. Pero, la conclusión a la que han llegado algunos de sus lectores, al intentar encontrar las obras del ghanés, más allá del título que hoy nos ocupa: “Armah se ha convertido en un escritor que se estudia y no se lee”, parece por desgracia bastante cercana a la realidad.
No sé si tiene importancia recordar la recepción que tuvo entre algunos autores africanos la primera obra del ghanés. Fue elogiada por su escritura, pero se llegó a considerar excesivamente pesimista y se insinuaba que el escritor estaba imitando a los modernos escritores occidentales, calificándola incluso como “libro enfermo” (Chinua Achebe). Otros opinaban que Armah no amaba a la gente, no al menos como lo hacían Achebe o Mongo Beti (Es’kia Mphahlele).
Estas opiniones son un reflejo de la irrupción de esta obra en el panorama literario africano: brutal, como lo era la propia novela en si misma. Muchos han sido los calificativos que se han vertido sobre ella hasta ahora: existencialista, pesimista, escatológica, alienante, abstracta, simbólica, alegórica… Solo son algunos de los ejemplos que nos hacen pensar ante qué tipo de obra podemos llegar a estar.
The Beautyful Ones Are Not Yet Born, tiene de manera voluntaria un error ortográfico en la palabra “beautiful”. Esa “y” está puesta por el autor de manera expresa y es uno de los misterios que el lector va desentrañando mientras se sumerge en la vida de “El hombre” (sin nombre), en los momentos previos al golpe de estado de 1966 que derrocaría al presidente Nkrumah. La novela capta la desilusión post-independencia, en Ghana en 1957, tal y como otros escritores de su generación habían hecho.
Armah pone el flexo enfocando hacia el individuo frente a una sociedad que pulsa por alienarlo y reducirlo. Uno de los ejes es la corrupción de la administración y sus largos tentáculos que llega hasta todos los estamentos sociales y que atenaza la vida de su protagonista. La corrupción pudre y atraviesa la trama de lado a lado volcando toda su porquería – y creerme si os digo que estoy siendo suave eligiendo las palabras- sobre las vidas cotidianas de la mayoría de sus doblegados ciudadanos, que intentan sobrevivir.
La llamada “literatura del desencanto” ya había dejado una estela de títulos sobre las postindependencias en diversos países en los que era imposible no toparse con la cuestión de la corrupción bajo uno u otro registro. Sin ánimo de realizar un listado, se nombran a continuación unas cuantas obras, en las que tiene mayor o menor importancia en la trama y que la muestran en diferentes épocas y países del continente africano: Un hombre del pueblo (1966) de Chinua Achebe, Los soles de las independencias (1970) de Ahmadou Kourouma, Los poderes de la tempestad (1987) de Donato Ndongo o Mejor hoy que mañana (2012) de Nadine Gordimer.
La que sí tiene como protagonista absoluta a la corrupción y sus mecanismos sociales y psicológicos que empujan a ella es El hombre roto (1994) escrita por un marroquí, Tahar Ben Jelloun.
Ambas novelas, tanto la de Armah como la de Ben Jelloun, se narran desde voces masculinas y se internan en el ámbito laboral, de pareja y familiar para poner al descubierto la penetración de esta lacra en cada individuo que se ve expuesta a ella desde núcleos originarios de países del norte y sur africano. Las dos, aunque con años de diferencia y con resultados diferentes, invitan a más de una reflexión sobre la responsabilidad, los tipos de presiones y los límites que somos capaces de afrontar.
“El hombre” sin nombre de The Beautyful Ones Are Not Yet Born, un controlador de trenes, está rodeado de la podedumbre que embadurna el olor del dinero desde sus primeras páginas. Se mueve entre los charcos de barro de la corrupción que se muestran a cada paso que da, pero él no participa, se mantiene estoicamente al margen. Es consciente de su soledad. De los reproches de su familia por no facilitarles lo que otros tienen cuando es tan fácil hacerlo. Optar por ser honesto es ser un criminal que tiene que pagar por su pecado: no proporcionar a su familia riqueza y poder. Un mundo repleto de materialismo: cosas hermosas y limpias que proporcionan bienestar y poder, tienta desde sus escaparates. Refugiarse en la honestidad es un sinsentido cuando a su alrededor todo el mundo opina que hay solo dos tipos de personas honestas: las cobardes y las tontas. La honestidad como una forma hostil de egoísmo.
Todos los hombres nuevos son como los viejos, constata “el hombre”. Una imitación, una rueda implacable que parece no querer cambiar. Más cerca del hombre blanco y todo lo que ellos conlleva, aunque para ello el alma se tenga que teñir de miseria. Al final, su convicción ética se verá en cierto modo recompensada, ya que su camino es en apariencia “el menos malo” y parece alumbrar un futuro en el que “los guapos” (¿recordáis el título?) puedan nacer y hacer que todo cambie.
En la segunda obra, la labor de Murad, el protagonista de El hombre roto, en la administración es estudiar los expedientes de contratación de obras. Vive justo con lo que gana para mantener a su familia, es honrado. Para cambiar su situación bastaría una firma, él lo sabe, pero se resiste. Para la sociedad es un fracasado, un don nadie “que no ha sabido adaptarse a la vida moderna”. En su mundo, lo que él llama robo, otros lo llaman compensación. Es el ruido de fondo de un entorno social, laboral y familiar que rezuma mantras como el siempre hay escalas, los que son corruptos de verdad son los políticos con cuentas en Suiza, el ciudadano de a pie es una víctima del sistema. La corrupción está en todas partes, al alcance y “hace tribu”.
Murad también podrá comprobar los verdaderos rostros de quienes les rodean. Todo empuja, es difícil mantenerse al margen, y él solo tiene que ser flexible para obtener lo que desea, que se le muestra como un escaparate de bellos objetos y personas, puede procurar una vida mejor a su hija enferma. “¿Un hombre corrupto es un hombre libre?”, se preguntará, una vez acabe cediendo. Si la corrupción está en todas partes…
El hombre roto la escribió Ben Jelloun precisamente para contar a Pramoedya Ananta Toer (quien había escrito un libro bajo el título “Corrupción” y cuyas obras estaban prohibidas en Indonesia) que “bajo cielos diferentes y a miles de kilómetros de distancia, el alma humana, cuando la roe la misma miseria, suele ceder a los mismos demonios”.
Armah, sin embargo, quiso que “el hombre” no cediera.
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The Beautyful Ones Are Not Yet Born. Heinemann
El hombre roto (L´ homme rompu). Editorial Anagrama. Traducción: Malika Embarek
Quiero hacer llegar con estas líneas mi agradecimiento a Marta Sofía López Rodriguez (Profesora de la Universidad de León, traductora y apasionada de las literaturas africanas) por facilitarme la mejor comprensión de la obra de Ayi Kwei Armah, The Beautyful Ones Are Not Yet Born, sin ella, sin su imprescindible y entusiasta trabajo, este texto no hubiera sido posible.