
El concepto de guerra ha sido históricamente asociado a confrontaciones abiertas, ejércitos regulares, frentes delimitados y resultados decisivos. Sin embargo, muchas de las formas más persistentes de violencia contemporánea se inscriben fuera de esos marcos. Desde mediados del siglo XX, la arquitectura de dominación global ha desplazado su centro de gravedad: de la ocupación militar directa a formas difusas de intervención, control y desarticulación social. Es en ese desplazamiento donde adquiere forma la Guerra de Baja Intensidad (GBI), una modalidad que combina estrategias militares, tecnológicas, económicas y simbólicas para garantizar la reproducción del orden imperial sin necesidad de declarar una guerra convencional.
Este ensayo propone una lectura crítica de la GBI como una tecnología de poder transnacional, funcional a la administración desigual del mundo. La GBI no actúa únicamente sobre territorios físicos, sino sobre marcos de posibilidad: inhibe procesos políticos, desarticula memorias colectivas, interrumpe la imaginación emancipadora. En América Latina, África y Asia, esta lógica se manifestó con especial crudeza a lo largo del siglo XX: escuadrones de la muerte, operaciones encubiertas, contrainsurgencia, asesinatos selectivos. Pero el dispositivo no desaparece con el cambio de siglo: se adapta. La violencia que antes se ejecutaba mediante incursiones armadas se actualiza hoy en regímenes legales, infraestructuras de vigilancia, control migratorio, algoritmos de seguridad y guerras narrativas.
A través del análisis de casos emblemáticos —Colombia, Centroamérica, el Cono Sur, la República Democrática del Congo, Liberia, y más recientemente, el despliegue burocrático de ICE en Estados Unidos y la ocupación israelí en Palestina— este texto busca reconstruir una genealogía de la guerra que no se define por sus frentes sino por sus efectos. En cada uno de estos escenarios, lo que está en juego no es únicamente el control territorial, sino el diseño mismo de lo vivible: quién puede circular, organizarse, nombrarse y en qué condiciones.
El objetivo no es presentar una cronología exhaustiva; se trata de delinear una arquitectura e identificar patrones, modos de operación y continuidades. Este enfoque nos permite reconocer que la GBI no es una fase superada ni un vestigio de la Guerra Fría. Es una estructura activa, una forma de gobernanza que combina legalidad y excepción, seguridad y despojo, cooperación internacional y destrucción programada.
Este ensayo parte de una inquietud política y de una posición situada. No busca adoptar una neutralidad aséptica, pero tampoco se deja arrastrar por la denuncia sin análisis. Pensar críticamente la GBI es necesario para comprender el presente, pero también para disputar sus condiciones de posibilidad. La sombra no es ausencia de luz: es el resultado de una arquitectura.
I. Colombia: Laboratorio hemisférico de la guerra contrainsurgente
Colombia ha sido durante las últimas seis décadas un caso paradigmático de la guerra de baja intensidad en América Latina. A diferencia de otros países del Cono Sur, donde las dictaduras militares suprimieron la democracia de forma explícita, el Estado colombiano mantuvo formalmente sus instituciones democráticas mientras consolidaba una estructura represiva de alta complejidad, basada en la combinación de legalidad institucional, contrainsurgencia militar y violencia paraestatal.
Desde los años sesenta, con el Plan LASO (Latin American Security Operation), Colombia fue incorporada a la lógica hemisférica de seguridad diseñada por Estados Unidos como respuesta a la Revolución Cubana. Esta lógica, basada en la Doctrina de Seguridad Nacional, concebía la insurgencia como una amenaza existencial al «mundo libre». En consecuencia, el conflicto armado colombiano se reconfiguró como teatro de operaciones de una guerra global ideológica, que justificó la intervención permanente de actores externos en su dinámica interna.
