
Este texto es la continuación de un análisis profundo sobre las Guerras de Baja Intensidad (GBI). En esta segunda parte, profundizamos en casos específicos que ilustran cómo estas formas de conflicto, sutiles pero devastadoras, se manifiestan en diferentes contextos geográficos y temporales, revelando una arquitectura global de control y dominación.
I. Patrice Lumumba y el fin de un sueño panafricano
El 30 de junio de 1960, el Congo se independizó tras más de setenta años de control belga. Durante décadas, este país fue vital para Europa, proveyendo caucho, cobre, uranio y diamantes. Su gente, sometida a una brutal explotación y segregación, fue privada de educación, participación política y autogobierno. La independencia, celebrada en Bruselas y con esperanza en África, escondía una trampa. El poder administrativo, militar y económico seguía en manos de blancos. La salida formal de Bélgica no significó un adiós al poder real.
Patrice Émery Lumumba, líder del Movimiento Nacional Congoleño (MNC), se convirtió en el primer primer ministro electo. Su discurso inaugural, en la ceremonia de independencia, marcó un punto de ruptura. Ante los aplausos diplomáticos y la narrativa civilizatoria del rey Balduino, Lumumba denunció sin tapujos los crímenes coloniales, el racismo y la hipocresía internacional. Aquello fue visto como una insubordinación, no solo por Bélgica, sino por todo el bloque occidental, que reconfiguraba sus intereses en la tensa Guerra Fría.
Lumumba no era comunista, más bien un político nacionalista y anticolonial que defendía la soberanía del Congo sobre sus recursos, la unidad territorial y una política exterior independiente. Su negativa a alinearse con Washington o Moscú lo hizo inaceptable. Pese a su legitimidad democrática, fue tildado rápidamente de “agitador”, “autoritario”, “incapaz de garantizar la estabilidad”. La prensa europea amplificó estas voces, mientras los servicios de inteligencia estadounidenses y belgas empezaban a colaborar con sectores locales para aislarlo y, finalmente, eliminarlo.
Semanas después de la independencia, las fuerzas de seguridad congoleñas se sublevaron. Bélgica aprovechó la crisis para enviar tropas sin autorización, pretextando la protección de ciudadanos europeos. También impulsó la secesión de Katanga, una región minera clave para las multinacionales. La ONU, bajo Dag Hammarskjöld, envió una misión de paz que, lejos de proteger al gobierno legítimo, desarmó a las tropas leales a Lumumba y permitió la fragmentación territorial. La intervención internacional, en lugar de neutralizar el conflicto, oficializó el colapso.
En septiembre de 1960, el presidente Joseph Kasavubu lo destituyó. En noviembre, fue arrestado por las fuerzas del coronel Mobutu —aliado de Estados Unidos y futuro dictador durante más de tres décadas—. El 17 de enero de 1961, Lumumba fue llevado a Katanga, entregado a las autoridades secesionistas, torturado, ejecutado y su cuerpo disuelto en ácido por orden directa del gobierno belga, con el conocimiento y apoyo de la CIA. Durante años se negó oficialmente esta implicación. La confirmación de todo llegó en 2001, cuando una comisión parlamentaria belga reconoció la “responsabilidad moral” del Estado. En 2022, Bélgica devolvió simbólicamente a su familia el único resto recuperado, un diente.
Pero lo crucial no fue el asesinato físico, sino el intento de erradicar un proyecto político. Lumumba no era solo carismático, él encarnaba una alternativa real al modelo neocolonial que empezaba a dominar África. Su muerte no respondió a una guerra entre potencias, sino a una forma más sutil y estructural de dominación. Anular cualquier autodeterminación africana antes de que se consolidara. No hizo falta invadir el país, bastó con bloquearlo, desmembrarlo, infiltrarlo, silenciarlo.
El caso Lumumba debe verse como una tecnología de gobierno. La eliminación de líderes incómodos, el apoyo a dictaduras funcionales al capital transnacional, la manipulación mediática y la gestión del caos son formas de Guerra de Baja Intensidad. El Congo se ha convertido, desde entonces, en un laboratorio de extracción y descomposición política. Más de cinco millones de muertos desde los años noventa, múltiples conflictos armados alimentados por el comercio de minerales estratégicos, y presencia activa de empresas y fuerzas extranjeras. Esta violencia continua no es espontánea, responde a una arquitectura diseñada para impedir la construcción de un Estado soberano y redistributivo.

