Fuente: https://literafricas.com/2023/05/01/primicia-que-mato-al-joven-abdoulaye-cisse-de-donato-ndongo/
Donato Ndongo publica nueva novela este mismo mes de mayo. Sus lectores esperaban esta noticia desde 2007, fecha en la que apareció El metro. 16 años en los que no ha estado inactivo ni literariamente (ha publicado El sueño y otros relatos, el poemario Olvidos y revisado y actualizado su Historia y tragedia de Guinea Ecuatorial) ni hurtado de la vida cultural (nominación al Premio Príncipe de Asturias, postulado desde Casa África en 2022, y el reconocimiento a su trayectoria con el legado en la Caja de las letras del Instituto Cervantes, el mismo año).
Bajo el atractivo título Qué mató al joven Abdoulaye Cissé, narra la historia de un joven maliense llegado a España por azar, debido a la convulsa crisis que vive su país. Su aspiración es continuar estudiando, pero resulta imposible. Solo, sin recursos ni trabajo, decide volver, al considerar que mejoraron algo las circunstancias personales y político-sociales por las que salió de Bamako. Para ello necesita encontrar cualquier empleo temporal que le permita no regresar de vacío. Mientras camina por el centro de Madrid para acudir a la cita en una agencia de colocación, va reflexionando sobre su vida, su familia, amigos, amores, y cuanto le abocó a encontrarse allí. Ya alcanzado su destino, sufre un colapso y cae fulminado. ¿Qué le mató?
«La novela es una propuesta de reflexión sobre algunas de las razones que distorsionan la vida del africano actual. Temas habitualmente ignorados, minimizados o tergiversados en un mundo estereotipado: las realidades sociales, políticas y económicas del África poscolonial, o la interacción entre africanos y europeos. Retrato nítido de la juventud africana actual, Abdoulaye Cissé encarna la frustración de sus aspiraciones a «ser unos humanos más en esta Tierra común». En este relato, como en obras anteriores, Donato Ndongo pretende acercar, mediante el conocimiento mutuo, a los respectivos pueblos, razas y culturas. Con su prosa precisa, elegante y diáfana, la novela es un evocador canto al Río Níger, forjador de imperios y civilizaciones que influyeron en la conformación del mundo actual en mucha mayor medida de lo que difunden los libros de Historia y los medios de comunicación», destaca la editorial Sequitur, que está reeditando toda la obra de Ndongo, en la contraportada.
A continuación, en primicia editorial, se pueden leer las 5 páginas y media primeras de la novela, el comienzo de una narración continua, a lo largo de las 445 páginas del libro, que estará a la venta a partir del 15 de mayo.
¿QUÉ MATÓ AL JOVEN ABDOULAYE CISSÉ?
Emergió del túnel desde las entrañas de la Tierra aquella mañana de sol radiante y, confuso, desorientado, jadeaba en la boca del metro. No estaba de buen humor. Se sentía irritado y fatigado después de recibir los inciviles topetazos y empellones de impetuosos gañanes impacientes, recorrer pasillos interminables y subir demasiados escalones empinados. Respiró hondo. Ante sí, la glorieta grandiosa: «Alonso Martínez». ¿Quién sería el eximio prócer cuyo ilustre nombre ornaba tan bella plaza en barrio distinguido? ¿Arzobispo, científico, político, aguerrido militar curtido en la guerra y victorioso en mil batallas, un heroico conquistador? Un notable sin duda, personaje de abolengo y mérito singular; un donnadie no merecería tan gran honor; nunca hubo gratitud ni memoria para los aplaudidores del montón. Remiraba a diestro y siniestro, inquieto, enfrente y detrás, nervioso por la ansiedad. ¿Hacia cuál de las imponentes avenidas dirigir sus pasos para situarse frente a la Oficina de Empleo Temporal? ¿A cuál de ellos escoger de entre la multitud para encontrar las señas exactas del lugar al que deseaba llegar? Dudaba. Le disuadió la experiencia, sabedor de que se molestaban si eran importunados; no acogían de buen grado al intruso que irrumpía en su rutina; peor si era un africano mísero. No