Fuente: La Jornada/ Juan Pablo Duch 21.03.2020
Pero nada va a cambiar por cuanto las enmiendas establecen que las obligaciones internacionales de Rusia no proceden cuando se contradigan con la legislación rusa y la Carta Magna –ya aprobada por las dos Cámaras del Parlamento, por la totalidad de las 85 Entidades federales, por la Corte Constitucional y firmada por el presidente– para entrar en vigor y obtener legitimidad
sólo necesita que, en medio del feroz avance del Covid-19, se lleve a cabo la votación popular
el 22 de abril.
Será una consulta que –como está planteada, sin el reglamento estricto de un referendo, observadores internacionales ni el requisito de ser aprobada por la mayoría absoluta del padrón– ya está ganada por el único beneficiario de la reforma: bastará con que la mitad de las boletas depositadas en las urnas favorezcan el Sí
frente al No
, de un paquete de 68 páginas de enmiendas que casi nadie ha leído y que requieren modificar al menos un centenar de leyes.
Desde que Putin anunció la reforma, a mediados de enero, quedó claro que su intención es perpetuarse en el poder y se supo quién es su sucesor designado: él mismo.
Esta certeza se afianzó cada vez más con la inverosímil rapidez con que se aprobó la iniciativa presidencial en cada etapa del procedimiento de formulación de una Constitución que amplía sobremanera sus facultades e incluso le permite gobernar hasta 2036, si al término de su actual mandato dentro de cuatro años opta por la reelección.
La prisa por estar por encima de todos lo antes posible obedece a su obsesión de no convertirse en pato cojo en el que hubiera sido su último periodo conforme a la anterior Constitución y sin otras opciones (presidencia del Consejo de Estado, en primer lugar) donde reubicarse para seguir gobernando. De hecho, en cualquier momento, dependiendo de cómo evolucionen las cosas, Putin puede dejar la Presidencia y, con la adecuada ley aún por promulgar, cambiar de sillón, a uno mejor.