La eliminación de Lumumba no fue un exceso, sino un procedimiento, una forma de gobernar en negativo. Su asesinato condensó la función estructural de la GBI. Suprimir elementos que puedan reorganizar el tablero. Sustituir la emancipación por la gestión del colapso. Administrar la crisis en lugar de resolverla. En ese sentido, su muerte fue tanto una advertencia como una consigna. Ningún proyecto político autónomo será tolerado si interfiere con la lógica de acumulación global.
Hoy, Lumumba sobrevive no como un ícono vacío, sino como un nombre que nos invita a retomar preguntas esenciales. ¿Es posible una soberanía sin tutelaje? ¿Quién define la estabilidad? ¿Qué formas de desobediencia pueden romper el régimen de lo posible? Analizar críticamente su figura no implica idealizarla, sino reconocer el diseño que hizo de su desaparición una pieza clave del orden internacional. Porque en África y fuera de ella, la arquitectura de la sombra sigue produciendo silencios que solo pueden enfrentarse reconstruyendo lúcidamente sus planos.
II. Liberia: Capitalismo del desecho, feminismo comunitario y el velo imperial de la barbarie
Liberia es un ejemplo claro del capitalismo del desecho. Una acumulación basada no en la producción, sino en el abandono planificado, la extracción sin restitución, la administración del caos. Esto no es una falla del sistema, más bien su funcionamiento optimizado en ciertas geografías. Cuando el Estado estorba, la regulación es un obstáculo y las vidas son prescindibles, el capitalismo opera con mayor eficiencia.
Desde principios del siglo XX, Liberia fue una plataforma de extracción para corporaciones transnacionales como Firestone, que por décadas mantuvo condiciones laborales cercanas a la esclavitud con respaldo legal del gobierno local y total impunidad internacional. La guerra civil sustituyó la lógica del enclave industrial por una aún más brutal. El caos como gobernanza y el conflicto como garantía de apertura económica. El colapso institucional no detuvo la circulación de mercancías ni el acceso a recursos naturales estratégicos. caucho, hierro, oro, madera, diamantes. Liberia dejó de ser una nación y se convirtió en un territorio sin soberanía, pero con valor de mercado.
Esta forma de capitalismo, que algunos autores han llamado “del desecho” o “de la muerte”, no necesita gobiernos estables ni leyes. Solo requiere fragmentación social, cuerpos disponibles y rutas seguras para el comercio global. La guerra civil entre 1989 y 2003, que dejó más de 250.000 muertos, no puede verse como un fenómeno puramente interno. Fue resultado de una descomposición inducida por décadas de endeudamiento, corrupción promovida por organismos multilaterales e injerencias encubiertas que favorecieron la consolidación de élites extractivas y el ascenso de líderes como Charles Taylor, cuyo régimen se financió con el comercio ilegal de diamantes, involucrando a actores internacionales como gobiernos occidentales y multinacionales.

Pese a la magnitud de la violencia, la narrativa dominante —creada desde ciertos centros de poder— prefirió explicar el conflicto con categorías esencialistas. tribalismo, salvajismo, barbarie. Así, la violencia fue culturalizada, desviando el análisis estructural. Lo que se presenta como «caos africano» es, en realidad, un orden económico específico, funcional al mercado global. Este discurso, además de ocultar responsabilidades imperiales, deshumaniza a las víctimas y dificulta el reconocimiento de su agencia política.
Sin embargo, precisamente en ese territorio desgarrado surgió una de las resistencias más potentes y menos asimilables por el discurso hegemónico. el feminismo comunitario liberiano. Frente a la lógica del exterminio y la fragmentación, las mujeres de Liberia construyeron una política del cuerpo colectivo, de la memoria afectiva, de la organización desde la precariedad. Su lucha no fue institucional, partidaria, ni dependió de agendas externas. Fue una estrategia arraigada en lo cotidiano, en lo espiritual, en la vida común.
Durante el apogeo del conflicto, mujeres musulmanas y cristianas empezaron a reunirse, a pesar de sus diferencias, para orar juntas por la paz. Este gesto, aparentemente espiritual, se transformó en un acto profundamente político. Formaron el Movimiento de Mujeres por la Paz, liderado por Leymah Gbowee, y llevaron a cabo acciones directas. sentadas frente al palacio presidencial, bloqueos de carreteras, huelgas de sexo y mediaciones en las negociaciones de paz. Su intervención fue decisiva en la firma de los acuerdos de Accra (2003), que pusieron fin al conflicto.