El país se convirtió en terreno de experimentación para nuevas estrategias de contrainsurgencia. El entrenamiento de militares colombianos en la Escuela de las Américas, la financiación masiva del Plan Colombia a partir del año 2000, y la consolidación de redes de inteligencia compartidas entre Estados Unidos y el gobierno colombiano, permitieron articular un dispositivo bélico altamente sofisticado. Este, además de enfrentarse militarmente a la insurgencia (FARC, ELN, EPL), pretendía disolver cualquier forma de organización social autónoma: sindicatos, procesos campesinos, comunidades indígenas, movimientos estudiantiles, liderazgos comunitarios.

AFP via Getty Images
La narrativa oficial se centró en la «guerra contra las drogas», pero esta funcionó como cortina de humo para una agenda más amplia de control territorial. Las fumigaciones con glifosato —realizadas con aviones piloteados por contratistas norteamericanos— devastaron cultivos alimentarios y forzaron desplazamientos masivos, especialmente en zonas rurales ricas en biodiversidad o minerales estratégicos. El conflicto, así, no solo eliminó actores insurgentes, sino que preparó el terreno para la expansión del modelo extractivista: monocultivos de palma africana, megaminería, concesiones forestales y energéticas.
En paralelo, el paramilitarismo fue promovido, tolerado o directamente armado por sectores del Estado y de las élites económicas, en tanto instrumento informal de limpieza social, control del territorio y cooptación política. Las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) no fueron una anomalía: fueron una pieza funcional del diseño contrainsurgente. Su accionar —masacres, desapariciones, desplazamiento forzado— permitió ejercer una violencia que el Estado no podía asumir de manera abierta sin comprometer su legitimidad internacional.
A través de esta guerra no declarada, Colombia se convirtió en el país con mayor número de desplazados internos del continente, con más de 9 millones de víctimas del conflicto armado según cifras oficiales. El conflicto prolongado, lejos de ser un fracaso de la política de seguridad, ha sido una forma eficaz de administrar la desigualdad, redistribuir la tierra hacia sectores aliados al capital global y consolidar un modelo de gobernanza autoritaria bajo apariencia democrática.
En resumen, Colombia, además de sufrir la guerra de baja intensidad, la ha perfeccionado. El país ha sido un laboratorio donde se han ensayado nuevas formas de control social militarizado, donde la violencia ha sido sistematizada hasta volverse estructural, y donde la fragmentación territorial ha sido la condición necesaria para la acumulación por despojo.
II. Centroamérica: El genocidio silencioso y la frontera del miedo
Durante las décadas de 1970 y 1980, Centroamérica fue escenario de una guerra sin frentes ni uniformes visibles, pero con una sofisticación estratégica que excedió los límites de lo nacional. En Guatemala, El Salvador y Nicaragua, se desarrolló un dispositivo regional de guerra de baja intensidad que combinó contrainsurgencia militar, represión paraestatal, intervención económica, guerra psicológica y sabotaje político. Detrás de cada golpe, de cada escuadrón de la muerte, de cada masacre en el campo, había un entramado hemisférico de poder que articulaba a las élites locales, el Pentágono, la CIA y la diplomacia estadounidense.
El punto de partida fue el diseño de una contrainsurgencia global que tuviera la capacidad de eliminar a los movimientos armados y a todo el ecosistema social que pudiera sostener una transformación estructural. Las insurgencias del FMLN en El Salvador, el EGP y la ORPA en Guatemala, o el Frente Sandinista en Nicaragua no eran vistas solo como amenazas militares: representaban proyectos de redistribución agraria, autonomía indígena, soberanía energética y justicia social. La GBI fue la respuesta estratégica para impedir que estos procesos consolidaran hegemonía política.
El modelo aplicado fue una adaptación del programa Phoenix, desarrollado por la CIA durante la guerra de Vietnam. Su objetivo: desarticular redes de apoyo civil a la insurgencia mediante la infiltración, la desaparición selectiva, el asesinato extrajudicial y la desinformación. Lo que comenzó como doctrina contrainsurgente se transformó en tecnología de exterminio. En Guatemala, esta lógica desembocó en un genocidio sistemático contra el pueblo maya, especialmente durante el gobierno de Efraín Ríos Montt (1982–1983), quien había sido entrenado en la Escuela de las Américas. Según el informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico, más de 200.000 personas fueron asesinadas, muchas de ellas campesinas, mujeres, ancianas, niñas.
