Fuente: Umoya num. 83 – 2º trimestre 2016
Oliva Cachafeiro Bernal (Coordinadora del Museo de Arte Africano Arellano Alonso de la UVa). Dentro de la historia del arte africano, los Falasha son uno de los pueblos más desconocidos. Si se duda de su origen, su escasa producción artística hace difícil también definir su trabajo.
Una pieza expuesta en un museo puede atraparnos por muchas razones: su belleza, sus formas, el brillo de sus materiales, por su fealdad incluso. Otras veces simplemente no sabemos por qué. Sólo nos damos cuenta de que al entrar en un espacio nuestra mirada se dirige hacia ella y no podemos dejar de observarla. Desconocemos la razón pero hemos sucumbido a su atracción. Eso es lo que me ocurre a mí (y escribo en primera persona), con una cabeza en terracota exhibida en la Sala Renacimiento del Museo de Arte Africano Arellano Alonso de la UVa (palacio de Santa Cruz). El pequeño busto masculino, de tan sólo 8 cm de altura, pertenece a la cultura Falasha. Fechado entre los siglos XVIII y XIX, se desconoce su función (funeraria, recuerdo de un ancestro, ¡quién sabe!), pero está claro que formaba parte de una escultura completa, pues conserva parte del cuello que le uniría al resto del cuerpo.
Lo primero que llama la atención es la forma del cráneo: ovalado y estilizado, dando una sensación de elegancia que se podría confundir con altivez. ¡Tal vez era un hombre orgulloso! Lo segundo en lo que reparamos es en sus abultados ojos sobresaliendo de la cavidad ocular. Si nos fijamos bien, el ojo derecho se dispone algo más arriba que el izquierdo, lo que produce una cierta sensación de desproporción, pero al mismo tiempo parece humanizar al “orgulloso” desconocido. La boca permanece abierta, con gruesos labios, y las orejas son bastante grandes en relación con el tamaño de la pieza. Pero nos falta la nariz, una nariz prominente y aguileña que parece ocupar todo el rostro. Llegado este punto, indefectiblemente emerge en mi memoria el célebre soneto de Quevedo, A una nariz y, en especial, su primer terceto: “Érase un espolón de una galera, / érase una pirámide de Egipto, / las doce tribus de narices era”. Y no es casual esta circunstancia, porque efectivamente el perfil aguileño de esta pequeña cabeza, coincide con el que la tradición popular atribuye a los judíos. En este caso con razón, porque los Falasha son judíos, pero judíos negros, los grandes desconocidos y olvidados. Hablantes de la lengua Agaw, se asentaron en Etiopía, al norte del lago Tana. La población autóctona los bautizó como falasha, término peyorativo derivado del verbo, faläsä, traducido como vagar o emigrar. En la actualidad, sin embargo, se prefiere denominarlos “Beta Israel”. Practicaban una fe judía pre-talmúdica y su origen es controvertido. Unos investigadores opinan que descienden de los judíos de la diáspora de la comunidad Elefantina (Egipto); otros defienden que son etíopes convertidos al judaísmo por influencia de grupos procedentes del sur de Arabia. Pero según el mito, los primeros Falasha llegaron junto a los sabeos acompañando a Menelik I (hijo de Salomón y Maqueda, reina de Saba), quien huyó de Israel llevando consigo el Arca de la Alianza. Aunque según las crónicas, desde el siglo XIII convivieron sin graves conflictos con los cristianos, dominantes en el país, en el XVII estos confiscaron sus tierras y los judíos negros se convirtieron en un grupo despreciado, relegado a trabajos inferiores. En la actualidad sólo unos 8.000 Beta Israel, continúan residiendo en Etiopía. A partir de 1950, comenzaron a emigrar a Israel gracias a la aprobación de la Ley de Retorno. En 1975, se les reconoció como judíos auténticos y, tras una breve ceremonia de conversión, los rabinos los aceptaron. El proceso de integración, sin embargo, ha sido complejo y aún hoy los Falasha son asociados a las clases sociales más bajas e incluso marginales. Finalmente, en 2013 Israel les cerró sus puertas. En lo referente a su producción artística, los datos son escasos y también muy confusos. De acuerdo con los vestigios encontrados, parece que modelaban pequeñas terracotas zoomorfas y antropomorfas. En este caso suelen ser cabezas que en apariencia aluden a momentos de la vida familiar y a sus creencias religiosas. Según los estudios realizados hasta el momento, se fecharían en un amplio período que oscilaría entre el siglo XVII y principios del XX. No está claro tampoco cuando comenzó la tradición de realizar este tipo de piezas. Acabamos de hacer un viaje. Empezamos entrando en una sala de exposición en penumbra. Seguimos abducidos por el perfil de una pequeña cabeza masculina de barro y ella nos ha conducido hasta el mítico amor de Salomón y la reina de Saba. Desde allí hemos regresado a la historia más reciente de un pueblo que ha padecido la hambruna en Etiopía, el miedo de la emigración y el desprecio en el país que en un principio les acogió. Tras este periplo, ¿quién puede negar que incluso las piezas más pequeñas esconden un gran misterio? Sólo debemos aprender a mirar y…, dejarnos llevar.
BIBLIOGRAFÍA: • PHILIPS, Tom, Africa: the art of a continent, [s.l.], Prestel Verlag, 1995. • SCHAEDLER, Karl-Ferdinand, Earth and ore: 2500 years of african at in terra-cotta and metal, München: Panterra Verlag, Minerva, 1997.