Pero reducir su papel a «agentes de paz» sería quedarse corto. Estas mujeres reconfiguraron el panorama político. En un contexto donde el cuerpo femenino había sido sistemáticamente violado, instrumentalizado y usado como botín de guerra, ellas lo convirtieron en una herramienta de insurrección. un cuerpo que se niega a ser usado, que exige, que interrumpe, que organiza. En lugar de disputar el poder en las formas clásicas del Estado o el partido, crearon una política del tejido comunitario, del cuidado mutuo, del duelo compartido.
Este feminismo no encaja en el modelo liberal ni en la «ONGización» de las luchas. No habla de derechos individuales, sino de las condiciones colectivas para habitar. No pide solo la presencia de mujeres en el poder, sino la reconstrucción de las condiciones materiales de la vida. En una sociedad devastada por la guerra, su proyecto fue recomponer el tejido del mundo.
La experiencia liberiana permite entender la guerra de baja intensidad desde una perspectiva feminista y descolonial. Muestra que la devastación no es solo ruina, también es semilla. Que el capitalismo del desecho puede ser interrumpido no solo desde el parlamento o la diplomacia, sino desde el cuerpo que se organiza, desde la comunidad que se rehace.
III. Arquitecturas en curso: ICE, Palestina y la sombra que no retrocede
Hoy, la Guerra de Baja Intensidad ya no se limita a escenarios remotos o conflictos ideológicos. Ha sido absorbida por el sistema administrativo, reconfigurada en mecanismos de control normativo y aplicada a cuerpos racializados como una forma de gestión diaria. Las herramientas de esta guerra ya no son solo militares, operan con protocolos legales, sistemas algorítmicos, infraestructuras de vigilancia y lenguajes de seguridad interna. El campo de batalla no desapareció, simplemente cambió de escala. Ahora se encuentra en la frontera migratoria, en la cárcel extraterritorial, en el dron que observa sin ser visto, en el archivo que decide quién puede circular, trabajar, vivir.
El Departamento de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE), creado en 2003 tras el 11-S, encarna esta transformación. Bajo el discurso de la seguridad nacional, ha desarrollado una arquitectura de guerra doméstica contra las poblaciones migrantes que combina vigilancia predictiva, detención indefinida, deportación masiva y criminalización de comunidades enteras. ICE opera como parte del funcionamiento normal del Estado. Su alianza con empresas privadas como Palantir, Amazon o Northrop Grumman permite el uso de tecnologías avanzadas de rastreo, reconocimiento facial y minería de datos para clasificar y disciplinar a quienes cruzan las fronteras. El proceso migratorio, despojado de toda dimensión humanitaria, se convierte así en un campo de batalla automatizado, una guerra legal, racial y económica.
En este contexto, el cuerpo migrante es tratado como una amenaza latente. No por lo que ha hecho, sino por lo que podría llegar a ser. Se castigan intenciones, trayectorias, afiliaciones. La categoría de “ilegalidad” no es un estatus jurídico fijo, es un régimen flexible de clasificación, siempre susceptible de cambiar. Esta es la pedagogía de la guerra actual, una pedagogía de la inseguridad estructural. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada centro de detención gestionado por una empresa privada, tiene una función ejemplarizante. No se trata de exterminar, sino de recordar que la vida es condicional. Que el espacio público no es neutral. Que ciertos cuerpos —indígenas, afros, trans, desplazados— pueden ser descartados sin escándalo.
Esta lógica no es exclusiva de Estados Unidos. Uno de sus desarrollos más sistemáticos se ve en la ocupación israelí de Palestina. Allí, la violencia ya no opera como una ofensiva militar a gran escala, sino como una modulación permanente del entorno. checkpoints, drones, demolición selectiva de viviendas, control del agua, detención administrativa. No se busca derrotar a un enemigo armado, sino interrumpir la vida misma. El objetivo es la fragmentación sostenida del pueblo palestino. su dispersión, su deshistorización, su neutralización política. El control se ejerce sobre el espacio, el tiempo y el cuerpo.

Como ha señalado Eyal Weizman, Palestina funciona como un laboratorio de experimentación militar-industrial. Las tecnologías probadas en Gaza —sensores, sistemas de vigilancia, armas no letales, tácticas urbanas— se comercializan luego como “probadas en combate” en ferias de defensa por todo el mundo. Lo que se presenta como una excepción —un conflicto congelado, una “zona gris”— es en realidad una forma avanzada de gobernanza imperial. La ocupación se vuelve rentable, reproducible, vendible. Cada incursión aérea, cada imagen satelital, es también una inversión. Cada cuerpo mapeado se convierte en dato estratégico.
