Libro PDF: Pan negro y duro por Elizaveta Drabkina

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*El libro n° 259 de nuestra Colección Socialismo y Libertad

Habían encomendado a mama procurar armas, traer revólveres y fulminantes para bombas, desde Finlandia a Rusia, organizar la custodia del armamento, comprobar los depósitos. No se podía traer nada en la mano, para no llamar la atención. Por eso los cartuchos, la dinamita, los fulminantes para las bombas y la gelatina detonante los llevábamos en bolsillos disimulados en nuestros justillos.

Había mucho que hacer. De la mañana a última hora de la noche iba mi madre de un confín a otro de la ciudad, hacía viajes a Víborg y Helsingfors. A esto había que añadir que mama no tenía con quien dejarme y debía llevarme con ella.

Mi padre no vivía con nosotras. Si los que actuaban en la clandestinidad debían observar una rigurosa conspiración, para los miembros del “Grupo de combate” las exigencias a este respecto eran especialmente severas. No tenían derecho a frecuentar las reuniones de masas ni a tomar parte en las manifestaciones o entrevistarse con los camaradas que realizaban el trabajo ilegal.

Por esto, mama (y yo con ella) sólo se entrevistaba con mi padre en lugares conspirativos. Si él tenía la más mínima posibilidad, me tomaba en brazos aunque era ya mayorcita, me llevaba a la confitería próxima y me obsequiaba con pasteles hasta hartarme.

Luego, mi padre desapareció por completo. Habían comenzado a seguirle los pasos y, por exigencia de Lenin, se trasladó a Odesa. Llegó allí en el momento de la insurrección en el acorazado Potiomkin. Durante la segunda mitad de 1905, fue secretario del Comité del Partido en Odesa.

Mama y yo quedamos en Petersburgo. En mi memoria se agolpan los recuerdos de las estaciones, los trenes, los incesantes viajes y traslados de ciudad en ciudad. Más tarde supe que durante aquel verano había llevado ocultas en su justillo, cosido con tal fin, fulminantes de mercurio para bombas. El transporte de los fulminantes exigía rigurosa precaución, pues una sacudida podía producir una explosión. Por ello, mama se sentaba muy tiesa en el vagón y, a fin de que no la empujara, me compraba libros y me enseñaba a leer. Así resultó que a los cuatro años ya había aprendido a leer.

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