

Argentina nació creyéndose europea. Ese mito fundador —que imaginó un país blanco, civilizado y moderno, dispuesto a «mejorarse» mediante la importación selectiva de europeos— sigue respirando en cada gesto político que decide qué cuerpos son bienvenidos y cuáles deben ser disciplinados. Aquel proyecto de blanqueamiento del siglo XIX no desapareció, mutó. Cambió los barcos por drones, el discurso del progreso por el de la seguridad, la «regeneración racial» por el «control fronterizo». Y en esa continuidad histórica se inscribió el acto oficial de presentación de la nueva Agencia Nacional de Migraciones, que se realizó el 25 de noviembre del 2025 en la Capital Federal. Durante el evento, también se presentó a Alejandra Monteoliva como la nueva titular del organismo. No estábamos frente a una política pública, estaba frente a un movimiento ideológico. La tesis era tan simple como brutal: el Gobierno necesitaba un enemigo y eligió al inmigrante, el único actor político sin capacidad de defensa. Ese fue el corazón del asunto; lo demás era escenografía.
La copia del modelo ICE y la importación del castigo
Lo que el gobierno argentino presentaba como «modernización migratoria» reproducía, sin matices ni contexto, la arquitectura represiva que Estados Unidos consolidó después del 11 de septiembre de 2001, cuando el miedo se institucionalizó como política de Estado y la seguridad nacional se convirtió en una mercancía política ilimitada. Aquella fecha redefinió la noción de enemigo interno. De la noche a la mañana, la política migratoria fue absorbida por el complejo securitario. Y así nació la versión ampliada y punitiva de ICE, una agencia diseñada para disciplinar mediante un régimen permanente de sospecha.

En ese contexto había nacido ICE, una agencia que pronto dejó de ser un instrumento de control migratorio para convertirse en la manifestación institucional de lo que Chomsky denomina «la lucha desesperada por conservar la hegemonía». Un Estado que, temiendo perder su lugar en el mundo, extendía su poder mediante préstamos condicionados, sanciones económicas, intervenciones militares, operaciones de inteligencia, bases armadas, aviones no tripulados, buques de guerra y, en su dimensión más sutil, la maquinaria de poder blando que Hollywood perfeccionó durante un siglo para convertir al soldado estadounidense en héroe universal y al extranjero —especialmente el pobre, el racializado, el no blanco— en sospechoso automático.
ICE era el resultado doméstico de esa lógica. Una agencia que convirtió el acto humano de migrar —ese gesto milenario, tan antiguo como la primera huida del hambre o de la guerra— en un objeto policial. Una estructura que sistematizó las redadas nocturnas, los operativos en lugares de trabajo, la irrupción en casas particulares, la detención en supermercados, iglesias, paradas de autobús y hospitales, creando un clima de terror cotidiano en comunidades enteras que vivían sabiendo que cualquier actividad banal podía terminar en un centro de detención.
Los informes internacionales lo documentaban sin margen interpretativo: más de 170.000 detenciones durante 2024, muchas de personas sin antecedentes; muertes derivadas de negligencia médica, hacinamiento y abandono; niños y adolescentes recluidos durante semanas o meses en espacios cerrados diseñados para adultos; separación forzada de familias; abuso sexual y maltrato físico; detenciones prolongadas sin debido proceso. Cada una de estas prácticas, lejos de ser un fallo operativo, formaba parte de una inteligencia emocional del Estado: la inteligencia del miedo, del castigo, del disciplinamiento social mediante el ejemplo.
La Argentina decidió copiar este modelo como si se tratara de una respuesta técnica, cuando lo que significaba era una adhesión ideológica a un proyecto global. Porque importar a ICE no era traer tecnología, ni metodología objetiva de control, ni inteligencia sofisticada contra redes criminales: era adoptar una visión del mundo donde el extranjero es siempre una amenaza y la violencia estatal siempre una posibilidad legítima. Era asumir la estructura mental de un imperio que ya no podía justificarse con relatos heroicos, pero sí podía sobrevivir mediante la exportación de una gramática del castigo.
La resonancia continental: el eco latinoamericano del modelo ICE
Este giro no había ocurrido en aislamiento. En América Latina, distintas administraciones venían replicando el mismo patrón: militarización acelerada de fronteras, ampliación del rol de las fuerzas armadas en tareas migratorias, protocolos sanitarios utilizados como filtros étnicos, construcción de muros físicos y simbólicos, creación de brigadas especiales para «detección de extranjeros», sistemas biométricos aplicados sin control democrático, deportaciones exprés y discursos que vinculaban extranjería con amenaza, pobreza con peligrosidad y movilidad humana con desorden social.