deseaba recibir un bufido en una lengua cuyos giros no dominaba del todo ni comprendía muchas de las palabras de su jerga cotidiana. No agradaba la escrutadora mirada desdeñosa, le incomodaba ser humillado al intentar acercarse, sobre todo a una mujer no acompañada; podían confundirle con un vulgar ligón. No era opción entrar en uno de los bares, cafeterías o cervecerías que veía a su alrededor; costaba dinero: debía hacer gasto y consumir cualquier cosa, un café, un refresco, una botellita de agua, para merecer el favor de la atención del camarero, y se esfumarían las monedas que guardaba para el billete de regreso. Necesitaba moverse para llegar a tiempo. Debía poder orientarse por sí mismo. Resultaba confuso el callejero que había consultado, no era fácil descifrar los entresijos de aquella inmensa ciudad, ya era hazaña haber conseguido llegar a la plaza de aquel insigne personaje desconocido tras salir airoso de los laberínticos transbordos. Decidió arriesgarse y caminar por intuición. No podía estar muy lejos y alguna vez llegaría. Confiado en su suerte eterna, que le había permitido situarse allí en aquel instante preciso, cruzó la glorieta. El plano del metro en la mano con las señas anotadas, iba escrutando cada nombre de cada calle rotulada en lo alto de cada esquina; alguna le sonaría hasta hallar la perpendicular que le situaría frente a la Oficina en que basaba su porvenir. Le anegaba un pesaroso reconcomio por haber rechazado su ofrecimiento; debió aceptar que le acompañase. No se negó por ella, cuya proximidad era siempre grata: mitigaba el amargor de la corrosiva soledad en la multitud. Se había negado para evitar las hirientes invectivas que, luego, le transmitiría compungida y llorosa; la boca de su madre no se contenía al escupir las más vulgares ofensas, colérica, afanada en preservar a la hija de todos los peligros mundanos. No sabía cómo lo lograba, y evitaba indagar sus motivos, pero esa mujer conseguía proyectar sobre otros sus propios miedos; no se reconocía en la asombrosa etiqueta de negrito sucio, salvaje y holgazán que había colocado a la espalda de los cuatro africanos que compartían piso justo frente a su frutería, aceptada por alguno de los vecinos con quienes se cruzaban a diario en el portal o en la escalera y apartaban la vista y ni respondían al saludo. No todos, claro. Si alguna vez se molestaran en acercarse un poquito, no tardarían en descubrir a otros seres humanos como ellos, con sus preocupaciones específicas como es natural, pero personas inofensivas como pocas en el mundo. Sabía que eran tics instintivos ante lo desconocido, propios de gente poco sociable que no se había alejado demasiado de su barrio o de su poblado; reacciones irracionales que ofendían y segregaban en vez de integrar. ¿Y cómo vivir a la defensiva cada día, todos los días? Estaba seguro: nunca lograría acomodarse a eso. Imposible construir una vida sobre el recelo y la desconfianza permanentes. Y no era sólo eso: le pesaba comprobar a cada minuto su incapacidad de adaptarse a tanto ruido, al incesante retumbar del trajín en la urbe bulliciosa, días y noches de continuo sobresalto por los motores, sirenas, gritos, humos, un eterno alboroto. Jamás conseguiría acostumbrarse. Desde su llegada hizo todo esfuerzo, puso empeño y voluntad, pero no encontraba la manera de hacerse grato, de sentirse a gusto, tranquilo, sosegado. Eso era más que claro. Idea descorazonadora que había ido horadando su espíritu a poquitos, minuto a minuto, en los escasos meses que llevaba deambulando por sus calles, bulevares y plazas imponentes, iluminadas con fasto en la noche, como en fiesta permanente, el aire insano estancado sobre sus cabezas, sin poder respirar a pleno pulmón. A menudo se decía que necesitaba integrarse, adentrarse en ellos, conocerles mejor, entenderles y avenirse, congeniar, hacer amigos, aportar su cuota a la convivencia y ser una hormiguita más en el hervidero que pululaba, adoptar su ritmo, percibirles