Fuente: Umoya num. 98 – 1er trimestre 2020 Gerardo González Calvo
Hay que tener la sesera muy reblandecida para no reconocer o, peor aún, impugnar el impacto negativo que está provocando en nuestro planeta y en nuestras vidas el recalentamiento global. No es ninguna casualidad que los negacionistas del maltrato al planeta sean quienes viven en los países que más lo contaminan, aunque no son, por ahora, los más perjudicados.
No deja de ser una paradoja que África, que es el continente que produce menos emisiones de CO2 del mundo sea, sin embargo, el que padece los efectos más devastadores. El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) ha alertado que, como consecuencia del cambio climático, la temperatura aumentó 0,7 grados en gran parte del continente africano a lo largo del siglo XX.
Este hecho ha tenido una grave repercusión en la deforestación, en la degradación de la tierra y en la producción agrícola y alimentaria.
Las secuelas son alarmantes sobre una población cada vez más empobrecida, debido también a los conflictos bélicos, al aumento del gasto militar, a una corrupción alimentada desde el exterior y a la constante sobreexplotación del suelo por grandes emporios financieros con fines de lucro. Son las nuevas caras de un neocolonialismo solapado que apenas tiene repercusión en los grandes medios de comunicación social.
Solo hay una manera de abordar y frenar el agresivo impacto medioambiental tanto a escala planetaria como en el propio continente africano: favorecer un desarrollo sostenible al servicio de las personas y no de los especuladores, invertir los beneficios de los recursos industriales y naturales en la mejora de un ecosistema adaptado a las necesidades humanas, frenar el consumismo desaforado en los países ricos.
Son precisamente los países más prósperos los que contribuyen de forma más agresiva al calentamiento del planeta y, como consecuencia, los que tendrían que llevar a cabo políticas medioambientales más responsables. Una economía basada en el consumo desaforado no solo favorece la usurpación de los recursos naturales por una minoría, sino que también colabora a un mayor empobrecimiento de quienes viven en el hemisferio Sur.
La tierra y los mares poseen suficientes recursos para alimentar a una población incluso mucho mayor que la actual, que ronda los 7.700 millones, según el informe de las Naciones Unidas en 2019. El problema no son pues los recursos, sino la escandalosa desigualdad de su distribución.
Que unos pocos vivan en la superabundancia a costa de que muchos malvivan en la indigencia es uno de los paradigmas más atroces de la injusticia a escala mundial. Y esto tiene mucho que ver con la catástrofe medioambiental que estamos padeciendo. No es de recibo que unos contaminen y otros se envenenen.
Corresponde a los gobiernos poner en marcha políticas sostenibles a corto y largo plazo. No nos dejemos embaucar con la coartada de la explosión demográfica, porque no es verdad que quienes viven en el Sur son los responsables de los males que les aquejan.
Todas las personas que vivimos en este planeta tenemos el derecho inalienable a disfrutar de un futuro verde y en paz.
Es un imperativo actuar ya, porque, cuanto más se tarde en tomar medidas drásticas, antes se producirá el gran desastre.