La región entera había entrado en una fase donde la política migratoria dejaba de pensarse como derecho humano y comenzaba a enmarcarse en una narrativa de supervivencia nacional. En algunos países del Caribe y Centroamérica, por ejemplo, se habían anunciado paquetes completos de medidas que incluían:
- reforzamiento militar de la frontera con miles de soldados adicionales,
- expansión de muros perimetrales,
- fortalecimiento de unidades especializadas en detención de extranjeros,
- creación de fiscalías migratorias,
- control documental obligatorio en hospitales,
- deportaciones inmediatas tras el alta médica,
- sanciones penales para empleadores que contrataran migrantes,
- restricciones a mercados binacionales,
- y dispositivos ideológicos basados en la «identidad nacional amenazada».
Ese clima político regional —hecho de miedo, discursos de pureza, burocracias del castigo y un Estado obsesionado con imaginar amenazas— precedió al movimiento argentino y lo acompañó. No era un gesto aislado: era parte de un pulso continental que redefinía el rol del Estado frente al extranjero. Mientras ICE exportaba su arquitectura emocional del miedo, América Latina la adoptaba con sorprendente naturalidad, como si la migración fuera un riesgo epidemiológico o un delito en potencia, no una condición humana protegida por el derecho internacional.
Dentro de ese entramado regional, la Argentina no fue una excepción, fue una réplica. Una réplica revestida de la estética argentina del control: uniforme, épica de frontera, enemigo difuso y la convicción de que la seguridad puede construirse seleccionando cuerpos.
La Argentina proteccionista que abandonó su propia Constitución
Mientras el Gobierno presentaba su nueva política migratoria como un aggiornamento institucional acorde a los desafíos del siglo XXI, la Constitución argentina —esa que debería haber sido brújula y no obstáculo— establecía un marco radicalmente incompatible con este giro represivo. El artículo 20 garantizaba a los extranjeros los mismos derechos civiles que a los ciudadanos; el artículo 25 obligaba al Estado a fomentar la inmigración; la Ley 25.871 definía el derecho a migrar como un derecho humano inalienable. Ese andamiaje jurídico, que debía servir como límite, fue reinterpretado mediante una narrativa securitaria que vació de contenido su propio espíritu.

La situación se volvió aún más preocupante cuando, meses después del anuncio de la Agencia, el Poder Ejecutivo dictó el DNU 793/2025. Ese decreto, presentado como una reorganización administrativa, trasladó la política migratoria —incluyendo la conducción de la Dirección Nacional de Migraciones y del RENAPER— al recién creado Ministerio de Seguridad Nacional, alterando profundamente la naturaleza civil del régimen migratorio argentino.
El decreto abrió zonas grises graves:
- No definió cómo se articulaban seguridad interior y política migratoria.
- No estableció límites al accionar de fuerzas federales sobre población extranjera.
- No garantizó estándares internacionales de derechos humanos, especialmente no devolución, asilo y debido proceso.
- Reinterpretó, sin debate legislativo, leyes destinadas a proteger derechos fundamentales.
El DNU no ordenó, desordenó. Instaló un vacío institucional que permitía operar en la penumbra jurídica, trasladando cuestiones administrativas a lógicas policiales sin justificación racional ni democrática.
Ese fue el núcleo del problema: mientras la Constitución seguía sosteniendo un paradigma de igualdad civil y dignidad humana, el decreto instaló un paradigma punitivo, desplazando la política migratoria del campo de los derechos al campo de la sospecha.
No se trató de modernización, se trató de una reingeniería ideológica que convertía un derecho humano en un objeto de vigilancia.
Un aparato improvisado: un decreto que quiso parecer ley, pero no lo es
La arquitectura institucional de un país no se reconoce por los discursos que la anuncian sino por los documentos que la sostienen. Por eso resultó casi grotesco que la creación de la Agencia Nacional de Migraciones —formalizada posteriormente mediante el Decreto 793/2025, el mismo que reestructuró la cartera de seguridad y trasladó la política migratoria al Ministerio de Seguridad Nacional— hubiera sido presentada al país como si se tratara de una reforma legislativa histórica. No lo era. Era un decreto, y esa diferencia jurídica no era menor: era el corazón del problema.
En Argentina, una ley requiere debate parlamentario, dictámenes de comisión, mayorías democráticas, representación plural y control público del proceso. Un decreto, en cambio, es una decisión unilateral del Poder Ejecutivo: no pasa por el Congreso, no requiere consenso, no garantiza deliberación democrática y sólo puede dictarse ante «necesidad y urgencia» reales, algo que la política migratoria no presentaba bajo ningún parámetro técnico.
