Teresa Aranguren* 15/11/24
Mi primera imagen de Gaza es una fila de niñas y niños cogidos de la mano, ellas luciendo trenzas y coletas con lazos blancos que parecían mariposas prendidas en el pelo y todos con sus babis impolutos, como recién lavados. Al frente de la fila, a modo de guía del grupo, iba una niña algo mayor que el resto, aunque no debía tener más de doce años. Al cruzarse con la forastera que era yo, me dedicaron un “welcome” coral entre profusión de risas y agitar de manitas a modo de saludo. Era la hora de entrada a la escuela. La escuela de la UNRWA.
Era el año 1998, durante el primer gobierno de Benjamin Netanyahu, y había cierre de territorios, lo que significaba que no se podía entrar ni salir de la Franja, aunque mi condición de periodista europea me había permitido conseguir la imprescindible autorización de las autoridades militares israelíes para entrar en Gaza. Recuerdo la fila de camiones varados en el paso de Erezt con su carga de frutas, hortalizas y flores, pudriéndose al sol. En esa época los cierres de territorio tanto en Cisjordania como en Gaza eran constantes, las colonias crecían como setas en todo el territorio ocupado y el Primer Ministro israelí proclamaba a los cuatro vientos que los Acuerdos de Oslo eran papel mojado y que con él nunca habría un Estado palestino. Parecía que las cosas no podían ir a peor. Pero podían.
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