Fuente: Umoya num. 88 – 3er trimestre 2017 Patricia Luceño.
La palabra tiene una importancia especial en África. Es vehículo y guardián de su identidad cultural, catalizador de la vida en común, nexo de la comunidad. «Tiene poder de crear y de destruir, de fortalecer o de debilitar. En África nada se considera importante
mientras no se diga» (Reche, 2015).
De ahí la responsabilidad que se asimila a su uso, sea este activo o pasivo, articulación o escucha. Y de escuchar y escuchar, por muchos kilómetros que se interpongan en el mapa, cada uno tenemos nuestra propia visión del continente.
Multitud de imágenes –estereotipadas, inconexas, buenistas, …– que permutan dependiendo de la fuente que las emita; una fuente, por lo general, muy próxima al lector.
Muchos testimonios sobre África y muy pocos de los africanos. La misma tendencia se reproduce entre fotogramas. Y, sin embargo, hay una considerable cantidad de filmes que plantan cara a las grandes industrias occidentales y a ese persistente criterio pseudocolonizador con el que seleccionamos nuestra cartelera particular, incluso aquellas personas que procuramos indagar de manera honesta en la realidad del continente.El nacimiento de una industria propiamente africana se localiza en el periodo de la descolonización. «Los cines misionero, colonial y etnográfico quedaban relegados a la voz heterogéneade un continente, de unas cinematografías que tenían como objetivo reescribir su propia historia» (Ruiz, 2013).
Hasta entonces, los relatos procedían de un puñado de voces culturalmente homogéneas. Se trataba de un proceso de empoderamiento del africano, de una reconquista del espacio
público plasmado por un medio de comunicación que cada vez adquiría mayor peso en la construcción del imaginario colectivo. Para el director angoleño Zezé Gamboa, «en África existen muchas personas analfabetas que comprenden y captan las historias que narran las películas, sobre todo si hablan su lengua y contemplan
imágenes de su vida real. El cine es un medio de desarrollo poderoso».
Borom Sarret (1963), del senegalés Ousmane Sembène, es considerado el primer filme africano. El crítico relato que marca toda su trayectoria le lleva a conquistar diferentes festivales, pero también a sufrir la censura (Francia, 1988, con Le Camp de Thiaroye). No es el único que adquiere un compromiso con unos pueblos que fueron y son moneda de cambio de intereses ajenos; «los cineastas africanos se han esforzado en presentar las culturas, la historia y las estorias del continente para acabar con los estereotipos coloniales» (Molina, 2014). La primera hornada de directores y guionistas dotó de conciencia crítica a los discursos
procedentes de la realidad dicotómica que surge del contraste entre lo viejo y lo nuevo, lo propio y lo foráneo.
Sin embargo, esa eclosión artística se vio truncada a finales del siglo XX por la reducción de la inversión y la supremacía hollywoodense.
Unas circunstancias que han cristalizado en una nueva representación viciada del continente, «explicada como un producto de luchas étnicas o del dominio de los señores de la guerra dedicados al expolio de recursos» (Ruiz, 2013).
Actualmente, Nigeria y Sudáfrica son los mayores centros de producción de África. Nollywood puede presumir de más de 1.000 títulos anuales y ofrece en sus fotogramas una simbiosis de acción, amor y magia, mientras que el estilo sudafricano presenta un tinte más comercial.
Los bajos costes de producción son uno de los principales alicientes para la inversión. ¿La otra cara de la moneda? La excesiva dependencia de productores extranjeros, sumada a la escasez de salas de cine fuera de los principales circuitos de distribución, presenta un panorama poco halagüeño para la industria oriunda.
Como vía de escape, han surgido alternativas como la «ruta de los festivales» (Molina, 2014), conformada por el FESPACO, ZIFF, Cape
Town World Cinema Festival y Luxor African Films Festival.
Es, en fin, un esfuerzo colectivo por enfrentar la historia dominante. Por luchar contra un nuevo tipo de colonialismo que se ha visto
acelerado por un desarrollo tecnológico que, en su génesis, esbozaba un espejismo de multiculturalidad; por unas herramientas que permiten que los mensajes de los macropoderes den la vuelta al mundo (Sartori, 1998) con la amenaza de que confluyan y trastornen «costumbres y culturas, ideas y debates» (Ramonet, 1995). Para hacerles frente no bastan soluciones parceladas, sino «modos alternativos de vida» que permitan que «las comunidades recuperen el control sobre los procesos que los afectan» (Toledo, 2009). Es una cruzada contra la simplificación. La misma en la que, quizás, también caemos nosotros al hablar de un cine africano de forma unitaria y desde una óptica occidental.
Referencias bibliográficas:
Molina, A. J. (2014). ‘¿Existe un cine africano?’, en Bitácora
africana: http://www.africafundacion.
org/spip.php?article18949
Ramonet, I. (1995). Pensamiento
único y nuevos amos del mundo.
En Chomsky, N; Ramonet,
I. (1995). Cómo nos venden la
moto. Información, poder y concentración
de medios. Barcelona: Icaria
Reche, P. (2015). Sabiduría africana, brújula para la vida. Oviedo:
Ediciones Trabe SL
Ruiz, S. (2013). ‘El reverso africano a través de sus cines. No
solo de guerras viven las personas’, en Pueblos: http://www.revistapueblos.
org/?p=14960
Sartori, G.(1998). Homo videns. La sociedad teledirigida. Madrid:
Santillana Ediciones Generales, SL
Toledo, V. M. (2009). ¿Otro mundo es realmente posible? Reflexiones
frente a la crisis. En Church, N. et al. (2014). No dejes
el futuro en sus manos. Cooperación solidaria ente la crisis del
capitalismo global. Valladolid: Entrepueblos.