El Gobierno, sin embargo, presentó aquella medida como si hubiera modificado de raíz el sistema migratorio mediante una decisión legítima del Estado. Pero lo que hizo fue otra cosa: saltó el Congreso y realizó una reforma estructural —la más profunda desde 2004— sin un solo minuto de debate parlamentario. Era la política migratoria más importante de las últimas décadas, construida sobre un instrumento pensado para emergencias y no para rediseñar instituciones.

El resultado fue previsible: un dispositivo creado sin reglamento, sin estructura orgánica aprobada, sin estudio técnico, sin partida presupuestaria asignada, y con competencias difusas que desdibujaban dónde terminaba la administración civil y dónde comenzaba la lógica policial. Un decreto que pretendía operar como ley, y una ley que quedaba arrinconada por un Ejecutivo que avanzaba más rápido que el derecho.
Las fuerzas federales —Policía Federal, Gendarmería, Prefectura Naval y Policía de Seguridad Aeroportuaria— observaban este experimento con desconcierto y fastidio. Ninguna había sido consultada. Todas sabían que un dispositivo de control migratorio no se improvisa: requiere formación jurídica, protocolos compatibles con el derecho internacional, infraestructura, tecnología, presupuesto y coordinación interagencial. Nada de eso existía.
Y aquí emergía la grieta más peligrosa: al ser creado por decreto, el nuevo esquema carecía de los límites normativos propios de una ley. No tenía mecanismos parlamentarios de control. No tenía garantías procedimentales. No tenía contrapesos institucionales. Era, como diría Foucault, un aparato de seguridad nacido en la penumbra, sin contornos claros y con una vocación de intervención que no estaba contenida por el principio de legalidad.
La ausencia de especificidad normativa no fue un error, fue una decisión.
Le permitía al Gobierno moverse en un espacio gris donde la excepcionalidad podía volverse regla y donde la arbitrariedad podía disfrazarse de urgencia.
El Gobierno no estaba construyendo un sistema migratorio; estaba diseñando un dispositivo emocional. No buscaba profesionalizar los controles ni mejorar los procedimientos ni modernizar la gestión documental. Buscaba producir una sensación colectiva de amenaza y luego ofrecer un uniforme como respuesta simbólica a esa amenaza.
La Policía Migratoria no era una institución, era una puesta en escena.
Y el decreto, lejos de ordenarla, la dejaba flotar en un limbo jurídico diseñado para operar sin el peso incómodo de la legalidad.
El inmigrante como chivo expiatorio: la estrategia más antigua del poder
La construcción del inmigrante como amenaza no surgía nunca de una constatación empírica, porque los datos —esos viejos y testarudos enemigos de la paranoia política— rara vez confirmaban el pánico moral; surgía, más bien, de la potencia emocional de un relato. Hannah Arendt entendía este mecanismo con la lucidez que solo puede nacer del exilio y la persecución: cuando un Estado se siente erosionado, cuando la legitimidad se agrieta y la capacidad de producir bienestar se desvanece, aparece la tentación de fabricar vidas superfluas, cuerpos a los que se puede cargar de culpas porque no poseen el poder para defenderse. El inmigrante, en este contexto, se convertía en el blanco perfecto: alguien lo suficientemente visible para ser señalado, pero lo suficientemente vulnerable para no ser escuchado.
Arendt también advertía que la violencia más peligrosa no emergía del monstruo excepcional, sino del burócrata común, de ese «funcionario obediente» que, en la lógica del totalitarismo, no actúa desde la convicción sino desde la costumbre. La creación de un dispositivo policial orientado al control migratorio —nacido por decreto, sin debate, sin formación y sin límites institucionales— habilitaba precisamente a ese tipo de funcionario: alguien para quien detener, vigilar y expulsar cuerpos se vuelve una tarea administrativa, un trámite con uniforme, un procedimiento que se ejecuta mecánicamente bajo la premisa de «cumplir órdenes». Eichmann deja de ser un personaje histórico y se convierte en advertencia contemporánea.
Desde otra vereda, pero mirando el mismo fenómeno, Zygmunt Bauman desarrolló la noción de «desecho humano«: poblaciones enteras convertidas en sobrantes del sistema económico global, sobre quienes recaen los miedos de sociedades que ya no encuentran seguridad en sus propias estructuras. En las subjetividades neoliberales, el migrante es presentado como amenaza a la identidad, al empleo, al orden; pero en realidad funciona como depósito simbólico de la angustia colectiva. Lo que se castiga no es la extranjería, es la fragilidad propia proyectada en el otro.