Lejos de ser casos desconectados, ICE y la ocupación de Palestina revelan la convergencia de un mismo modelo. una guerra modular, escalable, tecnificada, legalizada. Las fuerzas de seguridad estadounidenses son entrenadas por exoficiales de las FDI. Las empresas israelíes suministran software de vigilancia a las agencias migratorias. Las infraestructuras de control se copian, adaptan y exportan. Lo que cambia es el nombre del enemigo. migrante, insurgente, irregular, sospechoso. Pero la función permanece. gestionar la movilidad global bajo la óptica de la segregación, mantener la desigualdad sin necesidad de justificarla, sustituir el Estado de derecho por una arquitectura de la excepción normalizada.
Frente a este panorama, también se reorganizan las formas de resistencia. Las huelgas de hambre en los centros de detención de ICE, las campañas de denuncia de colectivos migrantes, las intervenciones de Forensic Architecture sobre el uso letal de drones en Gaza, los comités de barrio que reconstruyen casas demolidas, las redes transnacionales que documentan violaciones del derecho internacional. todos estos gestos componen una contra-arquitectura de la vida. Una política de lo mínimo, pero irreductible. Un modo de nombrar lo que se quiere borrar.
La Guerra de Baja Intensidad del siglo XXI ya no necesita ejércitos para ocupar un territorio. Le basta con un sistema legal opaco, una nube de datos, un formulario. Por eso, si el análisis crítico no se actualiza, corre el riesgo de relatar un pasado que nunca terminó. Entender cómo se diseñan hoy estas arquitecturas de control —y qué fuerzas las sostienen— es una condición para desmantelarlas.
Cartografiar la sombra, disputar la memoria
La Guerra de Baja Intensidad ya no necesita justificarse como un enfrentamiento ideológico ni escudarse en la narrativa de la Guerra Fría. Hoy se manifiesta como control migratorio, como guerra contra el narcotráfico, como gestión de la seguridad urbana o como ocupación “administrativa” de territorios enteros. Su eficacia radica en su capacidad de operar sin declararse. Se presenta como normalidad, se justifica como protección, se ejecuta como un mero procedimiento.
Este ensayo ha explorado esa lógica en distintos contextos geográficos y momentos históricos. Desde la contrainsurgencia centroamericana hasta la represión tecnificada en Palestina, desde el magnicidio político en África hasta la disciplina extractiva en Colombia y Liberia, la GBI ha funcionado como un modelo de gobierno para el sur global. No una estrategia puntual, más bien un mecanismo estructural que entrelaza violencia, legalidad y acumulación.
Lo que une estos casos no es un enemigo común, sino un diseño. el diseño de una arquitectura que busca frenar la aparición de proyectos políticos autónomos, desactivar memorias de resistencia y convertir la desigualdad en un paisaje inmutable. Una guerra que no busca ganar, sino impedir que otros ganen. Una guerra que, en lugar de imponer un régimen, bloquea la posibilidad de imaginar uno diferente.
La inclusión de ICE y Palestina en el análisis permite ver con claridad cómo esta arquitectura se ha perfeccionado en sus formas actuales. algoritmos predictivos, detención sin juicio, demolición burocrática, criminalización de personas en movimiento, externalización de fronteras, y la producción de cuerpos «desechables». Lo que antes se hacía con tanques, hoy se ejecuta con datos. La violencia se ha vuelto interoperable, circula entre estados, empresas, ONG y marcos legales.
Frente a esto, analizar críticamente la GBI no es una tarea académica. Es un acto de defensa. Una forma de mantener la capacidad de nombrar aquello que se pretende invisibilizar. Analizar, escribir, archivar, resistir. cada gesto que recupera la profundidad histórica de estas formas de guerra es también un acto de insumisión. Porque si el poder busca que olvidemos cómo opera, toda memoria lúcida es una fisura en su arquitectura.
No se trata solo de denunciar la sombra. Se trata de entender cómo está hecha, con qué materiales, bajo qué pretextos. Y, sobre todo, de pensar qué formas de vida podrían empezar a construirse allí donde la sombra, por momentos, retrocede. de pensar qué formas de vida podrían empezar a construirse allí donde la sombra, por momentos, retrocede.

Aurora H. Camero
(Bogotá, Colombia, 1994) es poeta y artista plástica. Su obra gira en torno a la construcción y reformulación de la identidad a través del género y el territorio. Ganó el accésit del Premio Ana Santos Payán con su primer poemario Violeta, publicado por la Bella Varsovia. Asimismo, ha participado tanto en antologías de poesía como en festivales de literatura. Actualmente reside en Madrid.