La masacre de El Mozote, en El Salvador, sintetiza esta lógica. En diciembre de 1981, un batallón de élite entrenado en Fort Bragg y asesorado por militares estadounidenses torturó y asesinó a cerca de mil personas en un caserío campesino. El operativo no tuvo valor estratégico militar: se trató de una matanza ejemplarizante, destinada a infundir terror y descomponer las estructuras organizativas rurales. Estas masacres no eran errores tácticos: eran herramientas pedagógicas de una guerra diseñada para vaciar los territorios de sujetos políticos.
En Nicaragua, la financiación encubierta de la Contra —a través del escándalo Irán-Contra y de redes transnacionales de tráfico de armas— tuvo como objetivo principal interrumpir el proceso revolucionario sandinista. No se trataba de vencer militarmente, sino de degradar la vida civil, sembrar el caos, generar desgaste. La GBI aquí operó como guerra de desgaste prolongado, política de bloqueo, sanción encubierta y propaganda internacional, todo sin una invasión formal que pusiera en riesgo la imagen diplomática de Washington.
Más allá de lo militar, esta arquitectura tuvo efectos estructurales: produjo desplazamientos masivos hacia el norte (consolidando la migración como mecanismo de descomposición social), fragmentó el campo popular, criminalizó la pobreza y naturalizó la violencia como forma de gobierno. A ello se sumó el desmantelamiento de la Iglesia de base, que en muchos casos acompañaba procesos de concientización popular. Curas, catequistas y religiosas fueron sistemáticamente perseguidos, desaparecidos o ejecutados. El cristianismo popular fue leído como amenaza y eliminado como si fuera subversión armada.

La frontera, en este contexto, se volvió una tecnología de control: no solo geográfica, sino mental y simbólica. Se instaló un régimen de vigilancia sobre los cuerpos migrantes, una lógica de sospecha sobre los movimientos sociales, y una narrativa que responsabilizaba a las víctimas de su propia ruina. La región entera fue reconvertida en corredor de tránsito, exportadora de cuerpos y territorio funcional a la lógica extractiva: zonas francas, maquilas, megaproyectos, bases militares camufladas bajo acuerdos de cooperación.
La guerra de baja intensidad en Centroamérica dejó más de medio millón de muertos, millones de desplazados, un tejido social devastado y una cultura política marcada por la impunidad. Los procesos de paz no desmantelaron este sistema: lo institucionalizaron bajo nuevas formas. Se pasó del fusil a la deuda externa, de la masacre a la firma de tratados de libre comercio, de los campos de batalla a los gabinetes tecnocráticos.
Hoy, la persistencia del miedo, la criminalización del activismo, la migración forzada y la militarización del territorio confirman que la guerra nunca terminó: simplemente cambió de rostro. La sombra sigue operando.
III. El Cono Sur y la Operación Cóndor: Anatomía de una inteligencia transnacional del terror
La Operación Cóndor —ejecutada entre 1975 y principios de los años 80— constituye una de las expresiones más perfeccionadas de la Guerra de Baja Intensidad en América Latina. Bajo el ropaje del anticomunismo y la doctrina de seguridad nacional, se articuló un sistema continental de represión, vigilancia y exterminio selectivo, dirigido contra la izquierda organizada, los movimientos sociales y cualquier forma de disidencia ideológica. A diferencia de los conflictos abiertos del Caribe o Centroamérica, aquí no se buscaba enfrentar una insurgencia armada, sino desmantelar el tejido político, intelectual y afectivo que sostenía los imaginarios emancipadores del continente.
El golpe de Estado de Augusto Pinochet en Chile en 1973, con apoyo de la CIA y la complicidad directa de Henry Kissinger, puede considerarse el punto de arranque del modelo. Lo siguieron las dictaduras de Videla en Argentina, Bordaberry en Uruguay, Geisel en Brasil, Banzer en Bolivia y Stroessner en Paraguay. En todos los casos, el guion fue similar: interrupción violenta de la democracia, suspensión de libertades, instalación de juntas militares, supresión de los partidos políticos y criminalización de todo pensamiento crítico.