Slavoj Žižek completaba el rompecabezas al describir la fantasía ideológica que permite que el castigo parezca necesario, incluso justo. El «migrante peligroso» no es una categoría estadística: es una ficción emocional que sostiene identidades nacionales en crisis. En esa fantasía, el castigo es tolerado y deseado. Ahí aparece lo que Žižek llama el «goce punitivo«, ese placer inconsciente que ciertos sectores experimentan cuando ven caer sobre otros un peso del que ellos mismos se sienten a salvo. Por eso la política anti-migratoria funciona incluso cuando los datos la desmienten: porque alimenta afectos, no diagnósticos.
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Humberto Maturana, por su parte, ofrecía la clave emocional: los Estados no administran hechos, administran emociones; no gestionan realidades objetivas sino realidades construidas. Algo se vuelve peligroso no porque represente un riesgo real, sino porque el relato estatal genera un clima emocional donde ese peligro parece verosímil. El mundo donde el inmigrante es una amenaza no nace de la experiencia, sino de la narrativa. Y en ese mundo narrado —ese que el Gobierno argentino instalaba con precisión ideológica— la persecución se volvía política pública.
En palabras simples: la Argentina no estaba respondiendo a una emergencia migratoria; estaba produciendo una emoción colectiva que la justificaba. El inmigrante funcionaba como pantalla donde proyectar frustraciones económicas, miedos identitarios y ansiedades culturales que el Gobierno no podía resolver por vías políticas. Y en ese juego antiguo de desplazar culpas hacia quien menos poder tiene, el Estado encontraba su enemigo ideal, su chivo expiatorio histórico: visible, vulnerable y disponible.
Lo que dicen los datos: dos décadas de estabilidad, cero correlación entre migración y delito
Cuando el relato se apagaba y entraban los números, el edificio ideológico se derrumbaba. Los informes consolidados de la Procuraduría Penitenciaria de la Nación y de PROCUVIN entre 2002 y 2025 mostraban una estabilidad casi milimétrica: la población extranjera encarcelada oscilaba entre el 15% y el 16,4%, sin picos, sin explosiones, sin correlaciones con oleadas migratorias ni con ciclos políticos específicos. Nada se movía excepto el discurso. Los datos insistían en una verdad incómoda: no había emergencia migratoria alguna.
La desagregación por nacionalidad revelaba que la mayoría de las personas detenidas provenían de países con alta pobreza estructural —Perú, Bolivia, Paraguay, Venezuela—, lo cual confirmaba que lo castigado no era la extranjería, sino la vulnerabilidad. No se criminaliza el origen, se criminalizaba la pobreza, la precariedad, la falta de redes, la imposibilidad de defenderse dentro del sistema penal. Era el mapa de la desigualdad proyectado sobre el mapa carcelario.
Los tipos de delito tampoco sostenían la narrativa gubernamental. Lejos de encontrarse perfiles «narcos», «terroristas» o «infiltrados extranjeros», la mayoría de los casos correspondía a delitos de supervivencia, infracciones de baja escala, transporte de sustancias para redes más amplias (siempre en el escalón más bajo), conflictos domésticos o situaciones que involucran economías ilegales de subsistencia. Nada que justificara redadas, deportaciones masivas o dispositivos policiales de persecución.
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Miniserie de seis episodios sobre el «Sixties Scoop», período en el que más de 20.000 niños indígenas fueron arrebatados de sus familias y entregados en adopción a familias blancas. La serie sigue a Bezhig Little Bird, arrancada de su hogar en Saskatchewan a los 5 años y adoptada por una familia judía de Montreal, donde es renombrada Esther Rosenblum. A sus 20 años, en vísperas de su boda, Esther inicia un viaje para recuperar su identidad y encontrar a la familia que le fue robada.
¿Por qué verla? Porque es un testimonio devastador sobre el genocidio cultural y la violencia institucional. Esta serie no rehúye la complejidad de la adopción forzosa sistemática, mostrando tanto el dolor de las familias indígenas como los dilemas de las adoptivas. Es una historia que conmueve sin caer en el chantaje emocional.
Durante dos décadas, los datos habían desmentido sistemáticamente cada gesto de alarma. No existía correlación entre migración y delito. No existían picos delictivos vinculados al ingreso de extranjeros. No existía ningún patrón que permitiera afirmar que la movilidad humana implicaba un riesgo para la seguridad nacional. Lo que sí existía —y en abundancia— era evidencia de selectividad penal: los cuerpos migrantes eran detenidos más rápido, defendidos peor, condenados con mayor severidad y deportados aun cuando las causas no lo exigían. No era un problema de seguridad, era un problema de desigualdad institucional.
