Lucero Rivera Octubre 2024
Por Lucero Rivera
Los recuerdos que guardo de la mañana del 27 de septiembre de 2014 son, diez años después, muy confusos y seguramente muy fragmentados. He olvidado a qué hora llegué a la Universidad, qué transporte elegí, he olvidado qué comí, qué ropa vestía, hasta cómo me veía hace una década, sin embargo, el ambiente, la atmósfera que se respiraba y las sensaciones que me acompañaron y quizá me siguen acompañando hasta hoy, no las olvido. Sin duda, el cuerpo tiene memoria y esa memoria es la que me trae aquí, a estas líneas.
Aquella mañana, algunos noticieros daban tímidamente la noticia: “Durante esta madrugada se ha perdido el rastro de autobuses que transportaban a estudiantes de la Normal Rural ‘Raúl Isidro Burgos’ de Ayotzinapa, Guerrero”; “Se desconoce el paradero de los estudiantes”; “Se dice que son 50, 44, no, 43, no se sabe muy bien”, “hay muertos”, “fueron provocaciones de los estudiantes”, “fue el narco”, “fue un ajuste de cuentas”, “fue el Estado”… Todo eran rumores, información que nos llegaba a cuentagotas de un lado y de otro, mientras, en la escuela, en la calle, intentábamos entender qué había pasado y armar el rompecabezas que justamente a diez años sigue sin respuesta clara.
Yo estaba en clase en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. En medio del desánimo y el coraje compartido, recuerdo muy claramente que alguien comentó que habían encontrado a alguno de los estudiantes con rastros de tortura y desollado. De-so-lla-do. Quizá era la primera vez que escuchaba esa palabra en ese contexto. Lo habían torturado y desollado. No miento cuando digo que todavía hoy, mientras escribo esto, la piel y el estómago se me estremecen. Es decir, si fueron capaces de hacerle eso a Julio César Mondragón, un estudiante de 23 años, ¿que nos podíamos esperar?, ¿qué más quedaba en este país, que ya no sólo desaparecía y mataba estudiantes, sino que les borraba el rostro? Creo que en ese momento a todo el mundo se nos rompió un poco el alma.
Al escuchar esto, salí del aula. Me fui al baño a llorar, esas lágrimas fueron de asco, de rabia e indignación. Fueron lágrimas casi secas, acompañadas de un grito mudo en el que repetía en bucle “¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?”
El porqué sigue ahí. Diez años después las familias de los estudiantes desaparecidos siguen preguntando y reclamando verdad y justicia. Diez años en los que han pasado ya dos presidentes y está por entrar una nueva presidenta, sin que la verdad y los responsables salgan a luz. Durante este tiempo, al menos, se ha declarado la implicación del Estado, pero han pasado organismos gubernamentales y comisiones de la verdad que sólo han revictimizado más a las familias, las cuales, como tantas otras en este país, siguen caminando por todo el territorio, levantando piedras y escombros para encontrar rastros, huellas, preguntándose cada día ¿dónde están? ¿Dónde están nuestras desparecides?
Viví ese 2014 con una impotencia enorme, con la conciencia plena de que un país que desaparece jóvenes, estudiantes, es un país que nos repudia y nos quería silenciades. Y lamentablemente creo que eso no ha cambiado demasiado; porque a la fecha vemos cómo la represión persigue a la juventud y a la población movilizada, mientras la militarización del país va en aumento.
En aquellos años veníamos del auge que supusieron los movimientos juveniles a nivel global, asistimos y hasta participamos en el ascenso y la esperanza que representó el #YoSoy132, para luego ser partícipes del descalabro y el golpe de realidad. Una realidad, al menos la que yo percibo después de todo este tiempo, en la que debíamos haber estado más pendientes de lo que pasaba en las escuelas rurales, acompañarlas, aprender de sus luchas; teníamos que haber mirado más a la autoorganización y resistencia de la educación popular y de los pueblos originarios, en lugar de dejarnos seducir por el canto de sirenas de los hijos e hijas de las elites del país.
A diez años de la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, ahora la vivo a la distancia. Después de haber migrado desde hace más de 6 años y con las contradicciones de habitar un país, una ciudad, que me ofrece la certeza de seguridad (aunque algunos se empeñen en hacernos creer lo contrario), pero que al mismo tiempo siento cómo me expulsa constantemente.
Durante este tiempo he seguido los números, las cifras, los casos con nombres y apellidos de las personas desaparecidas en nuestro país, México. Las sigo con dolor y con rabia, aunque confieso que desde hace un tiempo he dejado de compartir las fichas de búsqueda, porque tengo la sensación de que sólo llegan a las mismas tres personas que me siguen todavía en el país, y para el resto, la gente de acá, sólo alimenta sus prejuicios e ideas sesgadas que tienen sobre nuestras realidades, sin ningún tipo de conciencia crítica, sin información, ni empatía.
Hoy escribo esto, primero, para no olvidar, no olvidar que nos faltan 43 y más de 100 mil desaparecides y para exigir verdad, justicia y reparación. También escribo porque aunque a veces se me olvida el miedo y la angustia de vivir en medio de un país que asesina y desaparece gente, procuro recordármelo cada día, por mi familia, mis amistades y por toda la gente que lucha, que protesta, por todas aquellas que buscan sin descanso y a quienes la búsqueda lamentablemente se ha cobrado su salud, incluso hasta su vida, pero nunca su dignidad.