Fuente: Umoya num. 97 4º trimestre 2019 Patricia Luceño
Anexo al dossier del num 97
Machismo y racismo se entremezclan en los estereotipos y prejuicios que rodean el pelo afro. Detrás de las prácticas que lo ejemplifican se encuentra la maquinaria capitalista.
Aunque parezca una broma, el racismo a veces comienza -literalmente- por los pelos. Toda realidad se comprende mejor cuando se acepta que las desigualdades son interseccionales: si la esclavitud estética de las mujeres es un componente basal del patriarcado, su cosificación da un paso más cuando hablamos de personas racializadas. Precisamente de ellas es muy difícil encontrar referentes en los productos culturales comerciales y en los diferentes contenidos de los mass media, que, en ocasiones, recrudecen el problema con discursos discriminatorios.
Es el caso de la campaña #colacaonosinsulta, que, décadas después del bochornoso «Yo soy aquel negrito», lanzaba en 2017 la periodista Lucía Mbomio y ponía en evidencia un nuevo anuncio racista de la marca. El spot comparaba el pelo afro con la espuma del ColaCao y movilizaba en Twitter a una buena parte de la comunidad afrodescendiente española, que no es la primera vez que expone su hartazgo ante los símiles que implican sus rasgos físicos.
Piel de chocolate, canela o café, pelo de estropajo o esponjoso como una nube… lo que se justifica como un piropo, una metáfora o una chanza, extiende sus raíces hasta el más puro racismo: estereotipa, mitifica, reduce una cultura y una historia a la vulgaridad de una descripción física. Limita y simplifica. Subestima. Son estereotipos que, a pesar de su apariencia inofensiva, no solo esconden un claro discurso de odio y de rechazo a la diversidad, sino también una peligrosa ignorancia. Así lo evidenciaban algunos titulares que se hicieron eco del éxito de ese hashtag, haciendo referencia al «peinado afro» del protagonista. El pelo afro es eso, un tipo de pelo; ni un peinado, ni una moda, ni un estilo; un tipo de pelo, como el liso o el ondulado, que luego cada cual peinará a su gusto. Y es que a veces racismo y machismo son elementos tan troncales de nuestra cultura que no somos capaces de ponderar hasta dónde determinan nuestras opiniones y comportamientos. Para eso tenemos capacidad de escucha y comprensión: para no colonizar los movimientos ni las discusiones, para empezar a sacudirnos nuestros privilegios. Aquí nadie está de prestado. Las diferentes sociedades que integran el Estado español no están formadas de manera única por personas blancas; la comunidad afrodescendiente ha nacido en tu ciudad, ha estudiado en tu instituto, cotiza igual que lo haces tú, cría a sus hijos en tu misma calle y forma parte de tu barrio. No son un anexo exótico a tu sociedad; es tu sociedad, una parte más de ella. Y, como una enfermedad autoinmune, estamos devorando y atacando parte de lo que somos.
El afro como forma de resistencia
Pero, si la reducción a un rasgo físico es una forma más de racismo, ¿por qué el pelo afro ha sido recurrentemente elegido símbolo por las activistas contra la discriminación racial? ¿No es contradictorio? «El pelo afro es parte de mi identidad y de las de muchísimas personas en el mundo. Y, aunque no es toda mi identidad ni es todo lo que soy, para mí es una parte importante. El pelo afro también es una forma de reivindicarse ante el instrumento de opresión que siempre ha sido», explica Desirée Bela-Lobedde, columnista, activista y escritora (es autora del libro Ser mujer negra en España, 2018, PLAN B).
Bela-Lobedde es una gran defensora del ‘activismo estético’, que reclama la imagen personal como herramienta para poner en valor la identidad afro: «Es la lucha contra el canon estético imperante, blanco y eurocentrado, que alaba a la mujer cuanto más blanca es y más liso tiene el cabello. (…) Europa no colonizó solo territorios. Colonizó mentes y cuerpos. Y los cuerpos negros se colonizaron de forma violenta, induciendo el alisado del cabello afro y el aclarado de la piel, ambos procesos con productos químicos altamente abrasivos que nos cuestan la salud. Llevar el cabello afro natural y no aclararse la piel son formas de resistencia».
Y es que detrás de este tipo de prácticas hay una potente maquinaria capitalista que saca tajada. De acuerdo con la BBC, la industria del blanqueamiento de la piel alcanzaba 4.800 millones de dólares en 2017; cifra que se duplicará para 2027. En África, cuatro de cada diez mujeres utilizan productos para blanquear la piel, según la OMS. Manchas, irritación, inflamación, picor, quemaduras… son algunas de las consecuencias de los tratamientos «legales». Los riesgos de los del mercado negro aumentan al contener sales de mercurio, un químico tóxico declarado nocivo para la salud por la OMS. El tratamiento del cabello, por su parte, genera un fuerte impacto emocional en las personas racializadas, pues se asienta en el rechazo de su propio ser. Además, tiene consecuencias físicas evidentes; la alopecia cicatricial centrífuga central, por ejemplo, deviene por ciertos hábitos agresivos con el cuero cabelludo, como el trenzado continuado.
En este sentido, es significativo el caso de la comunidad indígena embera del Chocó (Colombia), cuyas integrantes femeninas cortan y venden sus largas melenas lisas, que van a parar a los tocadores de las acaudaladas afrodescendientes de la región. Las primeras, que necesitan esos ingresos para la supervivencia de sus familias, se exponen al ostracismo y a los castigos físicos impuestos por los jefes indígenas. Las segundas se ven obligadas a forzar su apariencia para encajar en un canon estético blanco. En medio de ellas está el negocio. Imperialismo, clasismo y machismo se integran en ese cóctel capitalista que continúa colonizando a escala mundial los cuerpos y la salud de millones de mujeres.