Pero el relato oficial persistía porque no necesitaba datos, necesitaba enemigos. En ese sentido, los números funcionaban como un recordatorio peligroso para un gobierno fundado en la narrativa del miedo; por eso debían ser callados, ignorados o reinterpretados. La persecución al inmigrante no se basaba en estadísticas: se basaba en la necesidad política de construir un chivo expiatorio para sostener un proyecto ideológico.
En consiguiente: mientras los datos repetían la estabilidad, el gobierno repetía la amenaza. Mientras las cifras desmienten la emergencia, la narrativa oficial la inventaba. Mientras la realidad insistía en la complejidad social, la política elegía la simplicidad del enemigo único.
¿Estoy en contra del control fronterizo? No. Estoy en contra del relato
Ningún Estado puede renunciar a la vigilancia de sus fronteras, porque en esa vigilancia se juega una parte de la integridad territorial, la prevención del tráfico de armas, la detección de redes de trata, la capacidad de detener delitos transnacionales complejos y la obligación legítima de garantizar seguridad para su población. Ese punto no se discute. El problema no es la frontera en sí, sino la forma en que el poder decide narrarla. Y lo que Milei y Bullrich han producido no es una política migratoria sino un dispositivo simbólico que convierte una función administrativa del Estado en una épica de guerra cultural.
Mi objeción no recae sobre la noción de control, sino sobre el andamiaje ideológico que le da forma, lo que en filosofía política llamamos el relato que legitima la violencia institucional. Porque el relato que hoy se instala en la Argentina no describe la realidad, la crea. No surge de diagnósticos serios, de informes criminológicos, de evaluaciones de riesgo, ni de análisis de movilidad humana; surge de una construcción emocional que convierte la frontera en un teatro y al inmigrante en la figura sacrificial que mantiene unida a la audiencia.
No cuestiono la necesidad de inteligencia criminal; cuestiono la necesidad de inventar un enemigo para ejercerla. No discuto la importancia de coordinar fuerzas de seguridad; discuto que esa coordinación se organice alrededor de una narrativa de sospecha que convierte la pobreza en delito, la extranjería en amenaza y la diversidad en riesgo geopolítico. Lo que está en juego no es la frontera física, sino la frontera moral del Estado: el límite que separa la protección de la persecución, la seguridad del castigo, la institucionalidad del espectáculo.

Bajo este proyecto, el Estado deja de ser un administrador de derechos para convertirse en un productor de emociones públicas, y las emociones que produce son siempre las mismas: miedo, sospecha, resentimiento, la sensación de que el otro —ese que llega, ese que no pertenece al mito fundante, ese cuyo origen no coincide con el relato eurocéntrico oficial— es un riesgo que solo puede ser gestionado con más uniformes. Y cuando la seguridad se construye sobre emociones, no sobre datos, deja de ser política pública para convertirse en escenografía. Una escenografía que es funcional, eficaz, teatral y profundamente peligrosa.
Por eso insisto: no rechazo el control fronterizo; rechazo el uso del control fronterizo como excusa para instalar un marco ideológico que redefine quién merece derechos y quién merece vigilancia. Rechazo la manipulación del malestar social para dirigirlo hacia quienes no tienen poder para defenderse. Rechazo la construcción emocional que convierte a un grupo humano en amenaza por defecto, en culpable anticipado, en variable prescindible dentro de la ecuación nacional. Rechazo, en síntesis, la sustitución del Estado por su propia caricatura: un Estado que no administra políticas, sino miedos; que no garantiza derechos, sino castigos; que no gobierna, sino que performa.
Porque cuando el gobierno decide que no necesita políticas públicas para sostener la seguridad, sino únicamente una narrativa para justificar su ausencia, lo que emerge no es un Estado fuerte, es un Estado debilitado que necesita enemigos para sostener su ficción de poder. Y allí, justamente allí, es donde mi crítica se vuelve absoluta: un gobierno que reemplaza la política por el relato no está protegiendo la frontera; está desprotegiendo la democracia.
Al final, lo que queda es una pregunta política y ética
¿Quién gana cuando un país convierte al inmigrante en problema?
No gana la seguridad.
No gana la sociedad.
No gana el Estado.
Gana —siempre— el miedo.
Gana el espectáculo.
Gana la ideología del enemigo interno.
Y cuando el miedo gobierna, la democracia pierde densidad, dignidad y futuro.

Melina Schweizer
Periodista Dominico-Argentina, ciudadana y libre pensandora