

Cada 12 de octubre, el Estado español despliega banderas, celebra desfiles militares y conmemora lo que oficialmente se denomina Fiesta Nacional. La fecha rememora la llegada de Cristóbal Colón a América en 1492, ese momento que marcó el inicio de la expansión colonial española. Mientras las autoridades y buena parte de la población celebran la hispanidad como un legado cultural compartido, una pregunta permanece sin respuesta. ¿Puede un país festejar su historia sin antes reconocer las heridas que causó?
La amnesia selectiva del Estado español ante su pasado colonial adquiere contornos particularmente dolorosos cuando se observa el tratamiento diferencial que ha dado a distintos episodios de su historia. En 2015, el gobierno ofreció una disculpa a los judíos sefardíes por la expulsión de 1492, acompañándola de una ley que facilitaba la obtención de la nacionalidad española a sus descendientes. Fue un gesto simbólico de reconocimiento histórico. Sin embargo, ese mismo Estado nunca ha ofrecido una disculpa equivalente por la esclavitud de millones de personas africanas, por el comercio de seres humanos que enriqueció sus arcas durante siglos, por el sufrimiento sistemático de las poblaciones negras e indígenas bajo su dominio colonial.
La contradicción resulta evidente. España puede pedir perdón por la expulsión de comunidades que habitaban su territorio peninsular, puede reconocer el dolor causado a quienes compartían su espacio geográfico europeo. Pero cuando se trata de las poblaciones afrodescendientes y nativas de América, de aquellas personas que fueron arrancadas de sus tierras, comerciadas como mercancía, explotadas hasta la muerte en plantaciones y minas, el silencio oficial se vuelve ensordecedor. Ese silencio habla de una jerarquía implícita en el reconocimiento del dolor humano, y de que vidas, según el criterio eurocéntrico, merecen ser lloradas públicamente.

El comercio de esclavos africanos constituyó uno de los sistemas económicos más lucrativos del imperio español. Desde el siglo XVI hasta bien entrado el XIX, millones de africanos fueron capturados, transportados en condiciones inhumanas a través del Atlántico y vendidos para trabajar hasta la muerte. España fue uno de los principales beneficiarios de este comercio. Ciudades como Sevilla y Cádiz prosperaron gracias al tráfico de personas. La corona obtuvo ingresos constantes mediante los sistemas de asientos, contratos que otorgaban a particulares el derecho a importar esclavos a las colonias. La economía colonial dependía enteramente del trabajo forzado de personas negras.
La esclavitud en territorios bajo control español no terminó hasta 1886, cuando finalmente se liberó a los últimos 25.000 esclavizados en Cuba. España fue uno de los últimos países europeos en abolir esta práctica. Incluso entonces, la abolición no vino acompañada de ningún proceso de reparación. Los antiguos esclavizadores recibieron compensaciones económicas por la pérdida de su «propiedad». Las víctimas y sus descendientes no recibieron nada.
Este vacío de memoria tiene consecuencias concretas en el presente. La población afrodescendiente en España sigue enfrentando discriminación sistemática, racismo institucional, invisibilización en el relato nacional. Cuando el 12 de octubre se celebra como día de orgullo nacional, cuando se presenta la expansión colonial como una gesta civilizadora, cuando se habla de hispanidad sin mencionar el genocidio, la esclavitud y el racismo que la hicieron posible, se perpetúa una narrativa que niega la dignidad de las víctimas. Se legitima un pasado criminal mediante su blanqueamiento discursivo.
Otros países europeos han iniciado procesos de reconocimiento y reparación de su pasado esclavista. Algunos parlamentos han emitido disculpas formales y algunos gobiernos han establecido comisiones de memoria histórica sobre la esclavitud. España, en cambio, prefiere celebrar. Prefiere hablar de encuentro de culturas en lugar de invasión, de evangelización en lugar de genocidio cultural, de comercio en lugar de trata de esclavos. Este lenguaje eufemístico funciona como mecanismo de evasión moral y permite disfrutar de los beneficios históricos del colonialismo sin asumir sus costes éticos.
La ausencia de cualquier gesto de reconocimiento por parte de la corona española resulta especialmente significativa. La monarquía actual es heredera directa de aquella que sancionó legalmente la esclavitud, que autorizó el comercio de africanos, que se enriqueció con ese comercio durante siglos. Sin embargo, la casa real jamás ha considerado necesario dirigirse a la población afrodescendiente para reconocer ese pasado, para expresar alguna forma de arrepentimiento institucional. Cuando en 2019 México solicitó una disculpa por los crímenes de la conquista, la respuesta oficial española fue el rechazo absoluto, dejando claro, que el Estado español no tiene intención de revisar críticamente su pasado colonial.

Esta negativa a reconocer el daño causado implica una negativa a reconocer la humanidad plena de las víctimas. Cuando un Estado se niega a pedir perdón por la esclavitud, está diciendo que aquellas vidas no importaban lo suficiente y que el sufrimiento de millones de personas afrodescendientes no merece ni siquiera el gesto simbólico del reconocimiento. Se trata de una postura política que perpetúa jerarquías raciales heredadas del colonialismo.
España celebra el 12 de octubre sin haber asumido su responsabilidad histórica. La población afrodescendiente e indígena sigue esperando una disculpa que nunca llega. Las banderas se izan cada año sin enfrentar lo que representaron para millones de personas. En ese contexto, la hispanidad no es más que una ficción excluyente, una celebración construida sobre la negación del dolor ajeno.
¿Hasta cuándo podrá un país seguir festejando su grandeza pasada sin mirar a los ojos de aquellos sobre cuyas espaldas se construyó esa grandeza? ¿Cuánto tiempo más seguirán esperando las comunidades afrodescendientes e indígenas ese reconocimiento básico de su humanidad? ¿Qué tipo de nación se construye sobre la base del olvido selectivo de sus propios crímenes?
Nada que celebrar.
Afroféminas
