Fuente: La Jornada/Juan Pablo Duch 22.08.2020
Por más que se investigue nunca se autoriza revelar quién ordenó atentar contra la vida –con balas y veneno, sobre todo– de políticos, como Boris Nemtsov y Serguei Yushenkov, o periodistas, como Anna Politkovskaya y Yuri Schekochijin, o activistas, como Piotr Verzilov o el propio Navalny, todos ellos una suerte de piedra en el zapato de los miembros de la élite gobernante, sin hablar de otra categoría que ni siquiera hace falta investigar: los ex espías, como Aleksandr Litvinenko o Serguei Skripal, que cometieron alta traición.
Es obvio que el Kremlin no se deshace de sus adversarios ordenando su muerte, pero a la vez contribuye a que recaiga sobre él la sombra de la sospecha al proteger al autor intelectual de cada crimen, ofreciendo completa impunidad al responsable, y distrayendo la atención con todo tipo de especulaciones difundidas desde los medios de comunicación bajo su control.
El envenenamiento de Navalny no es la excepción y hay canales de la televisión pública que no se sonrojan al afirmar que la víctima sufrió una intoxicación etílica por tomar en ayunas dos vasos grandes de vodka o que tuvo una sobredosis de algún narcótico, mientras no se permitía a Yulia Navalnaya ver a su marido por no haber llevado el certificado de matrimonio o por que el paciente en coma no quería que entrara.
También se negaban a entregarle la ropa de su esposo y tardaron en permitir que un avión-ambulancia, equipado con un quirófano, transportara a Navalny a una clínica especializada de Berlín, pues en opinión del director del hospital de Omsk su delicado estado podría empeorar con un vuelo tan largo, a pesar de que su esposa asumía el riesgo.
Muy larga es la relación de políticos y funcionarios, legisladores y empresarios cercanos al poder, cuyas corruptelas exhibió Navalny en Internet, que pudieran querer vengarse de él. Ahora, lo importante es que el líder opositor se recupere cuanto antes y que el veneno no le cause graves secuelas.