con mayor hondura y ver su realidad desde su mirada; ser como ellos, comer cuanto comieran sin hacer ascos a nada, adaptarse a sus reglas, soportar su clima siempre cambiante, el intenso frío que aguzaba la piel y penetraba hasta el tuétano aunque se envolviese en varias capas de luenga y gruesa vestimenta, el ardoroso calor que quemaba hasta en la sombra o se estancaba entre las cuatro paredes de su cuarto, haciendo imposible el sueño y el descanso, empapado de sudor en su angosto habitáculo. Lo había captado al inicio: sobrevivir significaba diluirse entre ellos, pues él mismo no se sabía distinto ni pretendía resaltar en nada; si ellos vivían así, él también podía vivir así. Pero la realidad de cada día había ido dictando su propia norma, incontestable, y a cada hora que pasaba estaba menos seguro de que alguna vez consiguiera sentirse uno más. Nunca dejaría de llamar la atención, no podía esquivar esa mirada aviesa ni ignorar esos gestos displicentes, ni desoír esas palabras como dichas al azar que le devolvían la imagen de sí mismo, la conciencia de su diferencia, la seguridad de no ser de allí. ¿Cómo encajar entre gente más preocupada por la felicidad de sus perros que por el bienestar de las personas? ¿Acaso no había visto el trato primoroso que daban a sus gatos, la especial protección que recibían las fieras de sus bosques junto al discurso intolerante cada vez más agresivo? ¿Era posible no sentirse inquieto cuando naciones que invadieron medio mundo y debían su prosperidad a la devastación de otros pueblos, el suyo sin ir más lejos, exhibían de mil modos su malestar ante su pacífica y menesterosa presencia? No era extraño que entonces asomase a su mente la faz del abuelo Makan, imposible sustraerse a enseñanzas tan juiciosas de quien sí podía afirmar con razón haber conocido el mundo y a los hombres. Debieron aprovechar su profunda experiencia. Pero ellos, imberbes engreídos y atolondrados aún incapaces de comprender las verdades esenciales de la existencia, se mofaban de su ancianidad tanto como de su cansina retahíla de proverbios, sentencias y refranes, cuentos de viejos en su estulticia, exageraciones o inventos de mente fantasiosa siempre presta a impresionar, y quién sabe si a embaucar, a pobrecillos ignorantes y obtusos rústicos cuyos ojos jamás vieron tierra más allá de Bandiagara, porque la mayoría de sus coetáneos ni habían cruzado el Níger ni conocían siquiera Mopti: imposible vivir en esos países de blancos sin palpar a cada instante que no eres de allí, decía el abuelo Makan. Antaño, en aquel tiempo, ni se hacía idea del significado de tales palabras, ni intuía cuán terribles tormentos esconde una palabra tan simple: invierno. Porque jamás pudo imaginar cómo puede ser un copo de nieve, ni suponer que en parte alguna existiera frío tan intenso, ni que sufriría en su carne esos gélidos vientos que le hacían sentirse como desnudo, los labios agrietados, sin poder tragar el aire, temblando horas y horas como hoja azotada por la ventisca. Hay que ver y palpar ciertas cosas para que adquieran realidad; la propia experiencia es decisiva para una correcta percepción: no basta una foto en los papeles para sentir; una imagen vista de soslayo en la pantalla no transmite el hedor; no pican los mosquitos que revolotean en el documental; y al ser intransferibles las emociones y sensaciones ajenas, el relato puede no comunicar nada en absoluto, ser mera cháchara. Ahora tenía conciencia de ello, al vivir a sobresaltos esas realidades en propia carne, sin un minuto de calma: porque todo incitaba a sopesar, todo delataba disparidad, todo señalaba desigualdad, su singularidad provocaba reacciones extrañas que ponían en evidencia su tendencia a excluir, a parcelar, a discriminar; cuanto le rodeaba revelaba que estaba fuera, muy lejos de su lugar, en las márgenes de la vida. Bueno, todo sí, pero no todos. Al menos no ella.
¿Qué mató al joven Abdoulaye Cissé? Donato Ndongo. Ediciones Sequitur, 2023