Cóndor no fue una alianza informal entre gobiernos represivos: fue una red institucionalizada de inteligencia transnacional, con bases compartidas, manuales comunes, apoyo satelital y logística estadounidense. Según documentos desclasificados, el Departamento de Estado y la CIA facilitaron tecnología de seguimiento, acceso a bases de datos, asesoramiento en técnicas de tortura y coordinación diplomática para encubrir operaciones de secuestro, desaparición o asesinato en el extranjero. Activistas y militantes exiliados en Caracas, París o Roma fueron monitoreados, perseguidos y, en muchos casos, ejecutados en operaciones quirúrgicas.
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Esta ingeniería del terror operaba bajo una lógica precisa: no dejar cuerpos, no permitir relatos, no producir mártires. La figura del desaparecido —ni vivo ni muerto, ni enterrado ni llorado— se convirtió en una tecnología de dominación. Desaparecer a alguien era sustraerlo del tiempo, del lenguaje, del duelo. No solo se eliminaba al individuo: se interrumpía la memoria social que ese cuerpo encarnaba. La desaparición fue la forma más eficaz de pedagogía del miedo: aterrorizando a uno, se disciplinaba a miles.
La guerra de baja intensidad en el Cono Sur no fue un estado de excepción: fue una racionalidad política. Los centros clandestinos de detención —como la ESMA en Argentina, el Estadio Nacional en Chile o el Batallón 13 en Uruguay— fueron laboratorios de control psíquico y corporal. Allí se experimentaron técnicas de tortura física y simbólica, se aplicaron métodos de humillación sexual, se ensayaron procedimientos de destrucción de la identidad y del lenguaje. Esta violencia no era gratuita: buscaba anular la subjetividad resistente y reemplazarla por obediencia funcional.
El objetivo último no era puramente represivo: era preparatorio. Cóndor no solo habilitó el exterminio de la militancia revolucionaria; también abrió el camino a la implementación de las políticas neoliberales más radicales en la región. El Chile de Pinochet fue el primer ensayo de las reformas estructurales propuestas por los Chicago Boys: privatización de pensiones, apertura comercial indiscriminada, desregulación financiera. Lo mismo ocurrió en Argentina con Martínez de Hoz, y más tarde en Bolivia con Jeffrey Sachs. Sin represión previa, esas políticas no habrían sido viables. La GBI fue el andamiaje invisible del mercado.
Y tras las dictaduras, la impunidad funcionó como continuación de la guerra por otros medios. Las transiciones pactadas, los indultos, la «reconciliación» sin verdad ni justicia, consolidaron una memoria oficial en la que la responsabilidad se diluyó, el lenguaje se neutralizó («errores del pasado», «ambas violencias») y la arquitectura represiva quedó en gran parte intacta. Muchos de los responsables pasaron a formar parte del sistema judicial, diplomático o empresarial. La GBI, así, no terminó con la recuperación formal de la democracia: simplemente mutó.
Hoy, las luchas por memoria, verdad y justicia en el Cono Sur —encarnadas por las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, por organismos de derechos humanos, por sobrevivientes y artistas— son formas de resistencia activa contra esa arquitectura de la sombra. Exhuman, nombran, reconstruyen, archivan. Interrumpen el olvido. Porque el terror no solo fue físico: fue narrativo. Y toda narración recuperada es una forma de desobediencia.

Aurora H. Camero
(Bogotá, Colombia, 1994) es poeta y artista plástica. Su obra gira en torno a la construcción y reformulación de la identidad a través del género y el territorio. Ganó el accésit del Premio Ana Santos Payán con su primer poemario Violeta, publicado por la Bella Varsovia. Asimismo, ha participado tanto en antologías de poesía como en festivales de literatura. Actualmente reside en Madrid.
