África: Henry Rono, deprisa, deprisa

Fuente: Umoya num. 97 4º trimestre 2019                                         Joaquín Robledo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

De repente, apareció y, con la misma celeridad con la que se hizo presente y destrozó las cifras del libro en el que se apuntan los récords del mundo, la silueta de Henry Rono se desdibujó hasta que su perfil se confundió con la capa de niebla en la que se ahogaban sus fantasmas. Once semanas y media de la primavera del 78 le fueron suficientes para correr en menos tiempo que nadie antes las distancias de los 10, 5 y 3 kilómetros lisos amén de los mismos 3000 metros en su versión con obstáculos. De ahí a la nada, de la que solo emergió a finales del verano del 81 para mejorar siquiera por un día la primera versión.

La historia, sin él saberlo, había comenzado unos años antes, al comienzo de esa misma década de los setenta del siglo pasado a varios miles de kilómetros de su Kapsabet natal. Mientras allí, en el keniano Valle del Rift, Rono se estaba convirtiendo en un adulto, la Washington State University ponía en marcha un programa de reclutamiento de talento deportivo a lo largo y ancho del planeta. De esta manera, Samson Kimobwa llegó a la universidad de EEUU en 1975. Sus resultados, tanto deportivos como académicos, descollaron lo suficiente para que se estableciera un enlace que permitió a varios jóvenes kenianos acceder a las pistas y aulas norteamericanas. Entre otros hitos, Kimobwa batió el récord mundial de 10.000 metros en junio de 1977. Aquel día, justo después de la carrera, cuando le informaron de la gesta que acababa de conseguir, el joven keniano se sorprendió.                                                 No entendía muy bien eso de que había corrido esa distancia más rápido que ninguna otra persona en la historia cuando, como respondió a los periodistas, sin salir de su pueblo había otro chaval que siempre le vencía. Puede que ese joven al que se refería fuera el propio Henry Rono. Aunque por aquel entonces, este había utilizado la misma conexión que Kimobwa y se había establecido ya en el estado de Washington.
Lo cierto es que el año siguiente, Rono dio la razón a su paisano y corrió más rápido que él los 10 kilómetros. No se conformó con ese único récord y así, uno tras otro, fueron cayendo las marcas antes referidas. Ese 1978 era un punto equidistante entre dos Juegos Olímpicos. Los de Montreal de 1976 probablemente le hubieran llegado demasiado pronto, en cualquier caso no hubiera podido acudir porque veinticuatro países africanos, Kenia incluida, decidieron no asistir a la ciudad canadiense al no ser escuchada su solicitud de excluir a la delegación de Nueva Zelanda por el hecho de que el equipo de rugby del país oceánico había disputado un partido frente a la selección sudafricana rompiendo de esta forma el boicot a la Sudáfrica del apartheid. Los de Moscú de 1980 probablemente le habrían encontrado desdibujado o perdido en su neblina personal, en cualquier caso no pudo acudir por otro plante, en este caso el auspiciado por los EEUU alegando la intervención soviética en Afganistan y que siguieron casi medio centenar de países, Kenia incluida. Los Robledode Los Ángeles de 1984 ya fueron demasiado tarde. El correr muy deprisa supuso que su vida le girase a mucha velocidad, a más de la que fue capacidad de asumir, y el bueno de Henry se vio atrapado y derribado por su propio mito. Correr ya no era una práctica placentera sino un trabajo. Dejó de celebrar sus triunfos porque lo que no era más que una coyuntura, ganar o perder, ahora marcaba la frontera entre la simple obligación y el fracaso. No había espacio para más. Se sintió un objeto. Eso sí, un objeto con miles de dólares en el bolsillo. El alcohol se convierte entonces en su compañero, en un compañero traidor que le lamina la fuerza y la voluntad. Con menos entrenamiento, fue ganando peso, perdiendo forma. Eso sí, tuvo un canto del cisne, era tal su talento que aun menoscabado por el alcohol fue capaz de batir en 1981 su record de los 5000 metros. Y no, no lo hizo tras una cura de desintoxicación sino presentándose a la prueba tras una borrachera la noche previa y con poco más que unas cabezadas para vencer el sueño. A partir de ahí dio muchas vueltas, pero no a la pista. Se arruinó, fue despreciado por los suyos cuando regresó a Kenia, consiguió regresar a los Estados Unidos donde se las apañó para sobrevivir y llevarse algo a la boca aunque fuera a costa de vivir  la intemperie. Su nombre ya no estaba en boca de nadie; del mito que flotaba sobre el tartán solo se acordaban las referencias, los apuntes en los libros de records. Fue entonces cuando fue capaz de imponerse en la carrea de obstáculos más larga en que participó. Fue capaz de salir, de volver a dibujar un perfil visible y del que sentirse orgulloso. Un guerrero mandi no se rinde, puede parecer que cae, pero se vuelve a levantar.

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